—Llevad al prisionero a la cantera y que ocupe el lugar de su hermano —ordenó a los dos soldados—. Capitán Dionisos, estoy en desacuerdo contigo en cuanto a quién ha sido el responsable de este incidente, pero mirándolo en retrospectiva, creo que no había guardias suficientes en la cantera. Hemos confiado demasiado en las heridas de los cautivos. Refuerza la vigilancia y toma las medidas oportunas. Agatón, dile a Nicóstrato que venga: voy a redactar una orden para doblar la guardia en la muralla de la costa. Arquímedes… —El rey dudó—. ¿Te importaría quedarte a desayunar?
Arquímedes negó con la cabeza.
—Entonces, por favor, siéntete como en tu casa. Descansa un poco y sosiégate antes de volver a la tuya.
Los soldados salieron escoltando a Marco. A pesar de la calma que éste mostraba, su expresión era de vergüenza y desconcierto, muy distinta de la que debería tener un hombre que acábaba de oír que quedaba libre de la esclavitud y podía regresar con su gente. Dionisos marchó a cumplir las órdenes del rey y enseguida llegó el secretario Nicóstrato. Arquímedes salió al jardín, más conmocionado y confuso que nunca.
Estaba sentado junto a la fuente, agitando el agua con los dedos, cuando Delia pasó por allí de camino al desayuno. La joven se paró en seco, contuvo la respiración y lo observó en silencio durante un minuto.
Desde que Hierón le había prometido riqueza y honor a su excepcional ingeniero, lo que ella había descartado antes como imposible empezaba a insinuársele como posible, y no sabía qué hacer. Era consciente de que el hecho de que el rey quisiese mantener a Arquímedes en Siracusa no significaba que desease casar a su propia hermana con el hijo de un maestro de clase media. Pero una parte tortuosa y poco fiable de su cabeza había empezado a susurrarle que, aunque Hierón no quisiese para ella un matrimonio así, probablemente lo aceptaría si, por ejemplo, ella declaraba que amaba a Arquímedes y él amenazaba con marcharse a Alejandría si el rey se negaba a dar su permiso para el enlace.
Al igual que le había ocurrido cuando concertó los encuentros secretos con Arquímedes, no podía creer lo que estaba haciendo, no podía creer que fuera capaz de hacerle semejante chantaje a su hermano. Le debía un matrimonio que le aportase ventajas políticas. Cuando Hierón subió al poder, se había encontrado con una ciudad sacudida por las guerras pírricas, una ciudad en bancarrota que había perdido su flota y su tesoro, una población rebelde y un ejército amotinado, y en poco tiempo la había convertido de nuevo en una urbe fuerte y próspera. Aquello ya era extraordinario de por sí, pero haberlo hecho sin violencia y sin cometer injusticias era un logro sin precedentes en la historia de Siracusa. Delia sabía lo que debía hacer, lo había sabido siempre: decirle a Arquímedes que no debían volver a verse y conformarse con su destino. Pero cuando pensaba en él, no podía resignarse.
Sin embargo, la idea de hablar con Hierón, de admitir lo que había estado haciendo y lo que quería hacer, de afrontar su enfado o, lo que era peor, su terrible dolor, la horrorizaba.
Y, por otra parte, tampoco sabía si Arquímedes deseaba casarse con ella. A veces estaba convencida de que él la amaba, otras pensaba que tal vez la despreciaba por su descaro… Sentía vergüenza al recordar la manera en que se había arrojado en sus brazos. ¿Quería él de verdad irse a Alejandría? ¿Quería ella convertirse en la cadena que lo atara a Siracusa? Tenía miedo de verlo de nuevo, miedo de que rechazara su plan.
Después de darle muchas vueltas, había decidido hablar con la hermana de Arquímedes para ver si podía descubrir la opinión que el joven tenía de ella, pero había sido un desastre. Filira no parecía haber oído de su hermano ningún comentario, ni bueno ni malo, sobre Delia, y, lo que era más, a la muchacha no le había hecho ninguna gracia que la abordara de esa forma. No estaba segura del motivo, pero suponía que había manejado mal la entrevista; a menudo le ocurría. Y la reina Filistis, que había desaprobado la invitación, aunque había tenido que admitir que era perfectamente correcta, había estado con ellas todo el tiempo, poniendo mala cara cada vez que se mencionaba a Arquímedes. Filistis lo desaprobaba en todo; lo consideraba un joven engreído al que estaban tratando con más honor del que se merecía, y lo culpaba de haber ofendido a su esposo con acusaciones de fraude al final de una jornada particularmente agotadora. Sin embargo, debido a que Hierón había decidido que era importante cuidar bien a aquel hombre, Filistis había accedido a cooperar, pero no era de su agrado.
Y allí estaba ahora Arquímedes en persona, despeinado y cansado, contemplando tristemente el estanque, mientras la luz de primera hora de la mañana proyectaba frescas sombras entre las hojas del jardín.
Delia se adelantó, y él, al oír los pasos, levantó la vista y la miró pestañeando, sin sorprenderse; su mente aún se hallaba concentrada en lo que estuviera contemplando en el agua.
