El contador de arena (42 page)

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Authors: Gillian Bradshaw

Tags: #Histórico

BOOK: El contador de arena
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Ordenó a uno de sus asistentes que llevara el caballo a la plaza pública más cercana y cuidara de él, envió al resto del séquito a la Ortigia y entró en la casa acompañado tan sólo por su hijo y por Dionisos. Arata y Filira, a quienes la costumbre permitía mostrar el rostro en un acto informal y diurno como aquél, intercambiaron afectados saludos de bienvenida con los invitados y les ofrecieron pasteles y vino. Pasaron todos al comedor y los esclavos se precipitaron a servir comida y bebida. Entonces Hierón le dijo a Arquímedes, sin más preámbulos:

—Me han llegado noticias desde Alejandría sobre ese caracol de agua tuyo. ¿Podrías explicarme cómo funciona?

—Tengo el prototipo —respondió Arquímedes, encantado de huir de las formalidades—. Marco lo guardó en alguna parte. ¡Mar…! —Se calló a mitad de la orden y se sonrojó.

—Creo que está en el almacén —dijo rápidamente Filira, sin poder evitar sonrojarse también.

Fueron a buscar el caracol de agua, y con él aparecieron las tablas de lavar y los cubos reclamando el lugar que les correspondía. Gelón, que había permanecido en silencio atiborrándose de pasteles de sésamo, abandonó cualquier pensamiento relacionado con los dulces y pasó a depositarlos en el nuevo juguete que estaban montando. Fue invitado a girarlo, y después de ser corregido y asesorado para que lo moviera más lentamente, contempló extasiado cómo el agua salía por la cabeza de la máquina.

—¡Por Apolo! —susurró Hierón. Se agachó junto a su hijo y observó la máquina. Había preguntado por el artilugio sobre todo para que Arquímedes se sintiera cómodo, pero al verlo se olvidó de que hubiera tenido otra razón, excepto lo mucho que le gustaban los inventos ingeniosos—. Creo que es la cosa más inteligente que he visto en mi vida —dijo, y miró a su creador con el mismo radiante placer infantil que su hijo.

En cuestión de minutos, el rey de Siracusa, su hijo y el capitán de la guarnición de la Ortigia estaban agachados en el patio jugando con el caracol de agua. Todo rastro de rigidez había desaparecido. Gelón se quedó empapado, algo que le encantó en un caluroso día de verano como aquél. Dionisos se mojó también y tuvieron que llevarle trapos para secarle la coraza. Filira rió disimuladamente al ver al capitán de aquella guisa y él levantó la vista, incómodo, aunque luego sonrió al ver que ella lo miraba. Colocaron en el suelo una bandeja de pasteles para los invitados, que, inevitablemente, acabó pisada, por Crestos: poco después se oyeron los gritos de Sosibia en la parte trasera de la casa, regañándolo.

—¡Oh, no seas dura con el chico! —le gritó Hierón—. La culpa es nuestra por habernos sentado en el suelo.

Cuando la fascinación por el caracol de agua empezó a disminuir, Filira sacó algunas de las máquinas que su hermano guardaba entre los trastos del almacén: un instrumento de astronomía, una polea y un conjunto de ejes que no hacían otra cosa que girar a la vez.

—Esto tenía que formar parte de una máquina elevadora —admitió Arquímedes, avergonzado—, pero cuando se les pone un peso, se enredan.

—¿Construiste una máquina que no funcionó? —preguntó Dionisos, divertido ante la idea—. Me sorprende.

—¡Tenía sólo catorce años! —protestó Filira—. Pero, de todos modos, a mí siempre me ha encantado. —Movió con orgullo la rueda superior—. ¿Lo veis? Cada una gira a una velocidad distinta.

—A Gelón también le encanta —dijo Hierón, observando la expresión boquiabierta del niño.

Arquímedes carraspeó.

—Bien. Gelón, hijo de Hierón, ¿os gustaría tenerlo?

El pequeño lo miró con ojos brillantes, asintió y cogió el invento.

