Arquímedes se limitó a encogerse de hombros.
—Me mantendré alejado de él todo lo que pueda.
—Sí, será lo mejor —aprobó su madre—. Tiene más experiencia que tú y no debes buscarte problemas. —Luego aspiró por la nariz como quien huele algo y miró a Marco—. Oh, eres tú —dijo—. Ve a lavarte.
Él inclinó la cabeza y se retiró al patio. Estaba aseándose cuando Filira salió del antiguo taller, todavía malhumorada. Cuando ella se percató de la presencia del esclavo, se detuvo y se le acercó. Marco se cubrió con la túnica mojada, incómodo al verse desnudo delante de la joven ama.
—¿Cuánto pueden costar los materiales para fabricar una catapulta de un talento? —preguntó Filira.
—No lo sé —admitió él—. Las cuerdas deben de ser lo más caro. El cabello se compra a peso y se paga en dracmas. Y para una de un talento necesitará varios kilos.
Filira permaneció un momento en silencio.
—Puede construirla, ¿verdad? —preguntó finalmente.
—Es muy bueno —dijo Marco sin alterarse—. Puede hacerlo.
Filira lo examinó un instante, y luego soltó el aire en un suspiro largo e irregular.
—No conozco a nadie más que construya máquinas.
Marco asintió con la cabeza; era evidente que ella no podía juzgar las habilidades de su hermano.
—En Alejandría —le informó—, el mejor ingeniero de la ciudad le ofreció asociarse con él. Él no lo aceptó, pues lo que le interesaba era la geometría, pero podría haberlo hecho. Es excepcional. Ese Eudaimon tiene todos los motivos del mundo para estar preocupado. Señora, lo único que a mí me inquieta es lo que pueda suceder si va mal alguna cosa que no esté bajo el control de vuestro hermano.
La muchacha volvió a suspirar y lo observó con atención, intentando determinar hasta qué punto podía confiar en su palabra. Luego sonrió, relajándose.
—Medión se ha dejado el manto en el taller.
—Al menos sabemos dónde está —dijo Marco—. En Alejandría yo tenía que recorrer el Museo entero buscándolo.
Filira rió tontamente, un dulce sonido que burbujeó un instante en el corazón de él.
—¡Cincuenta dracmas a la semana! —repitió ella, sonriendo ante la idea—. ¡Podríamos comprar la viña de nuevo! Y yo…
Se interrumpió. La viña que habían vendido para pagar la formación de su hermano en Alejandría debería haber sido su dote, pero ella siempre había intentado con todas sus fuerzas contener su disgusto por aquel doloroso hecho. Sabía que su padre esperaba poder reunir una nueva dote con sus ingresos, pero los ahorros se habían consumido a lo largo de la enfermedad. Ella estaba en edad de casarse; de hecho, tenía amigas de la escuela que ya se habían casado, pero era poco probable que encontrara marido si no disponía de dote. Era una humillación en la que trataba de no pensar, y no era precisamente el tipo de confidencias que una joven dama debería hacerle a un esclavo de la casa. Miró con el entrecejo fruncido a Marco, que esperaba, con el rostro franco y lleno de vida, a que ella acabara la frase.
Pero Marco supo de golpe cómo iba a acabar y se afanó en coger el cubo de agua sucia. En su momento, él había desaprobado para sus adentros la venta de la viña, porque le había parecido injusto privar de algo esencial a la hija de la casa para pagar un lujo que sólo beneficiaba al hijo. Sin embargo, ahora se daba cuenta de que no tenía prisa alguna por ver a Filira con dote y casada. La echaría de menos, aunque todavía no había necesidad de preocuparse por ese motivo. Reunir una dote exigiría un tiempo, incluso ganando cincuenta dracmas a la semana. Y con la guerra…
Había tomado la decisión de no pensar en la guerra.
—Si me disculpáis, señora… —murmuró, y se dirigió a arrojar el agua en las esmirriadas macetas que había junto a la puerta.
