La sonrisa de Hierón se tornó más amplia.
—Me gustará ver eso —dijo—. Pero ahora comprobemos cómo dispara. Antes de pagarte, quiero asegurarme de que funciona, ¿no era ése el acuerdo?
Hizo un ademán en dirección al capitán del fuerte, quien, a su vez, dio una señal a los soldados. Durante la mañana habían preparado la munición y se dispusieron a cargar una piedra de treinta kilos. La cuerda de la catapulta empezó a enrollarse con su terrible gemido para que el proyectil pudiera ser colocado en su debido lugar.
Arquímedes pestañeó: aquel gemido era distinto del que la máquina hacía en el taller… más bajo, más disonante.
—¡Esperad! —exclamó.
Se acercó a uno de los lados del artefacto y palpó la sólida masa de cabello retorcido que formaba las cuerdas: emitía un sonido hueco. Se sumergió bajo la enorme nariz alzada de la catapulta y palpó las cuerdas del otro lado. Otro sonido hueco, pero más profundo.
—¡Se han desafinado! —gritó, horrorizado. La noche anterior estaban bien.
Entre el séquito del rey se propagó un murmullo de insatisfacción. Arquímedes deslizó hacia atrás con cuidado el arco de la catapulta para poder reajustar la tensión de las cuerdas. Luego trepó por el tronco, ascendió por la vara hasta el peritrete y extrajo el tapón de bronce que protegía la parte superior del conjunto de cuerdas que había producido el sonido más bajo. Las cuerdas de las catapultas se retorcían sobre un travesaño que posteriormente se fijaba en una abrazadera mediante cuñas; el aparejo parecía estar bien, pero cuando volvió a pulsar los dos conjuntos de cuerdas, la diferencia del tono fue incluso más marcada. Alguien le entregó el pesado aparejo para enrollar la cuerda, compuesto por un torno y una manivela, y Arquímedes lo encajó en el travesaño sin mirar quién se lo daba. Aferrándose con una pierna al bastidor para no caerse, retorció las cuerdas, las sujetó bien y le hizo una señal a Elimo para que pulsara las del otro lado. Una vez más, la nota profunda; probó de nuevo… pero seguían emitiendo un tono demasiado bajo y, lo que era peor, la nota iba en descenso; algo raro sucedía allí. Frunció el entrecejo y verificó las cuñas; estaban en orden. Pulsó otra vez las cuerdas, y la nota cayó todavía más.
Miró a su alrededor en busca del rey y vio que estaba justo debajo: era él quien le había pasado el aparejo. Arquímedes volvió a sonrojarse. Ya era malo que su catapulta no funcionase como debía, pero era mucho peor que fallara delante del rey, y peor aún que éste entendiese de catapultas.
—Lo siento, señor —se lamentó, destrozado—. Creo que en el sistema inferior se ha estropeado alguna cosa. La tensión se pierde. Tendré que sacar las cuerdas y ver qué es lo que ocurre.
Alguien rió entre dientes. Arquímedes miró a su alrededor y se percató de que había sido Eudaimon.
Hierón, simplemente, pareció compadecerse de él.
—Muy bien. Hazlo.
—Me llevará cerca de una hora —tartamudeó, compungido.
—No importa —dijo el rey con alegría—. De todos modos, tenía pensado parar a comer algo. Vuelve a ponerle el cordaje y la probaremos después.
—¡Señor! —exclamó Eudaimon—. La catapulta no funciona. ¿De verdad queréis perder más tiempo con ella?
Hierón lo miró con una amplia sonrisa.
—Hijo de Calicles, no me creas tan ignorante en cuanto a catapultas —dijo—. Cualquier máquina de éstas puede desajustarse, y como aún no hemos podido dispararla, no sabemos si lanza torcido, lo que, naturalmente, habría sucedido de haberla disparado estando desajustada. ¿No es una suerte que el joven Arquímedes tenga tan buen oído para los tonos? La mayoría de la gente no se habría dado cuenta de la existencia del problema hasta que hubiera sido demasiado tarde. Y en ese caso, habría sido una doble desgracia, puesto que él habría sido despedido, ¿verdad? Aunque quizá eso te habría agradado…
Eudaimon, por algún motivo que Arquímedes no alcanzaba a comprender, palideció. Y Elimo también. Arquímedes, por el contrario, seguía rojo de vergüenza, y demasiado azorado como para preocuparse por ellos. Empezó a tirar de las cuñas para alcanzar las cuerdas.
