Dionisos ayudó a Arquímedes a ponerse en pie. Leptines le preguntó si se encontraba bien, y él juró que sí. Hubo nuevas controversias sobre la fabricación de la catapulta, y finalmente se estableció un precio por ella: cincuenta dracmas, cuando estuviese terminada y en funcionamiento. Solucionado ese punto, Delia se adelantó y le entregó al joven su papiro con los cálculos. Arquímedes inclinó la cabeza, luchando por mantener el equilibrio y sin dejar de presionar el pedazo de cuero húmedo contra el ojo, y se despidió de todo el mundo mientras se encaminaba hacia la puerta. El capitán Dionisos lo siguió, lo cogió del brazo y lo ayudó a salir.
Delia esperó. Leptines se volvió hacia ella, lanzó un suspiro de resignada exasperación y se fue sin decir palabra. La joven nunca había sido obediente, y hacía tiempo que él había dejado de intentar disciplinarla. Eudaimon inclinó la cabeza y partió en dirección opuesta. El exaltado mayordomo aguardó hasta que el regente y el ingeniero se hubieron marchado, se cruzó de brazos y observó a Delia con su habitual mirada de desaprobación.
—¿Queréis alguna cosa? —le dijo a la muchacha.
Ella notó que se ruborizaba. El mayordomo, Agatón, era un hombre astuto y desabrido a quien no le pasaba nada por alto. Era esclavo, pero estaba al servicio de su hermano Hierón desde hacía muchos años, desde antes de que fuese rey, y su fidelidad le había otorgado una influencia que cualquier hombre libre envidiaría. A Delia no le gustaba la costumbre de Agatón de adivinar que ella iba a pedirle alguna cosa antes de que lo hiciese, pero, al igual que Hierón, lo toleraba porque él sabía más sobre lo que sucedía en la ciudad que cualquier otro habitante de la casa, incluido el rey.
—Sí —admitió—. Ese joven que ha estado aquí… Quiero saber más sobre él.
La reprobación del esclavo se tornó tan dura que se podrían haber prensado aceitunas con ella.
—¡Una magnífica petición! —exclamó—. ¡La hermana del rey quiere saber más sobre un joven y descarado flautista!
Delia esbozó un gesto de impaciencia.
—¡Por Heracles, Agatón, no seas así!
—Señora, ¡no deberíais interesaros por ingenieros con mantos manchados de vino!
Delia suspiró.
—Si Hierón estuviera aquí, él sí estaría interesado —replicó.
La mirada de censura de Agatón se apaciguó un poco, y abrió más los ojos.
—¿Por qué creéis semejante cosa?
—Por dos motivos —dijo, cogiendo los aulos y apoyando en ellos la barbilla—. En primer lugar, ese joven se ha comprometido a construir una catapulta mayor que cualquier otra que tenga la ciudad, aunque nunca antes haya construido una. ¿No crees que eso le interesaría a Hierón?
—Mmm —murmuró Agatón, y agitó una mano en señal de duda—. Los jóvenes ignorantes y engreídos abundan.
—Es posible, pero antes de que llegarais tú y el regente, estaba hablando sobre catapultas con la misma confianza que sobre los aulos, y te aseguro que sabe de aulos. Agatón, incluso tú deberías admitir que a mí no se me engaña en ese tema.
—Pura presunción —dijo bruscamente—. Como cualquier hombre que se encuentra con una muchacha bonita. ¿Y el segundo motivo?
—Que quiere más a esos cálculos que a sus ojos.
Agatón soltó una carcajada.
—Sí, es digno hijo de su padre. Se dice que Fidias afirmó en cierta ocasión que
Los Elementos
de Euclides era una obra superior a
La Ilíada
de Homero, y que llegó a ofrecer sacrificios a los dioses en acción de gracias por algún tipo de observación matemática de las estrellas.
—¿Sabes más cosas de ese hombre?
