El contador de arena (37 page)

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Authors: Gillian Bradshaw

Tags: #Histórico

BOOK: El contador de arena
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—Siéntate —dijo Hierón, ocupando su lugar en el diván central e indicándole un lugar a su derecha—. ¿Qué sucede?

Dionisos declinó la invitación a sentarse.

—Anoche escaparon dos prisioneros romanos de la cantera —anunció sin más rodeos—. Acepto la plena responsabilidad.

Hierón lo miró con curiosidad y suspiró.

—¿Resultó alguien herido?

Dionisos hizo una mueca.

—Uno de los guardias fue asesinado. Straton, hijo de Metrodoro, un hombre bueno, uno de los mejores. Estaba pensando ascenderlo. Ya he informado a su familia.

Hierón se quedó un momento en silencio.

—¡Que la tierra sea ligera sobre él! —dijo por fin—. Cuéntame punto por punto lo que sucedió… Por cierto, capitán, seré yo quien decida quién es el responsable. No tú. Y toma asiento, o me dará tortícolis.

Dionisos se sentó, muy rígido.

—Cerca de una hora después de la medianoche —comenzó—, uno de los centinelas advirtió que Straton, el guardia que vigilaba la sección oeste, no estaba en su lugar. Fue a buscarlo y lo encontró tendido en el suelo, con el cuello cortado. A su lado había una cuerda que colgaba por fuera del muro. El centinela dio enseguida la voz de alarma, y el jefe de la guardia, Hermócrates, hijo de Dión, ordenó de inmediato reforzar la vigilancia en los muros y me mandó un mensajero. Él mismo fue en persona a inspeccionar a los presos. La mayoría de ellos estaban dormidos, y los guardias que los custodiaban, despiertos y en sus puestos; pero faltaban dos hombres del barracón central: Cayo Valerio y Quinto Fabio, ambos pertenecientes al mismo manípulo. Fabio era un oficial… tessararius creo que era el título que ostentaba.

—Comandante de guardia —tradujo Hierón—. Un rango bajo dentro de una centuria.

—Los dos prisioneros estaban colocados el uno junto al otro —prosiguió Dionisos—. Valerio tenía el brazo dislocado y varias costillas rotas, por lo que no había sido encadenado, pero Fabio llevaba grilletes en los pies. De algún modo logró liberarse, seguramente pasando los pies entre ellos… Los grilletes siguen en su lugar, sin daños aparentes; los guardias del barracón dicen que eran viejos y que ese hombre era como una serpiente. Detrás de donde estaban instalados se descubrieron dos tablas de la pared serradas y luego devueltas otra vez a su lugar. Hermócrates ordenó inspeccionar el barracón y hallaron una sierra escondida debajo de un colchón. —Dionisos la sacó de entre un pliegue de su manto y la depositó sobre la mesa: una inconfundible hilera de dientes de hierro, con un pedazo de tela envuelto en un extremo a modo de mango. Hierón la cogió para examinarla y volvió a dejarla. El capitán continuó—: Yo llegué cuando Hermócrates estaba interrogando a los demás prisioneros. Por supuesto, nadie había visto nada. De inmediato salí con un grupo de hombres a buscar a los huidos, pero ya había pasado mucho tiempo y no encontramos ni una huella. Desearía dejar claro, no obstante, que apoyo la decisión de Hermócrates de no rastrear enseguida las calles, pues no conocía con exactitud el alcance de la fuga y no disponía de hombres suficientes para mantener la cantera segura y, además, inspeccionar las calles.

—Me parece bien —dijo Hierón—. ¿Has informado a los oficiales de los puestos de vigilancia?

—Lo hice en cuanto llegué a la cantera.

—Bien. Entonces lo más probable es que esos dos romanos sigan dentro de las murallas, escondidos seguramente en algún lugar por el hombre que les proporcionó la sierra, la cuerda y el arma que utilizaron para acabar con la vida de ese pobre guardia. ¿Quién ha tenido contacto con los prisioneros?

Dionisio se encogió de hombros.