—Yo te ayudaré —se ofreció de pronto Eudaimon.
—No —dijo Hierón, sin dejar de sonreír—. Mejor que no. Calipo, quédate tú con él e infórmame si encontráis alguna cosa. Eudaimon, ven conmigo y explícame por qué en las murallas tenemos tantas lanzadoras de flechas y tan pocas de piedras.
Chasqueó los dedos, y descendió con su séquito por las escaleras, mientras el capitán del fuerte se adelantaba para disponer la comida.
Calipo los vio marchar, adoptando un aire de solemnidad, y luego se volvió hacia Arquímedes.
—¡Que le informe si encuentro alguna cosa! —exclamó—. ¿Qué se supone que tengo que encontrar?
Arquímedes estaba enredado con las cuerdas de la catapulta.
—¿Qué? —dijo, ensimismado.
Calipo lo miró, y viendo que era inútil decirle nada, se puso a ayudarlo.
Cuando el amasijo de cabello castaño y negro quedó completamente desenrollado, cayó de entre los mechones una pieza de metal de la longitud de una mano que tintineó al chocar contra el entarimado de madera. Calipo la cogió: era una cuchilla de afeitar.
—¡Por Zeus! —murmuró el ingeniero jefe.
Escudriñó con detalle la maraña de pelo y encontró el lugar donde había estado alojada la cuchilla. Algunas de las cuerdas ya estaban dañadas, pero la mayoría se habría cortado en cuanto el arco tensado las hubiese empujado contra el filo. Una trampa sutil, concebida para no ser detectada hasta que fuera demasiado tarde.
Arquímedes miró un instante la cuchilla y luego a Marco, con una mezcla de incredulidad y acusación. No se le ocurría nadie más que pudiera querer estropear una catapulta siracusana. Pero Marco también miraba con rabia la cuchilla.
Un tremendo gemido rompió el silencio. Elimo se echó a los pies de Arquímedes.
—¡Oh, señor! —gritó—. ¡Debió de hacerlo anoche, mientras yo dormía! Estaba tan cansado que ni me enteré.
El rostro de Marco se ensombreció de pronto.
—¡Cansado! ¡Lo que estabas era borracho, desgraciado! ¡No te habrías enterado ni aunque la hubieran emprendido a hachazos con la máquina!
Elimo lloriqueó.
—¡Estaba agotado! Estuvimos todo el día trabajando para montarla. Por favor, señor —rogó, volviéndose hacia Arquímedes—, preguntadle a Epimeles. Hice lo que él me dijo, que durmiera toda la noche al lado de la catapulta… pero ya sabéis lo rendido que estaba.
—No lo entiendo —dijo Arquímedes—. ¿Me estás diciendo que Epimeles esperaba que alguien saboteara mi catapulta?
—¡Yo no sé nada! —gritó Elimo, histérico, percatándose de que había hablado demasiado. En el caso de que se produjese una investigación judicial sobre el incidente, era posible que lo torturasen. La ley rara vez confiaba en el testimonio de los esclavos sin haberlos forzado a hablar previamente—. Yo sólo hice lo que me dijo Epimeles, ¡eso es todo!
Arquímedes lo miró, estupefacto, pensando en lo que habría sucedido de fallar la catapulta. Sólo las cuerdas costarían treinta dracmas, más la madera, roble de Épiro, importada, a tres dracmas el metro… y luego estaba el bronce, y el hierro. Se imaginaba regresando a casa y explicando a su familia no sólo que se había quedado sin trabajo, sino que, además, se habían esfumado todos sus ahorros, justo en el momento en que era posible que la ciudad tuviese que enfrentarse a un sitio.
—¡Por Apolo délico! —exclamó, sentándose sobre el tronco de la catapulta.
—Iré a enseñársela al rey —dijo Calipo, sopesando la cuchilla, y luego se dirigió a Elimo—: Y tú, ven conmigo.