—Casi toda Siracusa ha oído hablar de Fidias, el astrónomo. Un poco de excentricidad y otro poco de reputación, ¿comprendéis? También da clases: es el único hombre de la ciudad que enseña matemáticas avanzadas. El amo estudió un tiempo con él, hace quince o veinte años.
Delia lo miró.
Para Agatón, «el amo» había sido siempre, única y exclusivamente, Hierón.
—¡No lo sabía! —exclamó.
—¿Por qué deberíais saberlo? —preguntó Agatón—. Eso fue hace mucho tiempo, incluso antes de que me comprara. El amo ha mencionado alguna vez que le habría gustado haber dispuesto de más tiempo para estudiar con él. Pero sólo estuvo un par de meses, hasta que entró en el ejército. Dudo incluso que Fidias se acuerde de él.
Delia hizo un gesto afirmativo con la cabeza: conocía la historia de cómo su padre había pagado la educación de su hijo, pero sólo hasta que el joven Hierón cumplió los diecisiete años. A pesar de que aún le faltaba un año para poder entrar en el ejército, se había alistado y se había abierto camino en el mundo… con resultados espectaculares.
—¿Y por qué se arrepiente Hierón de no haber estudiado más tiempo con Fidias? —preguntó—. ¿Tan buen profesor es ese hombre?
—No lo creo. No, lo que sucede es que las matemáticas son útiles para los reyes. Máquinas de guerra, investigación, construcción, navegación… —Se interrumpió y, sin dejar de mirar a Delia, abandonó su mirada desaprobatoria y descruzó los brazos—. ¡Muy bien! —exclamó—. Tenéis razón: se mostraría interesado en Arquímedes, hijo de Fidias. Si la confianza que ese joven muestra en sí mismo tiene una base sólida, habrá que admitir que es una persona valiosa.
Delia asintió.
—Veré qué puedo averiguar —dijo el mayordomo. Luego miró de nuevo a la joven y preguntó—: ¿Alguna otra cosa?
Había vuelto a hacerlo. Delia suspiró.
—¿Hasta qué punto confiarías en Eudaimon?
—¡Ah! —exclamó Agatón, relajando las facciones hasta mostrar la expresión más comprensiva de que era capaz—. ¿Queréis decir si pienso que intentará sabotear la catapulta de vuestro polvoriento músico?
Delia permaneció un momento sin responder. Insinuar que Eudaimon podría dificultar de forma deliberada la construcción de una máquina que potencialmente era de gran valor para la defensa de su amenazada ciudad era acusarlo de traición.
—No lo conozco muy bien —dijo por fin, en tono humilde—. Leptines lleva maldiciéndolo desde que Hierón se fue. Como es lógico, está furioso por la aparición de un rival, y no me gusta… Eso es todo.
Agatón se encogió de hombros.
—Es un hombre que ha trabajado toda su vida y nunca ha sido muy bueno en su trabajo. Es el peor de los maestros ingenieros, y ése es el motivo por el que está aquí y no en Mesana. Está amargado y viejo, y se aferra con uñas y dientes a su puesto. No desea que un flautista matemático formado en Alejandría se entrometa en su vida y le quite el empleo… Y a pesar de que está convencido de que la catapulta fracasará, hará lo posible para que eso suceda. Sí, creo que si tuviera oportunidad de sabotear esa máquina, lo haría. Y vos queréis que me asegure de que tal oportunidad no se le presente.
—¿No es eso lo que Hierón querría que hicieses? —preguntó ella inocentemente.
Agatón soltó una nueva carcajada.
—¡Sois tal para cual! —dijo el hombre con cariño—. No sé de dónde os viene esa perspicacia. Desde luego no puede ser de parte de vuestras madres, puesto que no las compartís, pero tampoco puede proceder de vuestro padre, porque era un ingenuo.
Delia sonrió y se puso en pie.
—¿Podrás hacerlo? —le preguntó, impaciente—. Sin tener que acusar a Eudaimon de nada, claro.
