—¡Por Heracles! —dijo Straton, boquiabierto—. ¡Esto es un monstruo!
Epimeles se acercó corriendo en cuanto los vio; se detuvo al oír la exclamación y le lanzó una mirada ofendida a Straton.
—¡Es una belleza! —lo corrigió; y luego se dirigió a Arquímedes—: ¿Señor?
—Hemos de llevarla al Hexapilón —anunció el joven—. Straton, hijo de Metrodoro, aquí presente, nos ayudará a disponer los preparativos para el transporte. Tan pronto como la tengamos instalada, enviarán a un observador para comprobar que funciona, y entonces podremos empezar otra.
—Bien —dijo Epimeles, satisfecho—. El Hexapilón. Bien.
Se acercaron todos a la máquina y levantaron la vista para observarla.
—El Hexapilón —repitió el capataz, en voz baja esa vez—. Podríamos llamarla Bienvenida.
Mover una catapulta del tamaño de Bienvenida era una tarea laboriosa. Había que desmontarla (tronco, peana, peritrete y brazos) y cargarla en el enorme carro que Straton había llevado del almacén de suministros militares. Cuando lo hubieron hecho, era demasiado tarde para partir hacia el Hexapilón, que quedaba a más de seis kilómetros de distancia del taller. Decidieron guardar el carro cargado en el almacén de suministros militares y esperar hasta el día siguiente.
Arquímedes regresó a su casa. A esas horas, la noticia de la victoria en Mesana y del inminente regreso del ejército corría por toda la ciudad.
Marco ya lo había oído. Por la tarde se había acercado con Crestos al depósito de tejas más cercano, en la zona costera de la Acradina, para comprar algunas tejas nuevas. Allí encontraron a los trabajadores apiñados en medio del almacén de secado, comentando animadamente la victoria.
—¡Atacaron la maquinaria de asalto y los persiguieron hasta las murallas! —oyeron decir al aproximarse.
Pero Marco permaneció a cierta distancia sin decir nada, temeroso de que su acento italiano suscitara recelo. En cambio, le pidió a Crestos que se acercara para enterarse de la historia completa, y cuando el muchacho volvió, le repitió el brillante relato que le habían contado sobre la sabiduría del rey Hierón y el valor siracusano. Marco lo escuchó atentamente, pero no hizo comentarios. Estaba seguro de que se había omitido algún elemento de la historia y le bastó un instante de reflexión para comprender lo que podía ser. No obstante, limitó el tema de la conversación al asunto que los había llevado allí.
Cuando regresaron a casa, Crestos, entusiasmado, repitió al resto de la familia el relato de la victoria, que fue recibido con una intensa sensación de alivio. Había desaparecido una amenaza tremenda. Pero Filira también se sintió ansiosa. Si el rey volvía a casa, lo haría acompañado de los demás ingenieros, y los servicios de su hermano ya no serían necesarios. Y, además, si la guerra estaba de verdad terminando, ya no precisarían la catapulta y no le pagarían a Arquímedes por su trabajo. Cuando éste regresó, algo más tarde, Filira corrió a preguntarle sobre el destino de la máquina.
—La quieren —le dijo, sonriente—. Y me han pedido que empiece otra tan pronto como estén seguros de que funciona.
Filira guardó silencio al oír sus palabras, sospechando que había algo en el relato de la victoria que no podía ser verdad.
Cenaron todos juntos y tocaron un poco en la habitación del enfermo. Fidias escuchó con atención, pero se cansó enseguida y el concierto se dio por terminado. Filira dejó a su padre hablando de astronomía con Arquímedes y salió al patio para practicar con el laúd. Pasado un rato, apareció Marco, que regresaba de hacer un recado. Al verlo, la joven dejó de tocar y le lanzó una mirada acusadora. Él se secó rápidamente las manos y le devolvió una mirada interrogativa.
—¿De qué parte de Italia procedes? —preguntó ella.
Al oír esas palabras, el rostro de Marco se cubrió con su máscara de impasibilidad.
—Señora, ya hemos hablado de eso.
—Pero te hicieron esclavo cuando combatías del lado romano, ¿verdad?
Marco se quedó un instante en silencio y apartó la vista, recordando la violencia, los gritos de los heridos y los moribundos, y su propio terror.
—Sí —admitió por fin.
—Has visto a los romanos en combate. ¿Qué hacen cuando toman una ciudad?
—Lo mismo que todo el mundo.
—He oído decir —dijo Filira muy tensa—que a veces matan a todo ser viviente que encuentren dentro de las murallas. Incluso a los animales.
—Sólo a veces —concedió Marco a disgusto—. Cuando lo han jurado. Normalmente se limitan a saquear la ciudad e instalar una guarnición. Como cualquier ejército.
—¡Bárbaros! —exclamó Filira, mirándolo con los ojos encendidos—. Lo que quieres decir es que a veces se muestran tan salvajes, crueles y sanguinarios como cualquier ejército, y que a veces son peores. ¿Colaboraste alguna vez con ellos en la toma de una ciudad?
Marco negó con la cabeza.
