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Authors: Gillian Bradshaw

Tags: #Histórico

El contador de arena (15 page)

BOOK: El contador de arena
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No se planteaba en serio que pudiese haber algo entre él y la hermana del rey. Pero, de hecho, no se planteaba nada: vivía el presente e intentaba no pensar en el futuro, que presentaba, en el mejor de los casos, una vida llena de trabajo, y en el peor, los horrores de la derrota en la guerra. Delia era una muchacha bonita e inteligente, lo había hecho reír y tocaba muy bien el aulos. Ese día volvería a verla y le daría un regalo: ¿qué más podía pedir? Empezó a silbar una vieja canción sin parar de caminar, dejando que las palabras le corrieran por la cabeza:

Afrodita, con tu vestido de brillantes y variados matices,

hija de las artimañas de Zeus, dama inmortal:

mi alma sucumbió con dolor y cariño.

¡No me destroces!

Ven en cambio otra vez a mí, como siempre, deseada.

Tuviste en cuenta mi oración

y abandonaste la casa de tu padre como te pedí

para salvarme.

Pusiste en tu carro el yugo dorado, toda belleza.

Veloces gorriones recorrieron la negra tierra,

batiendo sus alas en el aire

desde el cielo…

… para preguntar qué es lo que anhelará ahora mi loco

corazón.

¿A quién te traeré para amarte?

Llegó a la casa y dejó de silbar mientras subía los últimos escalones que conducían al porche y a la puerta. Se ajustó el manto debidamente, el nuevo manto amarillo, limpio por fin de carbonilla, respiró hondo y llamó.

El mayordomo abrió enseguida y lo inspeccionó con su habitual expresión reprobatoria.

—¿Qué os trae por aquí? —espetó.

—He venido a decirle al regente que la catapulta está terminada —respondió, triunfante.

—¡Oh! —dijo Agatón—. El regente ha salido. Le daré vuestro mensaje cuando vuelva a casa.

Arquímedes permaneció inmóvil en el umbral de la puerta, sofocado e incómodo. Había imaginado que sería recibido como un general victorioso, y se dio cuenta de lo estúpido que había sido. La catapulta de un talento era, al fin y al cabo, sólo una más entre los centenares de ellas que poseía la ciudad, y todas las catapultas de Siracusa no eran más que una pequeña parte de las responsabilidades del regente. ¡Estúpido! Aun así, como consecuencia de cierta lealtad confusa hacia su máquina y hacia el taller que la había fabricado, tartamudeó:

—¿Podrías decirme dónde se encuentra el regente o cuándo es probable que esté de regreso?

Agatón levantó las cejas.

—No —dijo sin alterarse. Luego, ablandando un poco el tono, explicó—: Anoche recibió un mensaje del rey. Hemos obtenido una victoria sobre los romanos en Mesana, por lo que el rey Hierón está levantando el sitio para regresar a Siracusa. Debería estar de vuelta mañana. Lo más probable es que el regente esté muy ocupado hasta entonces. Le daré vuestro mensaje en cuanto pueda.

—¡Oh! —exclamó Arquímedes, pestañeando estúpidamente e intentando comprender.

¡Siracusa había derrotado a los romanos en Mesana! ¿Estaría de verdad ganando la guerra? ¡Gracias a todos los dioses! Pero si Siracusa había ganado, ¿por qué levantar el sitio de Mesana y volver a casa? ¿No era lo habitual, cuando se ganaba, seguir presionando y tomar la ciudad?

Miró con sorpresa a Agatón, pero algo en el rostro del hombre le impidió pedir más explicaciones. Lo que hizo, en cambio, fue retomar, confuso, el tema que lo había llevado hasta allí.

—Yo, bueno, espero que puedas comunicárselo pronto a Leptines —dijo, impaciente—. Es que la catapulta… ocupa mucho espacio en el taller. Necesitamos ponerla en otro lado, y no sabemos dónde. Además, no me pagarán y no podré empezar otra hasta que se vea que funciona.