Elimo volvió a gemir y gateó hasta los pies Arquímedes.
—¡Por favor, señor! —suplicó—. ¡No dejéis que me azoten!
El joven se recuperó un poco y se levantó de un brinco.
—¡Déjalo!
Calipo lo miró de soslayo. Arquímedes respiró hondo y dijo:
—Todavía no sabemos si la catapulta funciona. De no ser así, no tiene ningún sentido preocuparse por la cuchilla, ¿no es cierto? Además, necesito la ayuda de este hombre para instalar las cuerdas de nuevo.
Calipo siguió mirándolo de soslayo.
—Por otra parte, es el rey quien debe decidir si desea hablar o no con Elimo —insistió Arquímedes.
Calipo renegó entre dientes, pero asintió y descendió las escaleras con paso majestuoso, sujetando con cautela la cuchilla entre los dedos índice y pulgar.
Elimo soltó un prolongado suspiro de alivio, pero antes de que pudiese decir nada, Marco se acercó a él y le dio un bofetón tan fuerte que rodó por el suelo.
—Entre mi gente —dijo Marco en un tono de voz bajo y amedrentador—, un centinela que cae dormido estando de guardia es apaleado hasta la muerte por aquellos hombres cuyas vidas ha puesto en peligro. ¡Te mereces ser golpeado hasta quedar sin sentido! ¿Sabes el precio que tendríamos que pagar si este monstruo no funcionase?
—¡Marco! —gritó Arquímedes—. ¡Déjalo! Ahora debemos ocuparnos de ensartar las cuerdas en la catapulta.
Se puso en pie y empezó a verificar el aceitoso cabello para ver cuánto podía salvarse.
Cuando, cerca de media hora después, reaparecieron el rey y su séquito, se encontraron con la máquina recompuesta y con Arquímedes afinándola.
El rey Hierón parecía tan entusiasmado e interesado como antes, pero esa vez no lo acompañaba Eudaimon. Nadie dijo nada sobre la ausencia del constructor, y tampoco sobre la cuchilla. Arquímedes terminó de enrollar las cuerdas y comprobó que los dos brazos de la catapulta tuviesen la misma tensión. Luego elevaron una vez más la enorme máquina y la apuntaron hacia su objetivo. Tensaron la cuerda y colocaron con cuidado el proyectil en su lugar. Todo el mundo se situó lejos del alcance de los inmensos brazos, que se habían replegado hasta quedar casi en paralelo con la vara. Hierón miró una vez más por el orificio situado en el extremo del tronco y soltó el gatillo.
Bienvenida emitió un aullido profundo, un sonido compuesto por el grito hueco de las cuerdas, el rugido de la piedra al deslizarse por la vara y el aplastante crujido de los brazos al golpear las taloneras. El proyectil salió disparado a tal velocidad que resultó imposible seguirlo con la vista, pero cuando los espectadores se desplazaron hasta la tronera, vieron caer la piedra, negra y pesada, a lo lejos y en el terreno elegido. Hierón se echó a reír y se golpeó la palma de la mano con el puño.
—¡Por Zeus! —exclamó—. ¡Tiene el alcance de una máquina ligera! —Hizo un movimiento circular con la mano en dirección a los demás, y cargaron de nuevo la catapulta—. ¡Más cerca esta vez! —ordenó, y bajaron los brazos para volver a disparar—. ¡Fantástico! Ahora, un poco a la izquierda, otro poco a la derecha. ¡Fuego! ¡Oh, fantástico!
Cuando hubieron disparado una docena de veces, todos los presentes se miraron y sonrieron. El capitán del Hexapilón sonreía casi tanto como Arquímedes.
—¿La llamas Bienvenida?. —dijo, acariciando el gatillo de la máquina—. ¡Por todos los dioses, cuando el enemigo reciba la bienvenida de esta heroína, dará media vuelta y saldrá corriendo!
—Creo que estamos de acuerdo en que se ha comprobado que esta catapulta funciona —dijo Hierón.
Arquímedes se humedeció los labios, impaciente. Ahora tendría el dinero, y, lo que era más importante para tranquilizar a su familia, la oferta de un puesto asalariado como ingeniero real.
