El contador de arena (11 page)

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Authors: Gillian Bradshaw

Tags: #Histórico

BOOK: El contador de arena
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—A mi hermano le gusta la música. Y le encantan las máquinas ingeniosas. Estoy segura de que estará dispuesto a pagar mil seiscientos dracmas por un aulos de agua.

—¿Tu hermano? —preguntó Arquímedes, con una sensación repentina y horrible de que adivinaba de quién se trataba.

—Ah —exclamó ella, y sus oscuras y rectas cejas descendieron—. No lo sabías. El rey Hierón.

—No —dijo él, aturdido—, no lo sabía. —La estudió un momento: el cinturón de plata, la elegante túnica. Pero no podía concentrarse en sus caros ropajes. Su mirada volvía rápidamente a sus redondeadas facciones, a los rizos negros y a los brillantes ojos oscuros, y a sus fuertes manos, típicas de un músico. Luego añadió, en tono dubitativo—: No pareces lo bastante mayor.

—De hecho, es mi hermanastro —replicó ella. La animación había abandonado su cara, y su voz sonaba ahora con el tono de una aburrida aristócrata—. Cuando nuestro padre se casó con mi madre, Hierón ya era casi adulto.

El rey Hierón era hijo bastardo, el resultado de una indiscreción de juventud de un rico siracusano: toda la ciudad lo sabía. Arquímedes suponía que la joven debía de ser la hija legítima de aquel hombre rico. Él no era de su clase. En realidad no debería estar allí, en los aposentos privados de la casa, hablando con ella. En Siracusa, las mujeres gozaban de más libertad que en muchas otras ciudades griegas, pero, aun así, era desde todo punto de vista incorrecto que un hombre se metiese en una casa y charlara con la hermana soltera del propietario sin haber sido previamente presentados y sin vigilancia, y más aún si esa joven era la hija de un noble y la hermana de un rey. No obstante, Arquímedes se arregló el manchado manto y se dijo para sus adentros, desafiante, que él era demócrata.

—Puedo fabricar un aulos de agua —declaró—. Si tu hermano está dispuesto a pagar por él, me encantaría fabricártelo. De todos modos, prefiero los instrumentos de viento a los de agua.

Ante eso, ella sonrió de nuevo, de forma lenta y prolongada, y entonces él supo que había dicho lo apropiado y le devolvió la sonrisa.

—¿Cómo te llamas? —preguntó la joven.

Él acababa de abrir la boca para contestar cuando la respuesta les llegó en un tono de desaprobación:

—¡Arquímedes, hijo de Fidias!

Ambos se giraron a la vez, y vieron a cuatro hombres que se dirigían hacia ellos.

Uno era Dionisos; otro, el exaltado mayordomo; otro, un hombre de cierta edad, y el cuarto, con su manto de color púrpura, tenía que ser el regente Leptines.

Capítulo 4

Arquímedes se puso en pie y se quedó mirando al regente con cara de bobo. La muchacha, sin embargo, no mostró signos de alarma.

—¡Salud, padre! —exclamó, sonriendo a Leptines—. Este caballero toca el aulos. Estaba explicándome la manera de obtener las notas intermedias.

El regente no se calmó con la explicación. Era un hombre alto, de rostro severo y pelo canoso. Se detuvo junto a la fuente y le lanzó a Arquímedes una cáustica mirada.

Arquímedes se sonrojó. Después pensó que debería haberse sentido asustado, pero en ese momento simplemente se sentía violento. ¡Qué manera tan estúpida de perder un trabajo!

—Yo… no sabía quién estaba tocando —tartamudeó a la defensiva—. Ni siquiera me había dado cuenta de que se trataba de una mujer. Yo… sólo he oído la música y he pensado que podría compartir un truco con un colega aulista. No pretendía ser irrespetuoso, señor.

El regente pareció apaciguarse un poco con la aclaración, pero aun así preguntó fríamente:

—¿Acostumbras a entrar en las estancias privadas de las casas ajenas sin invitación previa, muchacho?

—¡Esto no es una zona privada, padre! —exclamó la chica—. Estamos en el jardín.

—¡Ya basta, Delia! —dijo Leptines, muy serio—. ¡Ve a tus aposentos!