—¡Gelonión! —lo reprendió su padre, cortante—. ¿Qué se dice?

—¡Gracias! —dijo el niño, con la solemnidad que la ocasión requería.

Hierón sonrió al ver la satisfacción de su hijo y luego le lanzó a Arquímedes una mirada inquisitiva. Había llegado la hora de escuchar la petición del joven ingeniero.

Arquímedes se dio cuenta de que era el momento que estaba esperando.

—Bien —dijo, intentando mitigar sus retortijones—. Señor, ¿puedo hablar un instante en privado con vos?

Volvieron a pasar al comedor. A través de la ventana llegaba la voz de Arata, que hablaba con el pequeño Gelón, y la de Dionisos, que le hacía preguntas sobre música a Filira. Hierón se acomodó en el canapé, y Arquímedes se sentó en el borde de una de las sillas, percibiendo que su confianza comenzaba a resquebrajarse. Había elegido su propia casa para formular su petición, pues allí el amo era él, pero, incluso engalanada y con su mejor aspecto, seguía siendo el humilde hogar de un maestro de clase media, con paredes enyesadas y suelo de adobe. Comparándola con la mansión con pisos de mármol de la Ortigia, se sentía avergonzado. No tenía el rango social necesario para pedir la mano de la hermana del rey. Pero tosió, se aclaró la garganta y dijo, con la voz lo suficientemente baja para que los que estaban en el patio no pudieran oírlo:

—Señor, si mi solicitud es demasiado osada, perdonadme, pero recordad que vos mismo me animasteis a pedir cualquier cosa que pudiera desear, aunque estuviera por encima de mis expectativas.

—Te prometí cualquier cosa que pudieras obtener en Egipto, excepto el Museo —replicó Hierón, muy serio.

—Lo que quiero no puedo obtenerlo en Egipto. —Unió sus huesudas manos y respiró hondo—. Señor, vos tenéis una hermana a quien…

Hierón lo miró, sorprendido, y todos los discursos que había preparado se le fueron de la cabeza.

—Es decir —balbuceó Arquímedes—, ella… Yo… —Recordó de nuevo los besos de Delia, y notó que la cara le ardía—. Sé que no poseo riquezas, ni soy de noble cuna, ni atesoro ninguna cualidad que me haga merecedor de ella. No tengo nada que ofrecer, exceptuando lo que mi mente pueda concebir y mis manos puedan modelar. Si eso basta, bien. Si no… deberé conformarme.

Hierón permaneció aturdido durante un largo rato, reflexionando que debería haber previsto esa petición, y le sorprendía no haberlo hecho. Estaba acostumbrado a pensar en Delia como la niña brillante y aventurera que había rescatado de su severo tío, una muchacha cuya mente aguda y observadora lo había cautivado por su afinidad con la suya propia. Era consciente de que su hermana había llegado a la edad de casarse, pero eso era algo que él veía aún lejano, más allá de la guerra, y ajeno a ella. También había notado el interés de Delia por Arquímedes, pero lo había considerado un capricho pasajero. Y ahora se daba cuenta de que se había equivocado.

—¿Sabes que Delia es la heredera de todas las posesiones de nuestro padre? —dijo por fin.

El rostro del joven adquirió un tono rojo aún más subido.

—No —contestó en voz baja—, no lo sabía.

—Ante la ley, no soy su hermano —continuó Hierón sin alterarse—. Ante la ley, ella es la hija de nuestro padre, no yo. Nuestro padre era un hombre rico, y yo he cuidado con esmero de sus propiedades por el bien de ella. Los ingresos totales del año pasado fueron de cuarenta y cuatro mil dracmas.

—No son las propiedades lo que quiero —replicó Arquímedes, pasando del rojo al blanco—. Podéis quedaros con ellas.

—Podría, si infringiera la ley y se las robara a Delia —dijo fríamente Hierón—. Siempre he supuesto que las guardaba en depósito para su futuro esposo. Nunca he utilizado el dinero que han rendido, sino que lo he reinvertido para ir construyendo algo para ella. —Hizo una pausa—. ¿Ya has hablado con mi hermana de esto?