Sin embargo, las siguientes palabras de Hierón fueron:
—¿Puedes construir una mayor que ésta?
—¡Oh! —Arquímedes se quedó sorprendido, aunque agradablemente. La fabricación de Bienvenida le había resultado divertida, pero hacer una réplica a mayor escala sería mucho menos interesante, incluso añadiéndole un tornillo elevador—. Sí, por supuesto. ¿Cómo de grande?
Hierón le dedicó una sonrisa benevolente.
—¿De qué tamaño máximo podrías construirla?
—Bien, yo… —Echó un vistazo a la plataforma—. Eso depende de dónde queráis emplazarla. No creo que en una plataforma como ésta pudiéramos instalar una mayor de cincuenta kilos.
Se produjo un repentino silencio. Luego Calipo emitió un bufido de incredulidad.
—Claro que si… se colocara en el suelo… —prosiguió el joven torpemente—, podría construir una mayor. No creo que tuviéramos problemas con la resistencia de los materiales mientras no superáramos los tres talentos. Pero una catapulta de esas características sería muy grande. Requeriría muchos materiales y, naturalmente, se necesitarían grúas y algún otro ingenio para cargarla. —Sacudió con vaguedad una mano en el aire—. Y sería muy complicado trasladarla una vez montada.
—¿Podría regularse la dirección y el alcance, como en ésta? —preguntó Hierón en voz baja.
Arquímedes pestañeó.
—Bueno, se necesitarían aparejos. Pero disponiendo de la cuerda suficiente, es posible mover cualquier cosa.
Calipo sacudió la cabeza.
—¡Señor! —protestó, dirigiéndose al rey—. Nadie ha construido jamás nada superior a los dos talentos. ¡Ni siquiera Demetrio el Sitiador, ni Ptolomeo de Egipto!
—¡Calla! —dijo Hierón, y siguió sonriendo a Arquímedes—. Permíteme asegurarme de que te he comprendido. ¿Me estás diciendo que podrías fabricar una catapulta sin límite en cuanto a tamaño?
—En la mecánica teórica no existen los límites —respondió el joven—. Cuando una cosa se construye correctamente y no funciona, es debido a que los materiales son demasiado débiles, no a que los principios están equivocados. Es como las palancas y las poleas. En teoría es posible mover cualquier peso, por grande que sea.
—¡Eso dicen! —exclamó Calipo, ya abiertamente indignado—. ¡Pero nunca he visto a nadie moviendo una casa con palancas y poleas!
—¡Disponiendo de un punto de apoyo, yo podría mover la Tierra! —declaró Arquímedes.
—¡Estamos en Siracusa, no en Alejandría! —le espetó Calipo—. ¡En la Tierra, no en el reino de las nubes!
—¡Yo digo que podría mover una casa! —lo desafió Arquímedes—. O… un barco.
Hierón estaba radiante.
—¿Tú crees que es imposible? —le preguntó a su ingeniero jefe.
Calipo miró a Arquímedes y luego al rey, y asintió.
Hierón se volvió hacia Arquímedes.
—¿Y tú sostienes que podrías hacerlo?
—Sí —respondió sin pensarlo—. Con la cuerda suficiente.
—Entonces hazlo —le ordenó el rey—. Quiero verlo. Hazme una demostración de mecánica teórica. Te autorizo para que utilices cualquier barco, los talleres reales que desees y toda la cuerda que necesites. Pero quiero catapultas. —Le dio una palmadita a Bienvenida —. Ocúpate de que Eudaimon la copie, si puede… Por cierto, ahora estará bajo tus órdenes. Hoy se tomará el resto del día libre, pero mañana deberá acudir de nuevo al taller. Si no aparece, o te causa algún problema, infórmame. Corrige cualquier error que cometa, pero deja que supervise él los trabajos; quiero que tú te concentres en la catapulta de cincuenta kilos, y espero también que Eudaimon sepa luego copiarla. Cuando hayas terminado la primera, puedes empezar a pensar en la de tres talentos. No, constrúyela de dos… No tenemos tiempo para grúas. Pero no retrases tu demostración. Quiero ver cómo mueves un barco.