—¡Salud! —dijo ella, luchando por mantener la voz firme—. ¿Qué te trae aquí tan temprano?
Ante esas palabras, Arquímedes frunció el semblante, enderezó la espalda y se puso en pie.
—Nada agradable —respondió con tristeza—. Mi esclavo Marco ayudó a fugarse a dos romanos, que mataron a un guardia de las murallas, un hombre al que yo conocía, un buen hombre.
—¡Oh, por todos los dioses! —exclamó, preocupada, y añadió rápidamente—: Estoy segura de que mi hermano no te culpará por lo que ha hecho tu esclavo.
Él sacudió la cabeza, pero siguió con el cuerpo encorvado y triste.
—A Marco lo han encerrado en los barracones de los prisioneros. Estoy avergonzado.
—¡No es culpa tuya que un esclavo haga algo malo!
El joven negó con la cabeza.
—¡No, no se trata de eso! Lo que me avergüenza es que nunca he sabido quién era Marco en realidad… y que hasta ahora no me he dado cuenta de que es un ser extraordinario. El motivo por el que ayudó a esos hombres a huir fue que uno de ellos era su hermano. Podría haberse escapado él también, pero no lo hizo porque no quería traicionar a Siracusa. Tenía una obligación hacia su hermano y otra hacia Siracusa, de modo que cumplió las dos lo mejor que pudo y luego se quedó a la espera de morir por ello. Ni siquiera se ha quejado. Siempre ha sido absolutamente sincero y escrupuloso. Debería haberlo advertido antes. Pero no le presto atención a nadie, aunque lo tenga delante de los ojos. Sólo presto atención a las matemáticas. —Su voz estaba llena de dolor.
Ella no sabía qué responderle. Se acercó a la fuente y se sentó en el borde.
—Supongo que las matemáticas son racionales y que la gente no lo es —dijo.
Él lanzó un gruñido de arrepentimiento.
—¿Conoces la canción de las sirenas?
Detén tu nave y quédate a escuchar nuestra canción.
Ningún marinero ha pasado en su negro bajel
sin que oyera nuestra dulce llamada,
sino que sigue su curso deleitándose en ella, sabiendo más…
Pues nosotras conocemos todo lo que sucede
sobre la fértil tierra.
Bajó la voz y continuó:
Eso dijeron con su encantadora y cristalina voz
y deseé con todo mi corazón escucharla.
Ordené a mis amigos que me dejaran libre…
pero lo que hicieron fue sujetarme con más cadenas.
—Las matemáticas son como el canto de las sirenas. Sin embargo, parece que la gente tiene los oídos taponados con cera y no puede escucharlas. Lo digo ahora, con vergüenza, pero sé que no cambiaré. En cuanto vuelvan a cantarme, olvidaré a todo el mundo y todo lo que tenga delante.
Delia permaneció en silencio durante un largo momento, pensando en él, y en ella, en su hermano, y luego repitió muy despacio:
—Cadenas. Hierón habló de encadenarte a Siracusa. ¿Te resulta odiosa esa idea?
Él no respondió enseguida. Esa misma mañana Hierón lo había reclamado como si fuera su esclavo, y se había sentido dolido y ultrajado, pero empezaba a creer que se quedaría en Siracusa y que trabajaría con el rey. Con él, no para él. Hasta entonces se había resignado a acatar sus órdenes cuando le había parecido que era inevitable, pero la resignación se había ido derrumbando a medida que comenzaba a valorar su propio poder. No le gustaba la manera en que Hierón había tratado de manipularlo, pero lo había hecho con un estilo tan elegante como una comprobación geométrica, y eso lo había convencido de que el rey prefería en verdad persuadir a decretar. Y también empezaba a gustarle Hierón: su sutileza, su rápida percepción y su eficiencia, su buen humor. Y luego estaba Delia. Por ella merecía la pena permanecer en Siracusa, si es que podía conseguirla, y ahora pensaba que tal vez eso sería posible. Al fin y al cabo, Hierón le había prometido darle lo que quisiera.
Pero ¿no se trataría de un truco más? El puesto que Hierón había creado para él lo había halagado, y le parecía más importante que el que podría obtener en Egipto, pero ¿y si no era así? ¿Y si no era más que una farsa destinada a engañarlo? ¿Se convertiría en un amigo del rey o en un asesor? ¿Tendrían una relación de igual a igual o sería un criado a sueldo?
—Estoy en deuda con tu hermano —dijo por fin—, y sospecho que eso es lo que él quiere. Pero todavía no me ha dado nada que yo no pueda pagarle, ni siquiera la vida de Marco, pues lo que yo puedo hacer por él vale mucho. ¿Cadenas? Bueno. —Se observó las muñecas, delgadas y huesudas, como si estuviera contemplando unos grilletes—. Al fin y al cabo, las sirenas devoran a la gente. Odiseo las escuchó, y vivió gracias a esas cadenas. Quizá yo las necesite. Quizá debería estar atado a una ciudad, y a gente que no tenga nada que ver con las matemáticas. Y cadenas las habrá en todas partes. Si el rey Ptolomeo me ofrece un puesto de trabajo, será por los caracoles de agua y las catapultas. De modo que lo único que puedo hacer es elegir quién me pone esas cadenas y lo pesadas que puedan ser.