—Se lo diré al regente tan pronto como pueda —afirmó el mayordomo; luego se apoyó en la jamba de la puerta, se cruzó de brazos y miró a Arquímedes con cinismo—. ¿Y…? —inquirió, expectante.

El joven se humedeció los labios, preguntándose cómo sabía aquel hombre que quería algo más, y cómo decírselo sin parecer irrespetuoso. Acarició el paquete que seguía entre los pliegues de su manto.

—Yo… bueno… —empezó, nervioso—. La última vez que estuve aquí… me lastimé el ojo, y la hermana del rey tuvo la amabilidad de darme la cinta de cuero que utiliza para tocar el aulos, empapada en agua, para que me la pusiera en el ojo. Quería devolvérsela y darle las gracias por su amabilidad. —Sacó el paquete, un bultito envuelto en una hoja de papiro, y se lo mostró a Agatón.

El hombre lo miró, inexpresivo, dudando si acceder a la petición: la perspectiva de ver derrumbarse la cara llena de esperanza de aquel joven era tentadora. Pero resolvió no hacerlo. Se había sentido profundamente impresionado por lo que Epimeles le había contado acerca de las habilidades de aquel muchacho, aunque toda su admiración era para Delia, su descubridora. También Hierón tenía esa capacidad para detectar a los hombres de talento, y a Agatón le maravillaba ese don. Decidió que Delia se merecía saber qué tal iba su descubrimiento.

—Muy bien —dijo con indulgencia—. Seguidme.

Condujo al visitante a través de la sala de espera y llegaron al jardín de la fuente, donde le ordenó que aguardase. El jardín comunicaba con la zona reservada a las mujeres, y los hombres que no pertenecían a la familia no tenían permiso para pasar. Agatón desapareció en el interior de la casa.

Arquímedes se quedó esperando junto a la fuente. Era un día caluroso. El manto amarillo le picaba, y se sentía incómodo dentro de él, incluso en la penumbra del jardín. Se rascó subrepticiamente, luego se acercó a la fuente y se echó un poco de agua en la cara. En cuanto oyó pasos en la columnata, levantó la vista, con la cara chorreando, y vio que Delia avanzaba hacia él, seguida por dos mujeres y un niño. Una de las acompañantes iba vestida con la sencilla respetabilidad de una esclava, pero la otra, una hermosa dama de unos treinta años, lucía una túnica larga de púrpura y oro, y llevaba el cabello recogido sobre la cabeza y sujeto con la diadema real.

Arquímedes tenía pensado lo que iba a decir cuando Delia apareciera, pero la visión de la mujer vestida de púrpura le borró el discurso de la cabeza, y se quedó mirándolas como un tonto. No era tan ingenuo como para suponer que le permitirían hablar de nuevo a solas con la hermana del rey, pero tampoco la esperaba con una reina como carabina. Aturdido, reflexionó que era natural que una persona así acompañara a Delia. Al fin y al cabo, eran cuñadas, y no era de extrañar que pasaran mucho tiempo juntas. Sin embargo, al ver a su flautista escoltada por una diadema real, comprendió de repente lo idiota que había sido al pensar en ella como lo había hecho.

Entonces Delia sonrió, y él volvió a pensar en ella del mismo modo.

—¡Salud, Arquímedes, hijo de Fidias! —dijo, afablemente—. Agatón me ha dicho que querías darme las gracias por algo.

Él recordó el discurso que había preparado para reproducirlo palabra por palabra —ella misma acababa de darle la entrada—, pero, nervioso, lo dejó correr.

—Yo… Estropeasteis vuestra cinta para las mejillas cuando me la disteis… quiero decir, cuando la mojasteis. Yo… —Era como si la garganta se le hubiese obturado, así que abandonó por completo y simplemente le ofreció el paquetito envuelto en papiro.

La reina lo observó, divertida. El pequeño, de unos cinco años, lo miró con el descaro propio de un niño de esa edad. Pero Delia cogió el paquete con expresión de sorpresa, lo abrió y mantuvo en alto las dos cintas. La vieja estaba algo descolorida por el agua, no, muy descolorida en realidad; la nueva era la de mejor calidad que él había podido comprar: resistente, suave, cómoda de llevar y decorada en el lado exterior con un estampado en azul.