—¡Señora, cuando me uní al ejército, no era mayor de lo que vos sois ahora! Se supone que para alistarse hay que tener dieciocho años, pero mentí. Y la primera vez que vi la guerra… yo… acabé aquí. No sé más sobre sitios de lo que podáis saber vos.
La mirada encendida se apagó y empezó a asomar el miedo que había debajo.
—Si los romanos tomaran Siracusa, serías otra vez libre, ¿no es cierto?
De nuevo, él negó con la cabeza.
—No creo que ni siquiera me preguntaran quién soy. Un esclavo es un esclavo. Tendría un nuevo amo o me matarían. Pero carece de sentido que os preocupéis por eso, señora, porque no tomarán Siracusa. Y de todos modos, las noticias dicen que la ciudad ha obtenido una victoria.
Esta vez fue ella quien negó con la cabeza.
—¿Por qué, entonces, regresa el rey a casa? ¿Por qué quieren más catapultas, si han salido vencedores?
—¿Dónde estaban los cartagineses durante esa victoria? —preguntó él con tono fiero—. Se supone que son nuestros aliados. Pero no he oído decir que combatieran con nosotros.
De inmediato se arrepintió de sus palabras. Debería haberlo recordado: Filira era demasiado inteligente como para no comprender sus consecuencias. Tenía los ojos abiertos de par en par, aterrorizada. ¿Y si los romanos de Mesana habían llegado a un acuerdo con los cartagineses? Roma y Cartago habían sido aliadas durante la guerra contra Pirro de Épiro: era perfectamente creíble que hubieran acordado dividirse Sicilia. Si el rey Hierón sospechaba que sus nuevos aliados podían volverse contra él, eso explicaría el precipitado regreso a casa con su ejército. Siracusa no podía enfrentarse a Roma sin la ayuda de Cartago. Y si se enfrentaba a Roma y Cartago unidas, estaba perdida.
—¡Dioses, no! —susurró Filira.
Marco atravesó el patio con ágiles pasos en dirección a ella, deseando atreverse a acariciar sus frágiles hombros, pero se detuvo bruscamente.
—Nadie tomará Siracusa —dijo—. Los cartagineses ya lo han intentado varias veces, pero nunca lo han conseguido, y os lo digo, señora, los romanos no lograrán rendir una ciudad como ésta. No son tan buenos en poner sitios como vosotros, los griegos. Nadie hasta ahora ha tomado Siracusa por asalto, y nadie lo hará. —Luego se esforzó en sonreír y añadió—: Y menos con las catapultas de vuestro hermano para defenderla.
Filira respiró hondo. Se dijo a sí misma que ya no era una niña que se dejara asustar por los rumores, y logró devolverle la sonrisa. Observó el laúd que tenía entre las manos, se lo acercó al cuerpo y empezó a tocar algo complicado, algo que exigiera toda su atención y no le permitiera pensar en otra cosa.
En su habitación, Fidias contempló con sus amarillentos ojos la llama de la lámpara y luego miró a su hijo, sonriendo. —Cuéntame otra vez la hipótesis de Aristarco —dijo.
Arquímedes se encogió de hombros: aquella teoría había levantado mucha controversia en Alejandría y su padre se sentía fascinado por ella.
—Dice que la Tierra gira alrededor del Sol siguiendo la circunferencia de un círculo.
—¿Y los planetas también?
—En efecto.
—¿Y las estrellas? Si la Tierra girara alrededor del Sol, las estrellas fijas también deberían moverse, pues las vemos desde distintos ángulos en distintos puntos de la órbita terrestre.
—¡No! Ésa es la parte más interesante —dijo Arquímedes, apasionándose con el tema—. Aristarco sostiene que el universo es mucho, mucho más grande de lo que nadie pueda imaginar. Dice que el círculo completo que describe la órbita terrestre no es más que un punto en comparación con el tamaño de la esfera de las estrellas fijas.
—Eso son tonterías. Un punto no tiene ninguna magnitud.
—Bien, entonces no es un punto. Pero es incomparablemente pequeño con relación al universo. Tan pequeño que el movimiento de la Tierra es incapaz de establecer la mínima diferencia en cuanto a nuestra visión de las estrellas fijas.
—Tú lo crees, ¿verdad? —dijo Fidias.
—Es una hipótesis —se defendió Arquímedes, sonrojándose—. No existen pruebas suficientes para decantarse hacia un lado u otro. Supongo que la gente tiene razón cuando dice que si no hay pruebas, deberíamos elegir la explicación que mejor encaje con las apariencias… y en este caso es la de que el Sol gira en torno a la Tierra. No obstante, me gusta su hipótesis.
—¿Te agrada la idea de que la Tierra gire como una mota de polvo en una inmensidad de espacio inexpresable? ¡A mí me marea!
Arquímedes sonrió.
—Para mí tiene sentido que el universo sea inconmensurablemente grande. Cuanto más lo observo, más cosas veo que no puedo comprender.