—Yo… —susurró Arquímedes—. Es decir, ella nunca se opondría a vuestros deseos.

—O sea que lleva noches despierta preguntándose cómo iba a responder yo. Y yo que pensaba que estaba cansada y triste… ¡Por Zeus! —Encontró una copa, se sirvió vino del recipiente y se bebió de un trago la mitad—. Y si digo que no, me imagino que te irás a Alejandría.

—Aún no he decidido nada al respecto —dijo muy despacio—. En cualquier caso, haré lo que pueda para defender la ciudad. Pero, bueno… —Se interrumpió, y continuó con emoción contenida—: No soy un trabajador contratado.

—¡Lo que no voy a consentir de ningún modo es que te la lleves a Egipto! Si te casas con mi hermana, te quedarás aquí, y deberás garantizarme que me proporcionarás todo lo que tu mente sea capaz de concebir y tus manos, de modelar.

—¿Queréis decir… que nos daríais vuestro permiso? —preguntó Arquímedes casi sin aliento, pero enseguida se vio invadido por la duda y el temor—. ¿Supone eso que debería abandonar las matemáticas? Os dije…

—Sí, ya sé que le juraste a tu padre en su lecho de muerte, etcétera, etcétera. No. No me refería a abandonar las divinas matemáticas. —Observó al ansioso joven que tenía delante, dejó en la mesa la copa de vino y continuó—: Te diré las consideraciones que tengo en cuenta cuando pienso en un marido para mi hermana. En primer lugar, el dinero. El dinero no importa. Yo tengo suficiente, y ella, desde luego, no necesita casarse por esa razón. En segundo lugar, la política. —Agitó la mano en un ademán despectivo—. Es cierto que existen situaciones en las que resulta útil cimentar alianzas mediante matrimonios. Si no me hubiese casado con Filistis, probablemente habría muerto el mismo año en que me convertí en tirano: fue Leptines quien me aseguró la ciudad. Pero, en general, si una alianza no se mantiene por sí sola, es poco probable que se mantenga mediante un casamiento. Y, para ser sincero, en este caso no resultaría fácil, dado que la ley no reconoce a Delia como mi hermana. Por lo tanto, si quisiera sacar ventaja política de un enlace, sería más útil que fuera yo quien se casara con la hija de alguien. Así pues, la política importa, es cierto, pero no es algo primordial. Lo que sí es primordial… —Se detuvo. En el patio, Filira estaba tocando el laúd—. Dionisos te ha pedido a tu hermana en matrimonio —dijo Hierón, más calmado—. ¿Qué tendrás tú en cuenta a la hora de tomar la decisión?

—No me considero un buen juez —respondió Arquímedes, mirándolo asombrado—. Lo dejaré en manos de Filira y de mi madre. Lo único que quiero es que Filira sea feliz, y que su esposo sea un hombre que no me importe tener como pariente.

Hierón sonrió.

—Exacto —dijo en voz baja. Cogió de nuevo la copa y la giró entre las manos—. Ya sabes que soy bastardo —prosiguió, mirando con intensidad aquel recipiente poco profundo—. Creo que por eso valoro a mi familia más que otros. Siempre he tenido claro que no casaría a Delia con un extranjero, por importante que fuera. Quiero ganar una familia a través de ella, no perderla. Quiero verla feliz. —Dio un nuevo sorbo de vino y miró otra vez a Arquímedes—. Ahora bien, también es cierto que tú no eres el tipo de hombre que pensaba tener como cuñado. Pero, ¡por todos los dioses!, ¿crees de verdad que puedo poner objeciones a tu riqueza y a tu cuna? ¡Sabes que yo no le debo nada a ninguna de esas cosas! En realidad serías para mí un pariente más natural que alguien de la nobleza. Y, además, me gustas. Hablaré con Delia para saber lo que piensa ella al respecto, pero si se siente feliz con ello y tú prometes permanecer en Siracusa, la respuesta es sí.

