En el 1190 la épica cruzada que encabeza el célebre Ricardo Corazón de León para recuperar Jerusalén de manos de los sarracenos se encuentra en pleno apogeo. Entre sus nutridas y aguerridas huestes marcha el más famoso, temido y valiente guerrero de su tiempo, el conde de Locksley, o, lo que es lo mismo, Robin Hood.
Acompañado de sus fieles y entrañables compañeros, el conde pone su astucia y su ímpetu guerrero al servicio de la lucha contra el infiel, pero lo que ni él ni nadie esperaba es que tuvieran que luchar también contra un enemigo oculto en sus propias filas, un infiltrado que pone en riesgo sus planes de ataque.
La trama se desdobla así en una línea de acción bélica y otra de misterio e intriga, al tiempo que el autor sigue desarrollando a los personajes que acompañan a Robin Hood, particularmente Little John y el propio narrador.
Angus Donald
Robin Hood, el cruzado
Robin Hood - 2
ePUB v1.0
Crubiera28.04.13
Título original:
Holy Warrior
Angus Donald, 2010.
Traducción: Francisco Rodríguez de Lecea
Diseño portada: Tim Byrne
Editor original: Crubiera (v1.0)
ePub base v2.1
A mis maravillosos padres,
Janet y Alan Donald;
gracias por todo.
D
udé mucho antes de empezar este relato, e incluso llegué a tomar la resolución de no dejar plasmada sobre el pergamino esta parte de mi juventud, hasta que el otro día, en una taberna de Nottingham, oí a un narrador de historias profesional, y muy bueno, ensalzar las virtudes del rey Ricardo Corazón de León y de sus bravos guerreros, que hicieron la Gran Peregrinación a Tierra Santa hace ahora más de cuarenta años. El hombre describía la espléndida destreza bélica de los caballeros cristianos forrados de acero, y la gloria inmortal que alcanzaron frente a los sarracenos en Acre y en Arsuf, y se refirió también a la recompensa cierta en el cielo de los que cayeron por una causa tan noble, y a las grandes riquezas terrenales, fruto del saqueo y del botín, que ganaron quienes no murieron…
Pero aquel elocuente contador de historias no hizo mención alguna del espectáculo real, de los olores y los sonidos de un campo de batalla después de una gran victoria: de aquellas visiones que permanecen en la memoria y que envenenan tus sueños. No habló de los cadáveres, miles de ellos, de rostros lívidos y miradas fijas, rígidos por la muerte y amontonados como leños uno encima de otro; ni de los caballos despanzurrados, con la vista clavada en sus propias entrañas, los ojos desorbitados, temblorosos, relinchando llenos de pánico; ni del hedor a carne y a hierro empapados de la sangre recién vertida y de la mierda esparcida por todas partes, un olor que se aferra a la garganta y no se desprende con facilidad; como tampoco habló del zumbido de cien mil moscas atraídas por las vísceras, ni de los gemidos incesantes y desesperados de los malheridos, que te empujan a taparte los oídos para aislarte de su dolor.
No habló del horror de matar al hombre que tienes delante; del espasmo tremendo de su agonía contra tu cuerpo; del olor a cebolla de su aliento en tu mejilla ni de la sangre caliente que empapa tu mano mientras hundes un poco más la hoja de la espada en su carne. Y el vértigo y el alivio que sientes cuando todo ha acabado y el hombre está tendido junto a tus botas y ya no es sino un saco inerte de huesos y carne.
El narrador de historias no mintió, pero tampoco contó toda la verdad. Y cuando vi brillar a la luz del fuego del hogar los ojos de los jóvenes que escuchaban en la taberna sus historias de audaces héroes cristianos abriéndose paso a través de las filas de infieles cobardes, supe que tenía que escribir la verdad de lo ocurrido en aquella gran empresa de hacía cuatro décadas, el desarrollo real de aquellas batallas lejanas, como yo mismo las vi con mis ojos jóvenes.