«Si tú no las comprendes, ¿qué esperanza nos queda al resto?», estuvo a punto decir Fidias, pero no lo hizo. Era muy precavido a la hora de admitir lo mucho que le costaba asimilar las ideas que a su hijo le parecían evidentes. Arquímedes siempre lo había considerado como a un igual, y eso lo enorgullecía, precisamente por provenir de él, el alumno más dotado que jamás había tenido, la mente más profunda que jamás había encontrado. Lo observó con ternura: la sonrisa de Arquímedes se desvanecía, y su mirada, brillante aún, estaba abstraída, calculando la inmensidad del universo. Fidias sabía que esos ojos ya no lo mirarían más así. Durante un instante experimentó el dolor que cualquier padre sentiría al percatarse de la amarga certeza de lo ajeno que es un hijo. «Este cuerpo que salió de mí, que alimenté, contiene ahora una mente llena de cosas que nunca podré llegar a abarcar», pensó. Alargó el brazo y le tendió la mano.
—Medión —dijo, respirando con dificultad—, júrame que nunca, jamás, abandonarás las matemáticas.
Arquímedes lo miró, sorprendido.
—¡Padre, sabes que abandonar las matemáticas es lo último que deseo en el mundo!
—No, lo último que deseas en el mundo es que tu familia se muera de hambre o sufra… y eso está bien, eso debería ser lo último que permitieses. Pero prométeme que por más cansado que estés cuando hayas acabado tu jornada laboral, por más duro que te resulte encontrar tiempo para seguir aprendiendo, por más que nadie te entienda, nunca las abandonarás y te entregarás a ellas en cuerpo y alma. Júramelo.
Arquímedes dudó, luego se acercó a la jofaina con agua que había junto a la cama, se lavó las manos ceremoniosamente y las levantó hacia el cielo.
—Juro por Apolo délico y por Apolo pitio —declaró en tono solemne—, por Urania y todas las musas, por Zeus, la Tierra y el Sol, por Afrodita, Hefesto y Dionisos, y por todos los dioses y las diosas, que nunca abandonaré las matemáticas ni permitiré que la chispa que los dioses han prendido en mí se apague. Si no mantengo mi compromiso, que todos los dioses y diosas por los que he jurado se enfurezcan conmigo y muera de una muerte miserable; y que si lo cumplo, me sean favorables.
—Que así sea —musitó el anciano.
Arquímedes se acercó de nuevo a la cama, tomó la mano de Fidias y le sonrió.
—Pero no necesitaba jurarlo, padre —dijo—, pues, por más que intento dejarlo, por más que me digo a mí mismo: «Se acabaron los juegos», nunca funciona. No puedo dejarlo. Y tú lo sabes.
Fidias le devolvió la sonrisa.
—Lo sé —susurró—, pero no quiero que lo intentes siquiera. Ni por catapultas ni por nada.
Para la mayoría de los ciudadanos, el día siguiente fue el «Día del regreso del rey Hierón», pero para Arquímedes, el rey y su ejército no eran más que una molesta interrupción en el «Día en que trasladamos la Bienvenida».
Sólo un obrero, Elimo, lo ayudó con el transporte de la catapulta. Eudaimon insistió en que el resto permaneciera en el taller para trabajar con una lanzadora de flechas. Pero Straton seguía como responsable del traslado de la máquina y Arquímedes se alegró mucho de contar con su colaboración. El pesado carro tirado por bueyes tardó más de dos horas en llegar al Hexapilón, y una vez allí, descubrieron que no había ninguna grúa capaz de elevar la catapulta hasta la plataforma que había sido elegida para instalarla.
La plataforma era el primer piso de una de las torres exteriores del fuerte. Normalmente las catapultas grandes se colocaban en los pisos inferiores, dejando los altos para la maquinaria más ligera. Se accedía a la plataforma mediante una escalera de piedra que arrancaba del patio interior del fuerte, pero resultó imposible que los tres hombres solos pudieran maniobrar un tronco de nueve metros de longitud escaleras arriba. Straton consiguió convencer a la guarnición del fuerte para que les prestara cuerdas y poleas, y Arquímedes armó con ello una cabria, pero, aun así, hasta media tarde no lograron subir todas las piezas de la catapulta. Y todavía faltaba ensamblarlas. El rey Hierón y su ejército aparecieron ante las puertas mientras estaban en ello. La guarnición completa salió a saludar al rey, y Straton se unió a ellos, innecesariamente, pensó Arquímedes, mientras luchaba por componer de nuevo la grúa que había montado para encajar el tronco de la catapulta en la peana. Molesto, se dijo para sus adentros que Straton debería haberse quedado para ayudarlo a tirar de las cuerdas.
Cuando el rey se hubo ido, Straton dijo que debía devolver el carro y los bueyes a la Ortigia, y desapareció, dejando a Arquímedes y a Elimo solos. Había oscurecido antes de que la catapulta estuviese erigida en su lugar. Arquímedes se tambaleaba de agotamiento, y la cuerda le había provocado tantas ampollas en las manos que ya no sentía ningún dolor en concreto. Cuando por fin hubo finalizado su trabajo, se examinó las heridas y luego miró a Elimo, que estaba incluso más plagado de ampollas y agotado que él.