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Authors: Gillian Bradshaw

Tags: #Histórico

El contador de arena (34 page)

BOOK: El contador de arena
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Se produjo un nuevo silencio. Luego Cayo dijo, con resignación:

—Juro que no le haré ningún daño. Que los dioses y las diosas me destruyan si lo hago.

—Yo también lo juro —murmuró Fabio.

—Entonces venid cuando queráis —dijo Marco—. Os ayudaré en todo lo que esté en mis manos.

Capítulo 11

Arquímedes descubrió que era posible construir catapultas aun conociendo su finalidad. El truco consistía en ir paso a paso en cada fase de la construcción, concentrándose en las cuestiones técnicas, sin pensar en la utilidad última de la máquina.

No es que los problemas técnicos le supusieran un reto demasiado estimulante. La catapulta de tres talentos sólo exigía aumentar tres dedos el diámetro del calibre, lo que daba un aumento proporcional total de tres veinticincoavos, una cifra complicada para realizar los cálculos, pero no excesivamente difícil. Era consciente de que, de haberse sentido más feliz con su trabajo, habría inventado un nuevo sistema de pivotaje, pero el antiguo resultaba suficiente.

Lo que más le sorprendió fue ver el grado de entusiasmo que la construcción de la nueva máquina había suscitado entre el personal del taller. Incluido Eudaimon. El viejo ingeniero se acercó a él arrastrando los pies, tosió unas cuantas veces para aclararse la garganta y, de paso, llamar su atención, y le solicitó humildemente los planos de Salud, «pues el rey quiere que la copie». Arquímedes buscó sus apuntes y se los explicó por encima, mientras Eudaimon asentía con la cabeza y tomaba sus propias notas.

—Nunca imaginé que yo construiría una catapulta de dos talentos. ¡Haz que la siguiente sea otra belleza para mí, Arquimecánico! —dijo el viejo ingeniero, y salió alegremente, sujetando sus notas y dejando a Arquímedes sumido en un estado de perplejidad.

Parecía que el hecho de haber descubierto las intenciones del rey no bastaba para frenarlo en su propósito de retenerlo en la ciudad. Arquímedes no estaba seguro de qué hacer al respecto. Su reputación dependía ahora de si se marchaba a Alejandría o se quedaba en Siracusa. Ambas opciones tenían sus pros y sus contras, aunque no eran comparables. Hierón le resultaba interesante, mucho más que Ptolomeo, pero el Museo estaba en Alejandría. Su familia vivía en un lugar, y sus amigos más íntimos, en el otro. Y la imagen de Delia seguía entrometiéndose y confundiéndolo. Ella no le había enviado más notas para concertar una cita, y no sabía si debía sentirse destrozado o aliviado por ello. Con ese asunto estaba aún más perdido que con lo de Alejandría. Su instinto le decía que aplazara la decisión. Al fin y al cabo, no existía ninguna necesidad urgente de tomarla. Lo que sucediera con Delia estaba en manos de ella, y en lo referente a Alejandría, era evidente que no iba a abandonar Siracusa, su ciudad natal, con el enemigo a sus puertas. Aplazaría la decisión hasta que tuviera el tiempo y la energía suficientes para tomarla.

El problema era que los demás no parecían plantearse las cosas del mismo modo. Dos días después de que su hermano empezara a trabajar en la nueva catapulta, Filira recibió una invitación para ir a tocar música con la hermana del rey. La muchacha se dirigió a la mansión de la Ortigia un tanto recelosa ante tal concesión real, y cuando Arquímedes regresó a casa por la noche, se la encontró enfurecida, y a su madre con aspecto muy resuelto.

—¡Lo que en realidad quería la hermana del rey era hablar de ti! —exclamó Filira, indignada—. Y la reina, que estaba presente, ha dicho que Hierón ¡te ha prometido hacerte rico! Medión, ¿qué está sucediendo y por qué no nos has contado nada?