—Vos, yo, los guardias y vuestro médico. Ignoro si ha habido alguien más. Como sabéis, hasta que mis hombres y yo nos hicimos responsables de los presos, éstos estuvieron al cargo de la guarnición del Hexapilón. Sin embargo, dudo que el capitán Lisias se haya relajado. Pero hay una cosa… —Sacó de su bolso un pedazo de tela anudado y lo depositó sobre la mesa; al abrirlo, apareció una moneda de plata—. Uno de los guardias dice que el prisionero Valerio le dio esto ayer para que le comprara aceite. El guardia, sin embargo, pagó el aceite con otra moneda y conservó ésta.

Hierón cogió la pieza de plata y la examinó. En el reverso se veía una corona y un rayo, y en el anverso, el perfil sonriente de Ptolomeo II, tocado con una diadema.

—Sorprendente —afirmó sin alterar el tono de voz. Luego, mirando a Dionisos con ojos bondadosos, dijo—: Comprendo que tu guardia también se sorprendiera y te la entregara.

Dionisos asintió.

—Dice que el cautivo le aseguró que era del mismo peso que las monedas sicilianas.

—Y así es, en efecto. Pero resulta extraño encontrarla en manos de un romano. —La dejó en la mesa—. Puede que sea un detalle irrelevante. Tal vez la tuviera desde hace tiempo y la conservara por su rareza, como una especie de talismán de la buena suerte, y sólo decidiese desprenderse de ella desesperado por comprar un poco de aceite para que su amigo pudiera librarse de los grilletes.

—¡Por Zeus! —exclamó Dionisos, sorprendido. No le había extrañado que el prisionero pidiera aceite: se utilizaba como jabón, y le había parecido natural que el hombre quisiera lavarse.

Hierón le sonrió con expresión tensa.

—Aunque también podría tener el mismo origen que la cuerda. Supongo que has comprobado si alguno de tus hombres ha estado recientemente en Egipto. ¿Tienes algún mercenario italiano? ¿O griegos de alguna ciudad de Italia?

—Un par de tarentinos —admitió Dionisos—. Pero no creo que… Es decir, sé que al menos uno de ellos odia a los romanos.

—De todos modos, verifica sus historiales —ordenó el rey—. Mira si es posible que los hayan chantajeado. Y otra cosa: haz una lista de todas las personas que han entrado en la cantera y que no han visitado a los prisioneros.

—¿Qué? —preguntó el capitán, desconcertado.

—La sierra no tiene mango —apuntó Hierón—. ¿Elegiría expresamente una sin mango alguien que pensara entregársela en mano a los prisioneros? Yo diría que es mucho más probable que se lo hubiese quitado para que pudiera pasar por una rendija de la pared.

—¡Por Zeus! —exclamó Dionisos de nuevo—. Sé de un hombre que visitó la cantera y no a los prisioneros, y, aunque es poco probable que haya sido él el responsable, otros pueden haber entrado con la excusa de ir con el mismo encargo.

—¿Qué encargo es ése?

—Piedras para las catapultas. Lisias me dijo que Arquímedes había enviado a su esclavo para que verificase dónde se encontraban las mejores piedras para la catapulta de tres talentos.

Hierón levantó la cabeza y miró a Dionisos con los ojos abiertos de par en par.

—¡Oh, dioses! —exclamó.

—¿Qué sucede? —preguntó el capitán, sorprendido—. Era el esclavo de Arquímedes… Lisias dijo que vuestro médico personal estaba allí y lo reconoció.

Hierón dio una palmada y enseguida apareció Agatón en el umbral.

—Coge a un grupo de soldados y corre a casa de Arquímedes —ordenó el rey—. Hay dos prisioneros fugados que podrían estar escondidos allí. Pon primero a la familia a salvo y luego registra toda la casa. Dile a Arquímedes que venga a verme. Si encuentras a su esclavo italiano, tráelo también, custodiado. ¡Date prisa! ¡Corre!

Agatón, perplejo, inclinó la cabeza y salió a toda prisa. Hierón se puso en pie y se mordió las uñas, ansioso.