Filira lo observó unos momentos, sorprendida por la manera en que él había esquivado un tema tan espinoso. Jamás se le había ocurrido que Marco tuviera esa sensibilidad o ese don.
A la mañana siguiente, Arquímedes partió temprano hacia el taller, y cuando Filira apareció en el patio, dispuesta a salir de casa para hacer las compras, sólo encontró a Marco. Ágata, que era quien la acompañaba normalmente, estaba ayudando a su madre en la cocina, y el pequeño Crestos había puesto en práctica su talento para escabullirse cuando más se lo necesitaba. La joven miró al esclavo un momento, pensativa, dio una palmada para llamarlo y le entregó la cesta.
Marco, con una felicidad poco habitual en él, caminó detrás de ella por las callejuelas bajo el sol matutino, contemplando su recta espalda, respetablemente envuelta en un manto de lana blanco. Filira empezaba a confiar poco a poco en él, y Marco rogó en silencio a los dioses para que le dieran la oportunidad de demostrarle su honradez a la muchacha. Cerró los ojos con fuerza al motivo por el que deseaba que ella tuviera una buena opinión de él: de aquello no obtendría nada que no fuese dolor. Pero conseguir su buena opinión, ganarse su confianza y su agrado… era un placer que nadie podía negarle.
Fueron a la panadería, y después entraron en la verdulería de la esquina. La tendera, una mujer delgada y con mal genio llamada Praxinoa, los observó detenidamente. Filira compró puerros y aceitunas, que pagó con una de las monedas egipcias de plata de Arquímedes. La mujer examinó la moneda un instante, antes de guardarla en la caja y darle el cambio.
—¿Qué tal tu hermano? ¿Instalándose de nuevo? —le preguntó a Filira, con una curiosidad que sorprendió a la muchacha.
—Muy bien —respondió. Luego, deseosa de que el vecindario se enterara de la nueva situación económica de la familia, continuó—: Ya ha encontrado trabajo. Va a construir catapultas para el rey.
—¿Catapultas? Vaya. —Miró a su alrededor y se inclinó hacia Filira para decirle en voz baja—: A lo mejor eso lo explica todo. Acaba de pasar por aquí un tipo preguntando por tu hermano.
—¿Qué? —dijo, perpleja y alarmada—. ¿Quién?
—No lo sé —contestó Praxinoa con deleite—. No lo había visto nunca. No era del vecindario, pero iba vestido con elegancia. Un oficial, he pensado. Debe de ser por eso de las catapultas. Son armas vitales para la guerra, ¿verdad? —Le brillaban los ojos, hambrientos de chismorreo.
—Sí —dijo Filira, intentando que su voz sonara neutra, a pesar de lo acelerado del ritmo de su corazón. En Siracusa, suscitar el interés oficial podía ser muy pero que muy peligroso—. Seguramente investigan a todo el mundo que trabaja en el taller de catapultas.
—Es lo que hacen en Alejandría—añadió Marco sin darle importancia—. Puedo dar fe de ello.
Praxinoa cedió, defraudada.
—Tu hermano ha aprendido sobre catapultas en Alejandría, ¿verdad?
De nuevo en la calle, Filira miró a Marco con inquietud.
—¿Crees que sería algún hombre del rey, por lo de las catapultas?
—No se me ocurre qué otra cosa podría ser.
La preocupación de Filira dio paso a la ansiedad… y a la incomodidad por tener que pedirle consejo a un esclavo de la casa.
—¿También en Alejandría preguntaban por él?
Marco se encogió de hombros.
—No. Pero allí le estaba prohibida la entrada a los talleres reales. El rey Ptolomeo se siente muy orgulloso de sus catapultas y no permite que los extranjeros se acerquen a ellas. Arquímedes vio alguna de esas máquinas en la muralla con su amigo ingeniero, eso fue todo. De todos modos, no creo que sea un tema por el que preocuparse.