Arquímedes lanzó un grito sofocado y se excusó diciendo que no le había parecido el mejor momento, pues la casa seguía de luto y, además, había estado muy ocupado. Mientras pensaba qué más decir, cobró conciencia de que la verdadera razón por la que se había guardado para él las maquinaciones del rey era porque sabía que su madre y su hermana no querrían ir a Alejandría. Y como era posible que finalmente él decidiese también no ir, no tenía sentido pelearse con ellas por ese motivo. En cuanto a lo de Delia… seguro que eso no lo aprobarían.

—Hijo mío —dijo Arata, con una firmeza que resultaba mucho más difícil de afrontar que el enfado de Filira—, no deberías haber permitido que descubriéramos todas esas cosas a través de otros. Desde que llegaste de Alejandría, Hierón ha estado acosándote como un amante. Ha enviado gente a preguntar por ti, te ha invitado a su casa, te ha ofrecido grandes cantidades de dinero y te ha colmado de elogios, asegurándose de que los demás los oyeran…

—¡Le ha faltado escribir con tiza en las paredes «Arquímedes es bello»! —añadió acaloradamente Filira, pero se calló al ver la mirada de advertencia de su madre.

—¿Por qué no nos has contado nada? —prosiguió Arata—. ¿Lo has hecho para no preocuparnos?

—¡Lo siento! —exclamó Arquímedes sin saber qué decir—. Pero no, no hay motivo de preocupación. De haberlo habido, os lo habría dicho.

—¿Qué quiere el rey de ti?

—¡Sólo que construya máquinas para él! Resulta que algunas de las cosas que he estado haciendo y que yo consideraba evidentes son cosas nuevas, y el rey piensa… Bueno, ya sabes, nadie había fabricado nunca una catapulta de tres talentos, ni un sistema de poleas compuestas, ni un tornillo elevador. De modo que me imagino que Hierón tiene razón.

—Pero todo esto empezó antes de que construyeras nada —dijo Arata, recelosa.

—Bueno, sí. Hierón es un hombre muy inteligente. Conoce la importancia que tienen las matemáticas en la construcción de máquinas, y enseguida se dio cuenta de mis cualidades. Supongo que me pidió aquella demostración sobre todo para comprobarlo. Es un buen rey, y sabe el papel que tienen las obras de ingeniería en la seguridad y la prosperidad de las ciudades. De modo que quiere que trabaje para él, y a cambio me ha prometido riqueza y honor. Eso es todo. No hay nada por lo que preocuparse.

Arata miró a su hijo sin alterarse.

—Eso no es todo —concluyó.

Siempre había sabido cuándo su hijo intentaba engañarla: pucheros rotos, el mortero de la cocina que desaparecía o los pesos del telar que tomaba prestados para construir alguna máquina. .. y luego decía que no los había tocado. Arquímedes suspiró y levantó las manos en un gesto que insinuaba su rendición.

—Quiere retenerme en Siracusa. La otra noche le hice la misma pregunta que acabas de hacerme tú y admitió que había estado divulgando deliberadamente mis méritos para dificultar mi marcha. Cree que, tarde o temprano, Ptolomeo me ofrecerá riqueza, honor y un puesto en el Museo.

Se produjo un prolongado silencio. El rostro de Arata fue subiendo de color.

—¿Tan bueno eres? —preguntó por fin, casi sin aliento de lo orgullosa que se sentía. ¿Tan bueno que los reyes se disputaban sus servicios?

—Sí —afirmó Arquímedes—. Al menos, eso es lo que piensa Hierón. Yo no puedo opinar al respecto. Las poleas compuestas siguen pareciéndome algo evidente. Estoy seguro de que al menos a Ktesibios se le habría ocurrido.

Filira estaba también sofocada, pero en su caso no era de orgullo.

—¡No pretenderás volver a Alejandría! —exclamó.

—No lo sé. No iré a ninguna parte hasta que la guerra haya terminado. ¿Por qué preocuparse por eso ahora?