—¡Señor! —exclamó Dionisos, consternado—. No pensaréis que Arquímedes…

—Ese esclavo suyo es latino, y estuvo en Egipto con él. Si Arquímedes quería piedras especiales para la catapulta de tres talentos, y yo no tengo noticia de que así sea, habría enviado a cualquier otro a buscarlas. Siempre ha procurado mantener a ese esclavo alejado de cualquier cosa estratégica.

—¿Cómo sabéis…? —empezó débilmente Dionisos.

—¡Porque lo he comprobado! El esclavo afirma ser samnita, pero es obvio que miente. Lleva trece años en Siracusa, es decir, desde la guerra pírrica, cuando centenares de latinos fueron esclavizados. Es probable que conociera a esos dos prisioneros y haya acordado ayudarlos a escapar si ellos lo ayudaban a volver a casa y a la libertad. ¡Por Heracles, espero estar equivocado! ¡Espero que no hallemos a Arquímedes con el cuello cortado, como ese pobre guardia!

—Anoche estuvo cenando conmigo en el Aretusa —dijo Dionisos en voz baja—. Yo… quería pedirle a su hermana en matrimonio. Lo dejé allí tocando la flauta con una muchacha. Eso sería más o menos una hora antes de la medianoche.

—¡Confío en que la chica lo mantuviera distraído hasta el amanecer! —dijo el rey, y volvió a sentarse.

—¿Por qué habría de conservar Arquímedes a un esclavo de cuya fidelidad sospechaba? —preguntó Dionisos.

—¡No seas estúpido! —dijo Hierón, impaciente—. Ese hombre lleva trece años sirviendo a la familia, y se lo llevó a Alejandría con él. ¡Es evidente que no lo considera desleal! Pero también es evidente que, por algún motivo, alberga sospechas sobre su nacionalidad, de modo que lo confinó a las tareas domésticas para evitarle cualquier crisis patriótica de conciencia. ¿Qué otra cosa podía hacer? —Se pasó la mano por la cara y miró de nuevo a Dionisos—. De todos modos, espero estar equivocado —repitió solemnemente.

Cuando los soldados llamaron a la puerta, hacía media hora que Marco estaba en casa. Nada más llegar, había guardado en su sitio la cesta con las cuerdas y se había puesto a realizar su primera tarea diaria: limpiar la letrina. Al oír el grito alarmado de Sosibia, que había salido a abrir, se quedó inmóvil un instante, escuchando; luego fue a lavarse las manos y salió al patio, donde empezaba a congregarse el resto de la familia.

Arquímedes, que acababa de despertar de un sueño profundo, bajó las escaleras a trompicones, pálido y resacoso, con la túnica negra arrugada por haber dormido con ella, y observó, mareado y perplejo, a Agatón y al capitán que comandaba el grupo. Entre ambos le explicaron que durante la noche habían huido dos prisioneros y que existía la posibilidad de que estuvieran escondidos en su casa.

—¿Dónde? —preguntó de mala gana—. No es una casa muy grande. Creo que habríamos advertido la presencia de dos romanos.

—El rey nos ha dado órdenes de que la registremos, señor —dijo el capitán—. Está preocupado por vuestra seguridad.

—¡Eso es ridículo! ¡Ya veis que aquí no hay nadie, excepto mi familia!

El capitán examinó los rostros de las personas reunidas en el patio, y luego miró de nuevo al desaliñado amo de la casa.

—Aun así, debo realizar el registro. Uno de vuestros esclavos puede quedarse para servirnos de guía, pero el resto de la familia debería ir a casa de algún vecino, para mantenerse fuera de peligro. Creedme, señor, tenemos órdenes estrictas de que no le pase nada a nadie.

—¡Por Zeus! —exclamó Arquímedes, disgustado.

—Estoy segura de que Eufanes no tendrá ningún problema en acogernos —intervino Arata desde la puerta del taller, cubierta con un manto que se había puesto a toda prisa. Filira estaba a su lado.