Filira asintió, pero mantuvo el entrecejo fruncido durante el resto de la caminata. Fidias nunca había atraído el interés oficial, aunque, naturalmente, él nunca había ganado cincuenta dracmas en una semana. Las cosas estaban cambiando. Y deseaba sentirse más confiada y suponer que todos aquellos cambios serían para bien.
Era evidente que Arquímedes disfrutaba en el taller. En el pasado siempre había construido sus máquinas solo, ayudado a menudo por Marco, y ocasionalmente por algún esclavo torpe que le echaba una mano para realizar una tarea en concreto. Hasta que llegaba a las partes «interesantes» de la fabricación de las máquinas, había primero mucha sierra, mucho martillo y muchas ampollas en las manos. Pero ahora bastaba con decir: «Quiero una viga de este tamaño unida a otra mediante tendones» o «Necesito un calzo de hierro que encaje en esta pieza», y en cuestión de una hora, allí estaba. Todo aquello eliminaba el trabajo pesado de la construcción y dejaba sólo el lado agradable de la inventiva.
Durante los primeros días en el taller, utilizó un parche de tela sujeto con la cinta de cuero de Delia para cubrirse el ojo. Ya había decidido regalarle a la hermana del rey una nueva cinta cuando fuera a su casa para anunciar la finalización de la catapulta; mientras tanto, sentía un secreto escalofrío cada vez que se colocaba la vieja. Desde luego no le había explicado a su familia dónde había conseguido esa cinta, pues estaba convencido de que lo desaprobarían.
Resolvió ceñirse a su propósito de mantenerse alejado de Eudaimon, aunque era imposible conseguirlo totalmente, pues compartían el mismo taller y los mismos carpinteros. Pero el constructor parecía tan feliz de evitar al nuevo ingeniero como éste a aquél, y todo transcurrió en paz durante varios días. Arquímedes se desplazó a las fortificaciones próximas a la muralla de la ciudad en busca de una catapulta cuyas dimensiones pudiera copiar, hasta que se decantó por una de diez kilos que efectuaba un lanzamiento particularmente eficaz y exacto, y corrigió en la suya las dimensiones estimadas. El hecho de que el original fuera mucho menor que la réplica generó algunos problemas, que disfrutó resolviendo. La catapulta de un talento tendría una envergadura de brazos de cinco metros y medio y mediría diez de longitud; como era demasiado pesada y potente para apuntar y ser arrastrada mediante métodos convencionales, tuvo que concebir para ella diversos sistemas de poleas y tornos. Resultó divertido.
Eudaimon no prestó atención alguna a lo que su rival estaba haciendo hasta que Arquímedes, después de cuatro días de trabajo, estuvo listo para equilibrar el tronco sobre la peana. Entonces, el ingeniero se acercó y observó en silencio cómo la viga, lo bastante grande como para ser el palo mayor de un barco y sólo finalizada en parte, quedaba suspendida mediante un sistema de cuerdas sobre su peana en forma de trípode, y descendía. Pero cuando Arquímedes dio la señal a los obreros de que interrumpieran el descenso y aseguraran las cuerdas, Eudaimon se quedó rígido. Con la viga colgando justo por encima del perno, Arquímedes empezó a enhebrar el primero de sus dispositivos de lanzamiento.
—¿Qué es eso? —preguntó secamente Eudaimon.
Arquímedes lo miró, lo que lo obligó a girar todo el cuerpo, ya que seguía con el ojo tapado, y luego continuó ensartando las poleas.
—Es para ayudarla a pivotar —explicó.
—¡Las catapultas de veinticinco kilos del fuerte Eurialo no tienen nada de eso! —espetó Eudaimon, irritado.
—¿No? —dijo, sorprendido—. ¿Y cómo pivotan, entonces?
—¿No lo has visto?