«Delia», pensó Arquímedes, ridículamente satisfecho de haberse enterado de su nombre. No habría podido preguntárselo, pues resultaba casi tan incorrecto preguntarle el nombre a una joven dama como hablar con ella a solas. Delia. «El délico» era uno de los títulos de Apolo, el dios más estrechamente relacionado con las matemáticas. Parecía un buen presagio que la joven se llamara como la divinidad que protegía su arte.

Delia no se retiró a sus aposentos, sino que se removió como para afirmarse con más fuerza en su sitio, al borde de la fuente.

—¡No pienso irme si sigues insistiendo en que estaba haciendo algo indebido! —espetó.

Arquímedes se quedó amedrentado ante su tono desafiante y más aún cuando Leptines se limitó a entornar los ojos, exasperado, y dio media vuelta. Se suponía que las muchachas tenían que ser obedientes y que los cabezas de familia debían castigarlas si no lo eran. Pero, naturalmente, Leptines no era el cabeza de familia en el caso de Delia. Aunque ella lo llamaba «padre», ese título no era más que una cortesía: el regente, de hecho, era sólo el suegro de Hierón, el hermanastro de la joven, que era la verdadera autoridad allí.

—¡No estaba haciendo nada malo! —insistió Delia—. Sólo estaba sentada en el jardín intentando tocar una cosa complicada con la flauta, cuando este joven… Arquímedes, ¿no es así?… ha venido a aconsejarme cómo hacerlo mejor. ¡Por Heracles! ¿Qué tiene eso de incorrecto?

El regente parecía más exasperado si cabe con aquel discurso, de modo que Arquímedes intervino:

—Lo siento, señor. Ahora me doy cuenta de que ha sido impropio por mi parte entrar aquí sin invitación previa y… pido disculpas por ello. Pero, como he dicho, no tenía ni idea de quién estaba tocando, y se me ha antojado de lo más natural compartir un truco con un colega aulista.

—Muy bien —dijo el regente, muy seco—. Acepto tus disculpas.

Y eso, para sorpresa de Arquímedes, pareció poner fin al asunto. Dionisos cruzó la mirada con él y arqueó las cejas de una forma que no dejaba claro si era un gesto de felicitación o de condolencia. Pero Arquímedes decidió que no había sido el capitán quien había exclamado su nombre en aquel tono de censura, sino el exaltado mayordomo. Miró de reojo a éste, que mantenía su mirada reprobatoria, y luego al cuarto integrante del grupo, un hombre de unos cincuenta años, de complexión normal, con cabello castaño algo canoso y rostro arrugado. Vestía un manto sucio que cubría con un delantal de obrero y lo observaba con una expresión menos amistosa que todos los demás.

—Arquímedes, hijo de Fidias —dijo Leptines, con la misma sequedad de antes—. Tengo entendido que has venido esta mañana aquí porque pretendes servir a la ciudad como ingeniero.

—Sí, señor —confirmó con impaciencia el joven—. El capitán Dionisos me dijo que estabais buscando a alguien que construyera lanzadoras de piedras. Siento si…

—Y tengo entendido —lo interrumpió Leptines—que afirmas ser capaz de fabricar una catapulta de un talento, a pesar de que nunca has construido ninguna máquina de guerra.

Delia parecía sorprendida; Arquímedes lo advirtió y le lanzó una mirada de disculpa antes de responder.

—Sí, es cierto. En realidad… no es necesario haber realizado ninguna, siempre y cuando se comprendan los principios mecánicos.

—¡Basura engreída! —exclamó el obrero con expresión sombría—. La experiencia es la parte más valiosa de la mecánica. Se requiere conocer el proceso de las cosas… una sabiduría en las manos. Y eso sólo se obtiene a base de fabricar máquinas.

Arquímedes volvió la vista hacia el obrero, que le mantuvo la mirada. Los demás los observaban: el regente y el mayordomo, como si fuesen jueces; Dionisos, con expectación, y Delia, como si estuviera siguiendo apasionadamente una representación.