No es una epopeya de héroes valerosos y de glorias inmarcesibles, sino una historia de matanzas inútiles, de odio… y de amor; también es una historia de lealtad, de amistad y de perdón. Por encima de todo, es la historia de mi señor, Robert Odo, el gran conde de Locksley, el hombre conocido en tiempos en todo el territorio como Robin Hood: un ladrón astuto, un asesino de corazón de hielo y, Dios me perdone, durante largos años mi mejor amigo.
Mientras escribo esta historia de mi remoto viaje frente a un atril en la gran sala de la casa de Westbury, siento el peso abrumador de mis años. Me duelen las piernas por estar de pie durante tanto tiempo delante del facistol inclinado. Mis manos, que sujetan la pluma y el cortaplumas, están acalambradas después de horas de trabajo. Pero Nuestro Señor, en su misericordia, me ha permitido sobrevivir durante cincuenta y ocho años a muchos peligros, batallas y carnicerías, y confío en que me dará fuerzas para completar mi tarea.
Una leve brisa entra por la puerta abierta de la sala y acaricia la estera de juncos que cubre el suelo, arrastrando los cálidos aromas de los inicios del otoño hasta mi pergamino: el polvo dorado por el sol del patio, el heno segado que se seca en el pajar, la dulzura de la fruta madura que pende de la rama en mi huerto.
Ha sido un año pródigo para nosotros los de Westbury: un verano caluroso ha hecho madurar las cosechas, ahora ya recogidas, y los graneros están llenos hasta las vigas del techo de sacos de trigo, centeno y cebada; las vacas dan a diario su dulce leche, los puercos engordan con las bellotas de los bosques, y Marie, mi nuera, que gobierna mi casa, está contenta. Dios sea alabado por los dones que desparrama sobre nosotros.
En primavera, su primo Osric, un viudo entrado en carnes y de mediana edad, vino aquí para ocupar el cargo de administrador, y se trajo consigo a sus dos corpulentos hijos, Edmund y Alfred, que se ofrecieron para trabajar mis campos como asalariados. No diré que Osric me gusta: puede que sea el hombre más honesto, trabajador y concienzudo de la cristiandad, pero es tan insípido como un pan de espelta sin sal. Y también es algo mezquino, al menos en los tratos que hace con mis campesinos. Con todo, su llegada ha transformado mi vida para mejor. Lo que una vez fue una hacienda perdida y descuidada de campos plagados de cizaña y granjas ruinosas, es ahora un lugar pletórico de trabajo y de abundancia. El cobró las rentas atrasadas de mis aparceros; en la época de la cosecha, se levantaba de madrugada para empujar a los campos a los siervos que me debían jornadas de trabajo y ajustar un salario modesto para los hombres libres del pueblo que, aunque antes no lo hacían, se mostraron dispuestos a alquilarse como braceros en mis tierras. Ha traído orden, prosperidad y felicidad a mi casa…, y sin embargo no consigo que me guste.
Puede que mi desagrado se deba a su aspecto: redondo como una pelota, con los brazos cortos y los dedos rechonchos, y una cara, debajo del cráneo calvo casi por completo, hocicuda como la de un topo; su nariz es demasiado grande, su boca demasiado pequeña, y en sus ojos minúsculos siempre brilla una luz de preocupación… Pero prefiero pensar que la razón es que su alma está cerrada a la música, y que la alegría jamás se desborda en su corazón.
Sin embargo, la llegada de Osric ha sido una buena cosa. El año pasado, la melancolía impregnaba el ánimo de esta mansión. Marie y yo nos esforzábamos por encontrar una razón para seguir viviendo, después de la muerte por enfermedad de mi hijo y su marido, Rob. Gracias a Dios, guardamos un recuerdo vivo de él en la persona de mi nieto y tocayo Alan, que cumplirá ocho años estas Navidades: un niño sano y revoltoso.