Arquímedes negó con la cabeza. Mordiéndose la lengua para concentrarse mejor, insertó una cuerda en la polea montada sobre la peana, la anudó en la pieza que se acoplaba al tronco y volvió a fijarla en un torno de la peana. Sólo cuando la hubo asegurado, se dio cuenta de que Eudaimon no había respondido a su pregunta, y miró hacia atrás.
Eudaimon seguía allí, observándolo con una mezcla de sorpresa y rabia.
—¿Qué sucede? —inquirió Arquímedes.
—¿No has ido al Eurialo a ver las catapultas de veinticinco kilos?
—No. Queda muy lejos, y he encontrado mucho más cerca una que me gustaba.
—¡Pero aquéllas son las que más se aproximan en tamaño a la que pretendes construir!
—Sí, pero de todos modos tendría que aumentarla a escala, y da lo mismo hacerlo con una de diez kilos que con una de veinticinco. ¿Cómo pivotan?
Se produjo un silencio. Por fin, el capataz del taller, Epimeles, un hombre de unos cuarenta años, grande, de movimientos lentos y hablar tranquilo, dijo:
—No lo hacen. Para apuntar hay que echar mano de varios hombres fuertes que muevan la peana.
—¡Eso es una estupidez! —exclamó Arquímedes, y empezó a ensartar la segunda polea. Dispondría una a cada lado. La persona que la manejara giraría un torno situado en el lado requerido y ajustaría la elevación con un segundo torno.
Uno de los trabajadores rió disimuladamente, y a continuación se oyó el sonido de una bofetada y un grito de dolor. Arquímedes alzó la vista y vio que uno de los obreros se llevaba una mano a la oreja. El joven soltó la cuerda y salió corriendo tras el ingeniero, que se disponía a irse. Eudaimon se detuvo abruptamente y dio media vuelta, con su arrugado rostro negro de rabia.
—¡No tenías por qué pegar a ese hombre! —le espetó Arquímedes, furioso.
—¡No pienso permitir que mis esclavos se rían de mí en mi taller! —gritó Eudaimon.
—No son tus esclavos, son esclavos de la ciudad. ¡No tenías por qué pegarle! Y, de todos modos, ¿qué tiene que ver esto contigo? ¡No has sido tú quien ha construido las catapultas de veinticinco kilos!
—¡Yo soy quien manda aquí! —declaró Eudaimon—. Puedo mandar azotar a quien me apetezca. Y quizá lo haga. ¡Elimo! ¡Ven aquí!
El hombre al que acababa de abofetear se echó hacia atrás, asustado, y los demás obreros miraron horrorizados al ingeniero.
—¡No te atreverás! —gritó Arquímedes, rabioso—. ¡No lo permitiré! —Se volvió hacia el capataz—. ¡Sal corriendo y explícale al regente lo que ha ocurrido aquí!
—¿Crees que Leptines permitirá que lo molesten por una pelea en el taller? —dijo Eudaimon.
—¡Lo hará, si es que tiene decencia! ¡Él es quien está al mando ahora y no debería consentir que se azote a gente que no ha hecho nada malo!
—Iré a contárselo al regente —dijo el encargado, decidido, y se giró, dispuesto a marcharse.
Era tan esclavo como el resto de los obreros, pero era un hombre valioso, experimentado y de confianza, y su palabra tenía cierto peso en la casa del rey. Eudaimon lo observó, alarmado, y ordenó:
—¡Detente!
Epimeles se volvió y lo miró, sin alterarse.
—Señor —dijo—, tanto vos como… este señor estáis autorizados a usar el taller. Si vos decís que Elimo debe ser castigado y él dice que no, seguramente habrá de ser nuestro amo quien decida a cuál de los dos tenemos que obedecer.
—¡Aquí soy yo quien manda! —vociferó Eudaimon.
—En ese caso, el regente nos dirá que os obedezcamos y que Elimo sea azotado —repuso despacio el capataz.