—Señor —dijo Arquímedes con todo respeto, preguntándose quién sería aquel hombre. Esperaba que no se tratase de Eudaimon, el responsable de hacer catapultas para la ciudad, aunque temía que fuese exactamente así—. Es indiscutible que para fabricar máquinas se necesita experiencia. ¡Pero lo que no se puede decir es que antes de construir una determinada máquina sea necesario haberla construido ya! —Delia sonrió, y él se sintió animado para proseguir—. Yo he realizado muchas, y sé lo que funciona y lo que no. En cuanto a las catapultas, las he visto y estudiado, y estoy seguro de que puedo construirlas. De otro modo, no estaría aquí. ¿No os ha dicho el capitán Dionisos que no tenéis que pagarme hasta que hayáis visto que funciona la primera?

—¡Una pérdida de madera, cuerdas y tiempo! —gruñó el obrero, que se giró hacia el regente—. ¡Señor, deberíais echar a este joven loco y arrogante!

—Lo echaría —dijo con impaciencia Leptines—si tú pudieras prometerme fabricar las catapultas que quiere el rey. Pero como no es así, y él dice que puede hacerlo, me siento obligado a darle una oportunidad.

El obrero tensó la mandíbula.

«Así pues —pensó Arquímedes, apesadumbrado—, este hombre es Eudaimon…» Y era evidente que consideraba aquella situación como un insulto y una amenaza. El nuevo puesto de trabajo no parecía muy seguro.

Sin embargo, el regente se volvió de nuevo hacia Arquímedes y dijo:

—Estoy dispuesto a autorizarte a que utilices el taller real para construir una catapulta de un talento. No obstante, vista tu falta de experiencia, si tu máquina no funciona, no sólo no se te pagará por ella, sino que te exigiré que reembolses al taller el coste de los materiales que hayas usado.

—¡Eso no es justo! —interrumpió Delia, indignada—. ¡Los materiales siempre pueden reutilizarse!

—¡Delia, cállate!

—¡No! —dijo, enfadada—. Eres injusto con él porque estaba hablando conmigo. ¡No puedes pretender que permanezca callada ante eso!

La joven le dirigió a Arquímedes una mirada de consternación. Él no sabía qué sentir: se sentía satisfecho de que ella se preocupara por él, aunque humillado al ver que no confiaba en su éxito. Enderezó la espalda, se subió el manchado manto y declaró con valentía:

—¡No os preocupéis, señora! Mi máquina funcionará, de modo que no me importa aceptar esa condición.

Eudaimon soltó una carcajada disonante.

—¡Espero que tengas dinero suficiente! —le dijo—. ¿Sabes la cantidad de madera y de cuerda que necesitarás para fabricar una catapulta de un talento?

—Sí, lo sé —respondió, seguro de sí mismo. Sacó de la bolsa la hoja con todos sus cálculos, la desplegó y se la ofreció al regente—. Aquí están las estimaciones.

Leptines contempló sorprendido el papiro, sin tocarlo. Eudaimon, sin embargo, le lanzó la más dura de sus miradas y se lo arrancó de las manos.

—¿Qué es esta tontería? —preguntó, examinándolo—. ¡No hay manera de saber cuál debe ser el calibre de una catapulta de un talento! ¡En la ciudad no existe ninguna máquina así!

—Los alejandrinos han obtenido una fórmula —dijo Arquímedes, satisfecho—. Es probable que tú no la conozcas porque todavía es nueva, pero se han hecho muchas pruebas con ella, y funciona. Se toma el peso que debe ser lanzado y se multiplica por cien, luego se calcula la raíz cúbica, se le suma un décimo, y de ese modo se obtiene el diámetro del calibre en ancho de dedos.

Eudaimon se burló.

—¿Y qué es una raíz cúbica, en nombre de todos los dioses? —preguntó.

Arquímedes lo observó, demasiado asombrado para poder hablar. «La solución al problema délico —pensó—, la piedra angular de la arquitectura, el secreto de la dimensión, la diversión de los dioses.» ¿Cómo era posible que alguien que fabricaba catapultas no supiese lo que era una raíz cúbica?

Eudaimon lo miró con desagrado. Luego arrugó el papiro con furia, simuló limpiarse el trasero con él y lo arrojó al suelo.

Arquímedes soltó un grito de rabia y se abalanzó al rescate de sus cálculos, pero Eudaimon pisó el documento, y el joven se quedó tirando con fuerza del borde que sobresalía por debajo de la sandalia represora.