Alan está fascinado por el hijo menor de Osric, Alfred. Ve al joven como un héroe, una especie de semidiós, e imita todo lo que hace el granjero. Alfred lleva siempre una cinta de tela en la frente, para evitar que el sudor le moleste en los ojos cuando maneja la hoz en los trigales. De modo que, por supuesto, el pequeño Alan también se coloca la misma prenda en la cabeza. Cuando Alfred dijo en tono casual que le encantaba la leche malteada, Alan empezó a seguirle a todas partes con una jarra de esa bebida, por si acaso tenía sed. Manías infantiles sin importancia, diréis. Es posible, pero he decidido enviar pronto a Alan a educarse de acuerdo con su rango en alguna otra mansión, muy lejos de aquí. Allí aprenderá a cabalgar y a luchar como un caballero, y a bailar y cantar, y a escribir en latín y en francés: no quiero que sólo tenga maneras de labrador cuando crezca. Puede que ese capricho con Alfred sea inofensivo, pero sé que la admiración ciega de un joven hacia un hombre mayor puede ser una fuente de rabia y de dolor cuando el muchacho descubre que su ídolo no es el héroe que él creía. Yo viví esa experiencia con Robin de Locksley.
Mi señor me pareció al principio una figura heroica: valeroso, fuerte y noble —como Alfred puede parecérselo a Alan—, y recuerdo muy bien mi decepción cuando supe que Robin no era así, que era codicioso, cruel y egoísta como cualquier otro mortal.
Sé que no soy justo con Robin cuando lo acuso de tales cosas: fui yo quien le juzgué mal, y no él quien se propuso engañarme. Todavía me dominan el rencor y la vergüenza al recordar a los hombres buenos y nobles que murieron para que Robin pudiera aumentar su fortuna. Sea como sea, quienes lean estos pergaminos podrán juzgar por sí mismos, y en estas páginas escribiré de la forma más fiel que pueda las aventuras de Robin, y las mías, al otro lado del mar, en aquellas tierras odiosas donde los hombres se mataron unos a otros por millares en el nombre de Dios; en aquel país donde el calor te asfixiaba y el polvo te ahogaba, en aquella tierra donde escorpiones diabólicos y arañas gigantes y peludas acechaban por doquier. En el lugar que la gente llama Ultramar.
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Fantasma
, mi caballo gris, estaba agotado, y también yo sentía en todos mis huesos un cansancio más allá de cualquier límite. Habíamos recorrido muchos centenares de leguas juntos en las anteriores semanas —primero a Londres, luego a Winchester, Nottingham…, y todo el camino de regreso—, y mientras ascendíamos la empinada cuesta que lleva desde el valle del río Locksley, en el Yorkshire, hasta el castillo que se alza en lo alto de la colina, palmeé su cuello gris manchado y murmuré unas palabras de ánimo. «Ya casi estamos en casa, muchacho, casi en casa, y allí te espera un plato de puré de avena caliente.»
Fantasma
movió las orejas al oír mis palabras, e incluso me pareció que aceleraba un poco el paso. Mientras subíamos la interminable cuesta herbosa, dispersando a nuestro paso a las ovejas y a sus desmañadas crías, vi por encima de mí la silueta cuadrada de la iglesia de San Nicolás, y detrás, recortada contra el cielo, la alta torre de madera y la robusta empalizada del patio del castillo de Kirkton, la fortaleza de mi señor, que domina el valle del Locksley. Me sentí embargado por una gran añoranza del hogar y por la reconfortante sensación del deber cumplido. Mi cabeza rebosaba de informaciones recientes, de noticias importantes y peligrosas, y en las alforjas, bien envuelto y oculto, llevaba un regalo de gran valor. Me sentí como un cazador que vuelve a casa después de un día entero en el bosque, con una presa codiciada: la misma mezcla satisfactoria de fatiga y alegría.