—¡Oh, sí! —respondió con toda tranquilidad—. Bastarán unas cuantas palabras al oído del capataz del taller. Lo conozco bien. No le quitará el ojo de encima ni a la catapulta ni a Eudaimon, y me informará de cualquier cosa sospechosa. ¿Queréis que se lo diga también al regente?
Delia afirmó con la cabeza.
—Pero no le cuentes que yo… —comenzó, nerviosa.
—¿Que vos sentís interés por los intérpretes de aulos manchados de vino? Descuidad.
—Se originaría un malentendido —dijo Delia, sonrojándose.
—Sí, supongo que sí… —repuso Agatón, regresando a la mirada de desaprobación—, supongo que sus conclusiones serían erróneas.
Dionisos, hijo de Cairefón, acompañó a Arquímedes desde la residencia del rey hasta el templo de Atenea, que se erigía imponente en la calle principal, y se detuvo allí.
—Yo voy a los barracones —dijo, indicando con la mano hacia la izquierda—. Y creo que lo mejor que puedes hacer tú es ir a tu casa y acostarte un rato —añadió, señalando hacia la derecha, en dirección a la Acradina—. Eudaimon te ha sacudido fuerte.
—¡Es un estúpido ignorante! —bramó Arquímedes—. ¡Por Apolo! ¡Construye catapultas y ni siquiera sabe lo que es una raíz cúbica! ¿Quién es el ingeniero real de Siracusa?
—Calipo —respondió en el acto Dionisos—. Un hombre de buena familia y muy capacitado. Pero está con Hierón en Mesana. El rey pensó que Eudaimon podría hacerse cargo de todo aquí, pero la situación es más complicada de lo que suponíamos. Espera. Llamaré a Straton y le diré que te acompañe a casa.
Arquímedes negó con la cabeza, lentamente, pues le dolía el ojo si la movía con brusquedad, y empezó a dar vueltas al pedazo de cuero húmedo, tratando de encontrar un punto que estuviera frío aún.
—Preferiría ir al taller para hacer el pedido de madera —dijo. El cuero se desplegó, mostrando su auténtica forma: una tira ancha y larga. Arquímedes lo observó: era una forma que conocía bien—. Oh —exclamó, aturdido—. He echado a perder su cinta para las mejillas.
Entonces se dio cuenta de que tenía una buena excusa para ver otra vez a la joven hermana del rey: entregarle una cinta nueva; y, a pesar del dolor que sentía en el ojo, se le iluminó el rostro. Dobló con cuidado el pedazo de cuero y lo devolvió con ternura a su lugar.
—¿Es cierto que tocas el aulos? —preguntó con curiosidad Dionisos.
—¡Por supuesto que sí! —dijo Arquímedes, sorprendido—. ¿Crees que la hermana del rey habría hablado conmigo más de dos segundos de no ser así?
—Supongo que no —respondió Dionisos, aliviado al ver que su nuevo socio era capaz de comprender cuándo una mujer quedaba fuera de su alcance—. De todos modos, amigo mío, no deberías haberte acercado a ella. Cuando os he visto charlando en el jardín, no sólo he pensado que te echarían enseguida, sino que yo me vería metido en problemas por haberte invitado. ¡Por Zeus, menos mal que no has ido más allá del tema de las flautas!… Bueno, si de verdad quieres pasarte por el taller, te mostraré el camino: está justo al lado de los barracones.