—¿Crees que puedes hacer catapultas porque sabes matemáticas? —preguntó el ingeniero.

Arquímedes, arrodillado a sus pies y tirando todavía del pedazo de papiro arrugado, levantó la vista para mirarlo.

—¡Sí, por Zeus! —exclamó, acalorado—. De hecho, diría que es evidente que un hombre que no sabe matemáticas no puede construir catapultas. ¡Y tú no sabes, o no puedes! ¡Si no, yo no estaría aquí!

Eudaimon, enfurecido, le dio un puntapié. El gesto tenía más la intención de ser una amenaza que otra cosa, pero tan pronto como el pie se alzó, Arquímedes se precipitó a coger sus cálculos, y la patada le acertó en el ojo derecho. Una explosión de rojo y verde pareció clavársele en el cerebro, y se derrumbó, aturdido. Se cubrió la cara con ambas manos y rodó por el suelo, ahogado por el dolor. Luego empezó a percatarse vagamente de la presencia de personas que se arremolinaban en torno a él y de alguien que intentaba separarle las manos de la cara.

Pero él seguía sujetando el papiro, y se resistió.

—¡Vamos! —exclamó una voz de hombre, que le pareció la del capitán Dionisos—. Deja que te vea el ojo.

Arquímedes retiró las manos, aunque sin soltar la hoja, y Dionisos examinó con cuidado la herida.

—Intenta abrir el ojo. ¿Puedes ver?

El joven le respondió pestañeando: la cara del capitán daba vueltas, clara por un lado, borrosa y enrojecida por el otro.

—No muy bien —dijo—. Te veo rojo.

Dionisos se puso en cuclillas.

—Has tenido suerte. Podrías haber perdido el ojo. —Luego le dio un golpecito en el hombro y se incorporó.

Arquímedes se incorporó a su vez hasta quedar apoyado contra el lateral de la fuente y volvió a tocarse la zona dolorida.

—¡Por Apolo! —murmuró. Localizó con el ojo bueno a Eudaimon, que permanecía rezagado respecto a los demás, y le lanzó una mirada.

Delia se inclinó de pronto hacia él, y, sin decir palabra, le retiró el papiro arrugado de la mano y se lo cambió por un pedazo de cuero mojado. La fría humedad contra la cara ardiente resultó un consuelo indescriptible.

—¡Gracias! —le dijo él.

La muchacha se percató, sin embargo, de que el ojo bueno la seguía durante un instante y regresaba a los demás sólo después de asegurarse de que ella no iba a hacer nada con sus cálculos.

Los hombres se enfrascaron en una discusión sobre el incidente: Leptines reprendía a Eudaimon; éste protestaba y repetía que todo había sido un accidente; Dionisos decía que iba a llevarse de allí a su protegido; y el protegido intentaba retomar el tema de la fabricación de catapultas. Delia, por su parte, permaneció al margen. Mientras ellos discutían, alisó el pedazo arrugado de papiro y lo examinó. Aparecía en él el dibujo de una catapulta, acompañada de todas sus medidas, realizado con mano precisa y con profusión de detalles. Dio la vuelta al papel: en el reverso había bocetos menos inteligibles (cilindros, líneas curvas cortadas por líneas rectas, pares de letras unidos por garabatos o flechas) y algunos de los números que había junto a la catapulta. Frunció el entrecejo y miró de nuevo al joven que estaba apoyado junto a la fuente. Hasta ese momento no se había fijado realmente en él. La habían cautivado sus comentarios sobre las notas intermedias del aulos y se había sentido entusiasmada por el aulos de agua; le había gustado que él hubiera seguido hablándole con naturalidad incluso después de averiguar quién era su hermano. Le preocupaba haberle causado problemas; pero en ningún momento le había interesado su persona. Ahora, sin embargo, se sentía como si acabara de tropezar con una piedra y, al mirar hacia abajo, hubiese descubierto que formaba parte de una ciudad enterrada. El joven había protegido aquellos garabatos incomprensibles con más celo que a sus propios ojos, y Delia se preguntó qué tipo de mente era aquélla, que ordenaba sus prioridades de una forma tan extraña.

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