Arquímedes lo miró durante un prolongado momento. La incredulidad que mostraba su rostro fue rompiéndose lentamente para dar paso a un placer increíble, y luego a una inmensa sonrisa de pura felicidad.

Hierón le devolvió la sonrisa.

—No pareces albergar dudas sobre su respuesta —observó, y le divirtió ver sonrojarse a su potencial pariente—. Se supone que la humildad es una virtud que debe adornar a los jóvenes —añadió, bromeando.

Arquímedes se echó a reír.

—¿Y vos, señor? ¿Erais un joven humilde?

La sonrisa de Hierón se tornó perversa.

—Debo reconocer que de joven era arrogante. Estaba convencido de que sabría gobernar la ciudad muchísimo mejor que quienes lo hacían en aquel momento. —Recordó con satisfacción aquella época y luego añadió en voz baja—: Y tenía razón.

Capítulo 14

Delia se había pasado toda la tarde esperando a su hermano, sentada en el primer patio, desde donde podía oír si llegaba gente a la casa. Intentó leer y probó a tocar la flauta, pero no podía concentrarse, y al final se dedicó a observar el movimiento de las hojas del jardín y a escuchar los pequeños sonidos de la casa. Una especie de rabia desesperada fue creciendo en su interior a medida que transcurrían las lentas horas. Dos hombres a quienes quería estaban en otra parte, decidiendo su destino y quizá peleando por ese motivo, y ella se limitaba a permanecer sentada, completamente inútil, como un peso muerto sobre la tierra.

Por fin, cuando ya oscurecía, se abrió la puerta y se oyó la voz aguda y entusiasmada de Gelón. Delia se incorporó de un salto y atravesó corriendo el jardín, pero luego se obligó a entrar caminando en el vestíbulo.

Gelón estaba enseñándole a Agatón su nuevo juguete; cuando apareció su tía, la llamó enseguida para que lo viera también.

—¡Mira lo que me ha regalado Arquímedes! —gritó—. ¿Lo ves? Giras esta rueda y todas las demás dan vueltas, unas para un lado y otras para otro. ¡Y fíjate, esta pequeña va más rápida!

Delia le echó un vistazo y luego miró a su hermano. Por su cara, adivinaba que Arquímedes le había formulado la pregunta, pero la respuesta que Hierón le hubiera dado quedaba oculta bajo su habitual máscara de amabilidad. Él le sonrió, con su estilo impenetrable de siempre, y le dijo al niño:

—¿Por qué no se lo enseñas a tu madre, Gelonión? Tengo que hablar un momento con tía Delia.

El pequeño salió corriendo para mostrarle el juego de ejes a Filistis, y Hierón le señaló a su hermana con un gesto la dirección de la biblioteca.

Una vez en la pequeña y tranquila estancia, el rey encendió las lámparas, se sentó en el diván y le indicó a Delia que hiciera lo mismo. Ella obedeció, agarrotada por la impaciencia.

—¿Te ha pedido Arquímedes mi mano? —preguntó sin rodeos, antes de que Hierón tuviera oportunidad de hablar.

Él asintió, sorprendido por sus prisas.

—Me dijo que lo haría —continuó Delia. Se miró las manos, entrelazadas con fuerza, y luego levantó la vista hasta encontrarse con los ojos de su hermano—. Yo no le pedí que lo hiciera —declaró, orgullosa—. Me casaré con quien tú quieras, Hierón, y me alegraré si con ello puedo resultarte de utilidad. Juro por Hera y por todos los dioses inmortales que preferiría permanecer virgen toda la vida antes que casarme en contra de tu voluntad.

La expresión del rey se suavizó de pronto para transformarse en una de profundo afecto.

—¡Oh, Delión! —exclamó, cogiéndole las tensas manos—. ¡Mi dulce hermana! Siempre te has esforzado en ser algo precioso para mí, sin darte cuenta de que ya lo eres.

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