Su intento de esquivar el tema estaba condenado al fracaso. Filira no parecía dispuesta a permitírselo. Ella no quería ir a Alejandría; más aún, creía que si en realidad su hermano era tan bueno como pensaba el rey, tampoco él debería ir. Dijo que sería una traición a Siracusa, y el hecho de que Arquímedes le objetara que eso era precisamente lo que Hierón pretendía que ella le dijera no cambiaba en absoluto las cosas. Ella amaba a su ciudad y le irritaba la idea de que él pudiera plantearse abandonarla.

Arata, deseando aplazar una discusión que probablemente no conduciría a ningún lado, fue más comedida, pero dejó claro que ella tampoco quería irse de Siracusa. La sugerencia de Arquímedes de que, llegado el momento, Filira podría casarse con un siracusano y Arata podría vivir con ella no apaciguó a ninguna de las dos. Ambas pensaban que no sería bueno para él marcharse.

La pelea llegó a su conclusión gracias a la diplomática sugerencia de Arata de que fueran a cenar, pero resurgió en cuanto hubieron acabado los postres. En señal de paz, decidieron tocar un poco de música juntos, pero Filira, mientras afinaba el laúd, le dijo a su hermano:

—A la hermana del rey le encanta cómo tocas la flauta. —Y luego observó que el rostro de Arquímedes se iluminaba de placer—. ¡Oh, Medión! —espetó, como si algo más acabara de cobrar sentido—. No irás a decirme que a ella también le interesa la ingeniería…

—No —negó—. Le interesa el aulos. Toca muy bien, ¿verdad?

—¿Cuándo la has oído tocar?

—En la residencia del rey. Estaba en el jardín y…

Filira se levantó de un salto, sujetando la lira como si pretendiera golpearlo con ella.

—¡Tampoco has mencionado eso nunca! ¡Haces cosas que lo cambian todo para nosotras y ni siquiera se te ocurre pensar que tenemos derecho a saberlas!

—¡Yo no he hecho nada! —protestó débilmente Arquímedes—. ¡Sólo he hablado con Delia unas cuantas veces!

—¡Delia! ¡Por Zeus! ¿Y por qué no dejaba de preguntar cosas sobre ti?

Arata miró a su hijo, preocupada y sorprendida.

—¡Medión! —exclamó—. No querrás decir que la hermana del rey…

Arquímedes salió corriendo hacia su cuarto y se refugió en sus cálculos con el ábaco.

Cuando, a la noche siguiente, recibió la invitación de Dionisos para salir a cenar, se sintió aliviado: era una vía de escape a las preguntas de casa. Pero resultó que también Dionisos quería hablar sobre Alejandría… y sobre Filira.

—Siento sacar a relucir este tema en un momento tan delicado —se disculpó el capitán cuando ambos estaban reclinados junto a una mesa del Aretusa—. Sé que tu hogar sigue de luto y, además, está la guerra. Pero me han dicho que estás pensando en casar a tu hermana con un alejandrino y he creído conveniente presentarte mi oferta antes de que fuera demasiado tarde.

Arquímedes se atragantó con un bocado de atún, y tuvieron que darle golpes en la espalda y llevarle un vaso de agua. Cuando hubo recuperado la respiración, el capitán le dijo muy en serio que su deber era permanecer en Siracusa.

—No pretendo decirte con quién debe casarse tu hermana, naturalmente —prosiguió—. Pero como ciudadano fiel, debo recomendarte que no abandones nuestra amada ciudad. El rey…

—¿Quién te ha contado que estaba pensando en casar a mi hermana con un alejandrino? —lo interrumpió Arquímedes.

Dionisos se quedó estupefacto.

—Creo que tu esclavo se lo mencionó a uno de mis hombres. ¿No es verdad?