El taller real de catapultas era un cobertizo grande, con el suelo sin pavimentar, que se encontraba cerca de la cumbre del promontorio de la Ortigia, resguardado por la misma muralla que los barracones de la guarnición. Estaba lleno de vigas, prensas y sierras, y en un rincón se veía una forja. Las paredes estaban cubiertas hasta arriba de madera, hierro, bronce, cobre y cajas repletas de puntales y de cabello de mujer (el material utilizado para el cordaje de las catapultas, motivo de dolor de muchas jóvenes esclavas y una fuente de ingresos para las mujeres pobres). En el taller trabajaban una docena de hombres: unos estaban agrupados en torno a una catapulta lanzadora de flechas que se erguía a medio montar en el centro de la estancia, mientras que el resto fabricaba pernos y peanas para apuntalar las lanzaderas. Olía a serrín, cola, carbón y metal caliente. Arquímedes se detuvo en el umbral de la puerta y aspiró aquel aroma, esbozando una sonrisa: un olor agradable, el olor de la construcción. Se despidió de Dionisos y entró, ansioso por encontrar al capataz para hacerle su pedido de madera.
Marco pasó la mayor parte de aquel día limpiando las letrinas, una tarea que, por ser demasiado pesada para el joven Crestos, se había ido aplazando desde principios del verano. Debido al calor que azotaba la isla, el retraso había hecho que el trabajo fuera aún más desagradable de lo habitual, pero Marco lo acometió con estoicidad y transportó la tierra sucia con un asno prestado.
Por la noche, cuando regresó de tirar la última carga, encontró a su amo en la habitación del enfermo, sin el manto y con un ojo tapado con una cinta de aulista, pero extremadamente contento. Sólo entonces se le deshizo el nudo de ansiedad que se le había instalado en la garganta. Era muy consciente de lo que pasaría con los esclavos de la casa si el joven amo no conseguía un trabajo.
Arquímedes estaba explicándole a la familia su visita al taller real de catapultas, cuando Marco apareció en el umbral de la puerta.
—Esta mañana los obreros se han limitado a mostrarme los almacenes y han dejado que me las arreglara solo. Pero no me ha importado en absoluto. ¡Tendríais que ver aquello! ¡Roble de Épiro de primera calidad, de todos los grosores, y una docena de colas distintas! Pero luego, hacia el mediodía, ha llegado el mayordomo del rey para comprobar que yo tuviese todo lo necesario, y entonces se han dado cuenta de que lo mío era oficial. A partir de ese momento han empezado a hacer todo lo que les pedía. Resulta asombroso lo mucho que eso acelera las cosas. Pensaba tardar un mes en construir la catapulta, y me estaba maldiciendo por lo de la paga, pero con una ayuda así puedo fabricarla en una semana.
—¿Y cuánto te pagarán? —inquirió Filira, ansiosa. Marco le lanzó una mirada de aprobación: también él estaba deseoso de saberlo, pero no se atrevía a preguntar delante de sus amos.
—Cincuenta dracmas —dijo su hermano, satisfecho.
—¡Cincuenta! —exclamó Filira, con los ojos brillantes—. Cincuenta en un mes ya serían una paga buena, pero en una semana… ¡es formidable!
Arquímedes asintió, sonriente. Él no consideraba que cincuenta al mes fuesen una buena paga, aunque suponía que los caracoles de agua le habían distorsionado la perspectiva de las cosas.
—¿No tienes que descontar los materiales de esa cantidad? —preguntó Arata, impaciente.
Su hijo negó con la cabeza.
—No tengo que pagar nada, a menos que la máquina no funcione. No te inquietes por eso, madre, sé lo que hago.
Marco frunció el entrecejo. Filira captó su gesto, y ambos cruzaron miradas de inteligencia. ¿Cuánto costarían los materiales para construir una catapulta de un talento? Esa preocupación, sin embargo, quedó eclipsada de inmediato.
—¿Qué te ha pasado en el ojo? —preguntó Arata.
Arquímedes les explicó lo de Eudaimon. Luego, obedeciendo a sus peticiones, se retiró la cinta de cuero.
La zona que rodeaba el ojo había cobrado un tono azul violáceo y estaba hinchada, y, peor aún, el blanco del ojo se había puesto rojo y un velo de sangre empañaba el iris castaño claro.
—¡Medión! —gritó Filira, horrorizada—. ¡Debes demandarlo por agresión!