—Muy amable por tu parte —dijo Delia, sinceramente agradecida.

Su vieja cinta de cuero era la única sencilla que tenía. Por supuesto, disponía de muchas otras, con grabados y bordados, pero éstos siempre picaban y los grabados se le clavaban en las mejillas cuando soplaba fuerte y acababan distrayéndola. Aquélla era una cinta elegida por un aulista. Le dedicó a Arquímedes una cálida mirada. «Esta mañana va visiblemente menos sucio y desaliñado», pensó para sus adentros. De hecho, mostraba un buen aspecto; el amarillo le sentaba bien. Tenía unos bonitos ojos, de color castaño claro, y una cara agradable, de rasgos pronunciados y expresiva.

—No podía permitir que perdierais nada por mi culpa, señora —dijo él, recuperándose un poco—. Gracias por prestármela.

—¿Está mejor el ojo? —Vio que sí, aunque el morado persistía en los párpados y en el blanco del ojo destacaba una llamativa mancha roja.

—Bastante mejor, gracias —respondió. Luego tragó saliva y cayó en un incómodo silencio.

Delia intuyó que su cuñada se disponía a iniciar una conversación trivial. Al anunciarles Agatón la visita del joven, ella le había contado a la reina que se trataba del ingeniero de catapultas que sabía tocar el aulos, con quien había intercambiado unas palabras sobre flautas en la otra ocasión en que había estado en la casa. Y en aquel momento, Filistis estaba preparándose para realizar algún comentario sobre flautas… seguro que sería sobre flautas, pues no le gustaban las máquinas de guerra.

Pero el pequeño se le adelantó.

—Delia dice que fabricas catapultas —soltó de repente, en un tono que parecía acusador.

Arquímedes pestañeó. El niño poseía los mismos ojos de color avellana de la reina. Era sabido que Hierón tenía un hijo, Gelón. Aquel pequeño mofletudo era sin duda ese hijo, que con el tiempo se convertiría en el próximo tirano de Siracusa, de no intervenir los romanos o la democracia.

—Sí —respondió cortés—. Acabo de terminar una.

—Me gustan las catapultas —dijo enseguida Gelón, y Arquímedes comprendió que el tono aparentemente acusador que había empleado el pequeño se debía en realidad al simple interés—. ¿Es grande? ¿Dispara piedras o flechas? ¿Qué distancia alcanza?

—Lanza piedras de un talento —respondió Arquímedes—. Es mayor que cualquier otra que haya en estos momentos en la ciudad, aunque el ejército tiene otra igual de grande. No sé exactamente qué distancia alcanza, porque todavía no la hemos probado. He venido a preguntarle al reg… a vuestro abuelo cuándo y dónde quiere que realice las pruebas.

—¿Cuánto pesa un talento? —preguntó Gelón.

—Más que tú, pequeño —contestó la reina—. ¡Y ya basta de catapultas!

—¡Eso es mucho! —dijo el niño, encantado, sin hacer caso a su madre—. Si hubiera algo blando donde aterrizar, podrías lanzarme desde esa catapulta. ¡Volaría por el aire como un pájaro!

La esclava, evidentemente su aya, se mordió la lengua, horrorizada.

—¡Que los dioses nos libren! —exclamó—. ¡Os mataríais, corderito!

—¡No veo cómo podría matarme volando! —replicó Gelón, indignado.

—No mientras volarais —le explicó Arquímedes—, pero la catapulta es un arma arrojadiza. Pensadlo bien. Una catapulta de un talento dispara un peso de treinta kilos a ciento veinte o ciento cincuenta metros de distancia, y se supone que el proyectil debe impactar con la fuerza suficiente como para derribar muros de piedra y casas. ¡Pensad en lo que la piedra debe de sentir al ser lanzada!