—Nunca ha habido ningún alejandrino —dijo Arquímedes, dudoso—. Mi amigo Conón y yo hablábamos a veces de la posibilidad de convertirnos en cuñados. Pero él es samnita. Y desde luego nunca comenté nada de eso en casa. ¡Oh, por todos los dioses, no vayas difundiéndolo por ahí! Ya tengo bastantes problemas con mi hermana. Si oye decir que estaba intentando casarla con un extranjero sin consultárselo, me romperá la crisma con su cítara. ¿Estás diciendo de verdad que quieres convertirte en su marido?

Parecía que así era. Dionisos empezó a enumerar sus aptitudes: su rango, sus perspectivas, sus propiedades. Pidió disculpas por carecer de buena cuna. Había ido ascendiendo en el ejército, y no se había planteado casarse hasta que su reciente ascenso le había otorgado la clase necesaria para poder aspirar a un buen matrimonio. Había adquirido unas tierras en el sur y el tercio de un barco mercante, y tenía todas sus esperanzas depositadas en que después de la guerra todo le iría muy bien. Estaba bien considerado por el rey y era respetado en el ejército. Se había fijado en Filira en casa de Arquímedes, y luego el día de la demostración, y la encontraba encantadora. Además, a él siempre le había gustado la música y quería casarse con una mujer con la que pudiera compartir su afición. Naturalmente, si tenía la suerte de conseguirla, la trataría con todo el respeto que se debía a la hermana de un hombre como Arquímedes.

Éste lo escuchó, boquiabierto. La idea de que Filira se casara le resultaba increíble, y más aún que fuera él quien tuviese que decidir con quién. Suponía que la muchacha estaba en edad de contraer matrimonio, y él era ahora el cabeza de familia, pero aun así seguía pareciéndole increíble. Las fantasías con su amigo Conón no lo habían preparado para aquel momento. ¡Y, además, con Dionisos! Le gustaba: era una buena compañía, inteligente, capaz, tenía buena voz, y estaba seguro de que lo que decía sobre sus perspectivas era cierto. Pero ¿quería a un hombre así como cuñado? ¿Y si se equivocaba y convertía a Filira en una desgraciada? ¿Cómo podía tomar una decisión así?

—No puedo darte una respuesta ahora mismo —dijo, una vez que el capitán hubo acabado su discurso—. Como muy bien has dicho, nuestra casa está de luto. No estaría bien que mi hermana se casase con el cabello todavía corto por el funeral de nuestro padre.

—Por supuesto —admitió Dionisos rápidamente—. Pero ¿y después?

—Tengo que pensarlo.

Se quedó inmóvil un instante, intentando imaginarse cómo reaccionarían ante la noticia su madre y su hermana. Arata consideraría que el capitán de la guarnición de la Ortigia era un buen partido, aunque desearía conocerlo antes de dar su beneplácito. Filira, por su parte, sería presa de la emoción, no porque tuviera ganas de irse de casa, sino por el hecho de que un hombre como aquél la pretendiera. Creía que ella valoraría la propuesta y querría saber más cosas sobre Dionisos. Tropezó con la mirada ansiosa del capitán y declaró de repente:

—Ignoro qué opinas tú de las mujeres, pero yo siempre las he considerado tan capaces como los hombres, al menos en las cuestiones cotidianas. Mi hermana es una joven con ideas propias. Ella y mi madre son mucho mejores que yo en lo que a asuntos prácticos se refiere, de modo que lo consultaré con ellas antes de responderte. No sé qué piensas de todo esto…

No apartó los ojos de los de Dionisos. Muchos hombres encontrarían deplorable permitir que las mujeres de la casa tomasen sus propias decisiones. Era consciente de que estaba poniendo a prueba al capitán, y se preguntó si la superaría.

Dionisos, soldado capaz y oficial experimentado, se puso rojo.

—Cuando vi a tu hermana en la demostración, enseguida pensé que sería de ese tipo de mujeres —murmuró—. Parecía llena de confianza y feliz. Dile a ella y a tu madre que… les mando mis más respetuosos saludos.

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