Arquímedes abrió la boca, dispuesto a replicar, pero Agatón le espetó, cortante:

—El rey desea que vayáis a hablar con él enseguida.

El joven lo miró airadamente.

—¡Por Apolo délico, qué arrogancia! —declaró—. ¡Primero saca a mi familia de nuestra propia casa y luego pretende que yo vaya corriendo en cuanto da una palmada! ¡Si Hierón cree que es mi amo, pronto haré que sepa lo equivocado que está!

Arata soltó un jadeo y se le cayó el velo. El mayordomo del rey, rojo de indignación, se irguió todo lo que pudo, pero su estatura no era nada impresionante.

Antes de que el hombrecillo pudiese hablar, Arquímedes volvió al ataque con rabia.

—¡Ésta es mi casa, y no os he pedido que entréis en ella! ¡Salid!

El capitán miró a Agatón en busca de instrucciones, pero el esclavo sólo era capaz de balbucear. Luego dirigió la vista de nuevo hacia a Arquímedes, recordó el gran respeto que sentía el rey hacia él y decidió que aquello exigía una conciliación.

—Señor —dijo—, entended que hacemos esto por vuestra seguridad, no por…

—El rey ha ordenado también que le llevemos a vuestro esclavo Marco —declaró Agatón, después de recuperar la voz.

—Eso es… —empezó Arquímedes, pero entonces se giró hacia Marco y se calló.

El rostro del esclavo, inexpresivo e inerte como el barro, le reveló de inmediato que la acusación implícita no carecía de fundamento. Lo miró durante un prolongado instante, horrorizado. El capitán siguió contando lo preocupado que estaba el rey por su seguridad.

Arquímedes levantó la mano, y entonces se produjo un repentino silencio, que se tornó más profundo, como una piedra que cae al vacío, cuando él y Marco se miraron.

—¿Están aquí? —preguntó finalmente el joven, rompiendo aquella quietud.

—No —respondió el esclavo entre dientes—. Dejadlos que registren la casa.

Arquímedes lo observó de nuevo un momento. Marco, al encontrarse con sus ojos, tuvo la sensación de que era la primera vez en su vida que recibía la plena atención de su amo; antes, aquella mirada se había fijado siempre en algo situado más allá de él, o a su lado, y sólo ahora todo el poder de la mente que había detrás de ella se cernía sobre él. Pensó que la abertura de una catapulta de tres talentos habría parecido menos imponente.

—¿Han estado aquí? —preguntó Arquímedes en voz baja.

Tras un momento de duda, Marco asintió.

—Anoche —musitó—. Estaban aquí cuando regresasteis de la cena. Permanecieron ocultos en el comedor hasta que todo volvió a estar en calma, pero ya se han ido. —Se enderezó y siguió hablando, por la familia y, especialmente, por la muchacha que lo observaba con expresión aturdida—. Uno de ellos es mi hermano. Lo ayudé porque sentí que era mi deber; pero primero le hice jurar que no haría daño a nadie de esta casa. Me pidió que huyera con él, pero me negué. No quería formar parte del ataque contra Siracusa. Estoy preparado para aceptar las consecuencias de lo que he hecho.

—¿Dónde se encuentran ahora? —preguntó el capitán.

—Fuera de la ciudad —respondió Marco, orgulloso—. A estas alturas ya han debido de llegar al campamento. Podéis buscar todo lo que queráis, pero no los encontraréis.

—Vendrás con nosotros, tal como ha ordenado el rey —dijo el capitán, y Marco inclinó al instante la cabeza en señal de conformidad.

—Yo… yo también iré —balbuceó Arquímedes con voz ronca. Atravesó el patio en dirección a su madre, la abrazó y la besó en la mejilla—. No te preocupes. Deja que los hombres registren la casa, pero permaneced todos aquí. No creo que tenga sentido ya molestar a Eufanes a estas horas de la mañana. Quédate y asegúrate de que no se llevan nada. Y no les permitas que se muestren insolentes. —Miró a Arata y luego al capitán, pero sus siguientes palabras estuvieron dirigidas al grupo entero de soldados—: No somos gente insignificante.

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