Gelón fue abriendo los ojos a medida que iba reflexionando. Luego sonrió, admirado.

—¡Debe de ser una buena catapulta! —dijo.

Arquímedes le devolvió la sonrisa. Habría preferido que aquellas palabras fuesen de Delia, pero eran perfectamente aceptables por parte del niño.

—Eso creo. Y el capataz del taller también lo cree. Al menos ha dicho que era la mejor que había visto nunca.

Delia se sentía complacida. Agatón le había contado por encima la opinión de Epimeles, pero se alegraba de oír la confirmación. Y la aliviaba no tener que preguntar por la catapulta. Por más que su interés por aquel joven fuera abstracto e inocente, el interés de un gobernante por un servidor del Estado potencialmente valioso, la gente que la rodeaba nunca lo creería. Todos daban por sentado que lo único en que pensaban las chicas de su edad era en el amor.

—¡Aplastará a los romanos! —se regodeó Gelón. Y se golpeó la palma de la mano con el puño.

Arquímedes volvió a sonreír.

—¡Eso espero!

—Aunque mi padre ya los ha aplastado —aseguró el niño de manera contundente—. ¿Te has enterado? Pero espero que tengamos la oportunidad de aplastarlos otra vez antes de que acabe la guerra.

—¡Gelón, ya basta! —le reprendió con firmeza la reina—. Caramba, qué calor. Demasiado para estar hablando de la guerra. Arquímedes, hijo de Fidias, me ha dicho mi cuñada que tocas el aulos. A lo mejor, mientras esperas a mi padre, te gustaría entretenernos con un poco de música para pasar el tiempo.

Arquímedes pestañeó otra vez. Si el tirano de Siracusa había obtenido una victoria, ¿por qué su esposa no quería hablar de ello? Sin embargo, inclinó la cabeza y dijo:

—Me encantaría tocar para vos, dama Filistis. —Normalmente, nunca se mencionaba el nombre de las mujeres nobles, pero Hierón había realizado ofrendas a los dioses en compañía de su esposa, y cuando un nombre quedaba inscrito en los templos, no era incorrecto pronunciarlo—. Pero no he traído conmigo las flautas.

—Melaina, ve y trae dos juegos de aulos —le ordenó Delia al aya, chasqueando los dedos. Era obvio que prefería la música a la charla intrascendente—. Podríamos interpretar un dúo —le propuso a Arquímedes, sonriéndole.

Él le devolvió la sonrisa. Gelón, que a buen seguro prefería seguir hablando de catapultas, viendo que los adultos no iban a complacerlo, emitió un gruñido de insatisfacción y salió corriendo hacia un rincón del jardín donde estaba excavando un interesante agujero bajo los arbustos.

Cuando Melaina regresó con los dos conjuntos de aulos, Arquímedes colocó las lengüetas en las boquillas de su par y probó las varas. Le habían correspondido un barítono y un bajo, seguramente porque los instrumentos de tono más bajo se consideraban más adecuados para los hombres; Delia tenía un alto y un tenor. En realidad, a él le gustaban más los aulos de tono medio alto, pero la digitación era la misma. Miró a Delia, y vio con satisfacción que estaba colocándose la cinta para las mejillas que él le había regalado. Sonrió, y ella le lanzó su vieja cinta de cuero junto con otra sonrisa.

—Ten. Puedes quedártela un poco más.

Arquímedes murmuró unas palabras de agradecimiento y se la puso. Recordó cuando tocaba el aulos para aquella mujer de Alejandría. Ella lo oyó tocar en una fiesta ofrecida por un amigo suyo y al día siguiente le envió una invitación perfumada para que fuese a su casa. Podía invitar a su casa a quien le apeteciese, pues era una cortesana… una de las legendarias cortesanas de Alejandría, las mujeres que rivalizaban en belleza con las diosas. Él imaginaba que lo despediría tan pronto como se diese cuenta de que no era rico. Pero no fue así. Al menos durante un tiempo. Y cuando finalmente lo despidió, lo hizo con mucha delicadeza:

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