—¡Así que sigues pensando en irte a Alejandría!
Él la miró.
—¡Oh, no! ¡Todo el mundo me dice lo mismo!
—¡No quiero que te vayas! —dijo Delia de forma imprudente, y se sonrojó.
Él le dio la mano y los dedos fuertes y decididos de ella se entrelazaron con los suyos.
—Delia… —empezó, pero se interrumpió. Se miraron durante un prolongado momento, no con un arrebato de amor, sino intentando desesperadamente adivinar la voluntad del otro, los pensamientos del otro—. Quiero hacerte una pregunta —continuó por fin—. ¿Existe alguna posibilidad de que pudieras ser la responsable de que me quedara?
El sofoco de la joven se acrecentó.
—Hierón podría… —musitó—. ¡No! —Se había prometido no intentar forzar el consentimiento de su hermano, no devolverle toda su amabilidad con aquel… aquel insulto. Apartó la vista y probó de nuevo—. No puedo… —Advirtió que seguía con la mano de Arquímedes entrelazada con la suya y la soltó. Le brotaron lágrimas de vergüenza. ¿Ésa era su fortaleza mental? Intentaba dejar a aquel hombre y ni siquiera podía soltarle la mano. Movió la cabeza y gritó desesperadamente—. ¡No puedo!
—No depende de ti —dijo la voz de él, a su lado—. Depende de tu hermano. Hablaré con él.
Ella se arriesgó a volver a mirarlo y vio que la felicidad le iluminaba el rostro. La había comprendido: había comprendido sus pensamientos.
—Me prometió cualquier cosa, excepto el Museo —le explicó Arquímedes, razonando su postura—. Y jamás esperé que los dioses llegaran a favorecerme tanto. ¿Por qué no pedir más? Lo peor que puede ocurrir es que diga que no. Hablaré con él. Encontraré un buen momento y se lo pediré. Cuando haya finalizado la catapulta de tres talentos. Se lo pediré entonces.
Marco ocupó el lugar de su hermano en el barracón intermedio de la cantera, con los grilletes de Fabio en los tobillos. Los demás presos se mostraron recelosos ante su relato, pero no le importó, y pasó dormido la mayor parte de su primer día en prisión. Los vigilantes lo despertaron hacia el mediodía, cuando comenzaron a encadenar a los cautivos entre sí como parte de las nuevas medidas de seguridad. Las tablas serradas de la pared habían sido ya sustituidas y había dos guardias más apostados en la parte trasera de los barracones, desde donde podían controlar todo lo que se les pasara por alto a los de la puerta. Tampoco eso le importaba a Marco. No le importaba nada. Se suponía que tenía que estar contento, pues al fin sería otra vez un hombre libre, libre y con vida, pero estaba demasiado agotado. Le amedrentaba el tremendo esfuerzo que debería hacer para adaptarse de nuevo a su gente. Comió lo que los guardias le llevaron y volvió a dormirse.
Se despertó con la sensación de que lo observaban y se incorporó de golpe. Arquímedes estaba sentado en el extremo de su colchón, con los brazos apoyados en las rodillas y una expresión de ansiedad en el rostro. Todos los prisioneros miraban, desconfiados, al visitante, y un soldado rondaba a escasos pasos de distancia. En la penumbra del barracón resultaba difícil advertirlo, pero Marco pensó que estaba anocheciendo.
—Siento despertarte —se disculpó Arquímedes.
—He estado durmiendo todo el día —respondió Marco, incómodo.
No sabía qué decir; el joven que tenía delante le parecía casi un extraño, a pesar de que lo conocía tan íntimamente como a Cayo: lo había visto crecer y pasar de niño a hombre, y habían compartido aposentos y escasez de dinero en tierra extranjera. Pero, aunque rara vez había pensado en él como su amo, su condición de esclavo había definido siempre la relación entre ellos; sin embargo, ahora, con la desaparición de ese vínculo, lo único que podía hacer era avanzar con dificultad en un mar de emociones sin forma.
—Te he traído algunas cosas —dijo Arquímedes, tan incómodo como Marco, depositando un paquete a los pies del colchón.
Marco vio enseguida que el envoltorio del paquete era su túnica de invierno. Lo arrastró para acercárselo y desató las esquinas. En el interior estaba su otra túnica de invierno, una escultura de terracota de Afrodita que había comprado en Egipto con el dinero obtenido con los caracoles de agua, y algún que otro objeto que había ido adquiriendo a lo largo de los años. Había también una pequeña bolsa de cuero en la que tintineaba algo y un estuche de forma oblonga de madera de pino pulida. Se quedó mirando el estuche, lo cogió y lo abrió: contenía el aulos tenor de Arquímedes. La dura madera de sicómoro aparecía más oscura a la altura de los agujeros, gastada por el uso. Levantó la vista, confundido.