El complot de la media luna (17 page)

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Authors: Clive Cussler,Dirk Cussler

Tags: #Aventuras, #Ciencia Ficción

BOOK: El complot de la media luna
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—Me alegra haber pasado de los espaguetis.

Dirk puso los pinchos de verdura y los filetes de lubina en la parrilla y en unos pocos minutos la cena estaba servida. A Sophie le pareció que todo estaba delicioso y devoró cuanto había en su plato.

—Riquísimo —comentó mientras dejaba en el suelo el plato vacío—. ¿Estás seguro de que no eres un cocinero profesional?

Dirk soltó una carcajada.

—Ni mucho menos. Méteme en una cocina y apenas haré nada más que sándwiches de mantequilla de cacahuete y mermelada. Pero dame una parrilla y me volveré loco.

—Pues cuando te vuelves loco haces unas cosas buenísimas —señaló ella con una sonrisa.

Mientras Dirk cortaba un melón pequeño como postre, Sophie le preguntó si le gustaba trabajar en la NUMA.

—No podría desear un empleo mejor. Trabajo en el mar, en todo el mundo. La mayoría de nuestros proyectos, además de interesantes, tienen una importancia fundamental para la preservación de los océanos. Y, por si eso fuera poco, puedo trabajar con mi familia.

Al mencionar a su familia, advirtió un ligero sobresalto en el rostro de Sophie.

—Mi padre es el director de la NUMA —explicó—, y tengo una hermana melliza, llamada Summer, que es oceanógrafa en la NUMA. En realidad, pude venir a Israel gracias a mi padre. Me relevó en un proyecto que estamos realizando en la costa turca.

—El profesor Haasis me comentó que tiene varios viejos amigos en la NUMA y que siente gran respeto por la organización.

—Él está haciendo una gran labor en este país —señaló Dirk.

—¿Te quedarás mucho más en Cesarea?

—Me temo que no. Otras dos semanas, luego tengo que volver a Turquía. —Le pasó una bandeja con tajadas de melón—. Ahora te toca a ti. ¿Cómo te convertiste en una arqueóloga con pistola?

Sophie sonrió.

—Supongo que por el interés en la geología y la historia que me inculcó mi padre desde muy pequeña. Me encanta la arqueología y escarbar en el pasado, pero siempre me ha dolido el saqueo de nuestros tesoros culturales para obtener beneficios. Mi trabajo en la Autoridad de Antigüedades hace que sienta que de alguna manera ayudo a cambiar las cosas, pese a que los malos nos superan en número.

Dirk señaló la costa.

—Cesarea ha sido saqueada durante siglos. ¿Crees de verdad que las excavaciones del profesor corren algún peligro?

—Tu descubrimiento de hoy demuestra que aún quedan por descubrir muchas riquezas culturales. En realidad me preocupa más la excavación de la tumba, un reportero local cometió la idiotez de darle publicidad. Ayer vino alguien haciéndose pasar por un agente de antigüedades, y eso basta para que mi radar se active.

—Bueno, al menos no hemos encontrado oro o algún tesoro. Cualquier ladrón que venga a robarnos se llevará una decepción.

—Te sorprendería saber las cosas que interesan a los coleccionistas de antigüedades. Son muchos los que valoran las antigüedades culturales tanto como los tesoros, para perjuicio de todos. Los pergaminos que encontraste podrían valer una pequeña fortuna en el mercado negro. Me sentiré mucho más tranquila cuando el profesor Haasis envíe todos los objetos a la Universidad de Haifa. —Consultó su reloj—. Tengo que ir a coordinar la vigilancia nocturna.

Dirk le sirvió media copa de vino.

—¿Qué tal la última para el camino?

Sophie asintió y aceptó la copa mientras Dirk se sentaba a su lado con la suya. Las olas golpeaban las rocas a su alrededor y el azul profundo del crepúsculo se extendió por encima de ellos. Un momento tranquilo y romántico, ese tipo de momentos que la vida de Sophie rehuía desde hacía tiempo. Se volvió hacia Dirk y susurró:

—Lamento haberte gritado.

El se inclinó para besarla suavemente y sus labios prolongaron el contacto.

—Quizá puedas compensarme en otro momento.

Apoyados el uno en el otro, se acabaron el vino y Sophie se obligó a dar por terminado aquel momento juntos. Cogidos de la mano, regresaron por la playa y subieron la colina hacia el campamento. Una hilera de bombillas, alimentadas por un generador, colgaba sobre las tiendas e iluminaba el campamento con un pálido resplandor. Sam, sentado en un murete, conversaba con dos hombres vestidos con prendas oscuras.

—Estoy en la última tienda a la izquierda —le dijo Dirk a Sophie—. Asegúrate de que los ladrones de tumbas no perturben mi sueño, ¿de acuerdo?

—Buenas noches, Dirk.

—Buenas noches.

Dirk miró a Sophie, que fue a reunirse con sus colegas, y luego se dirigió hacia la hilera de tiendas. Antes de llegar a la suya, se acercó a la tienda grande donde guardaban los objetos; estaba iluminada. Encontró de nuevo a Haasis inclinado sobre un papiro con una lupa en una mano.

—¿Ha descubierto algún secreto importante? —preguntó el joven.

Haasis le miró por un instante y volvió a centrarse en el papiro.

—En este no hay nada de peso, pero de todas maneras es fascinante. Echa una ojeada, creo que te gustará.

Dirk se acercó y miró por encima del hombro del profesor el fino rollo de papiro cubierto con una escritura firme y fluida.

—Todo esto es chino para mí —comentó.

—Oh, lo siento —se disculpó Haasis—. Te haré una traducción aproximada. El pergamino ofrece una descripción de la actividad portuaria alrededor del año 330, si no me equivoco. También cita un breve relato de una nave pirata chipriota averiada que iba a la deriva y fue capturada por un trirreme imperial romano. La remolcaron hasta Cesarea, donde las autoridades del puerto descubrieron que tenía las cubiertas teñidas de sangre y también cantidad de armamento romano a bordo. Muchos de los tripulantes presentaban heridas recientes de una batalla anterior.

—¿Eran piratas? —preguntó Dirk.

—Eso parece. El incidente causó mucho revuelo porque encontraron las armas de un centurión llamado Plautio. Se dice que era miembro de la
Scholae Palatinae
, sea lo que sea.

—Las consecuencias no debieron de ser muy agradables para la tripulación chipriota.

—No, no lo fueron —convino Haasis—. La nave entró en servicio como barco de carga de la flota imperial, y la tripulación fue ejecutada.

—Justicia rápida, desde luego —dijo Dirk. Cogió una de las cajas de cerámica—. ¿Todos los pergaminos contienen relatos tan apasionantes?

—Solo para un voyeur de antigüedades como yo —respondió el profesor con una sonrisa. Enrolló el pergamino y lo guardó en su caja—. Los he revisado casi todos; fundamentalmente son registros burocráticos de las tasas portuarias y cosas por el estilo. Nada extraordinario por separado, pero en conjunto ofrecerán una importante visión de la vida cotidiana de hace casi dos mil años.

Envolvió la caja en un paño, la dejó sobre un archivador y apagó la luz. Las demás cajas ya estaban envueltas y guardadas en cajones de plástico para su transporte hasta la universidad.

—Dejaré algo para leer por la mañana —dijo tras un bostezo—. ¿Crees que has sacado todo lo que había en la cámara?

—Creo que sí, pero mañana le pediré prestada una de sus paletas para echar otro vistazo, solo para estar seguros.

—Nunca imaginé que invitar a un ingeniero naval a un yacimiento arqueológico me daría tanto trabajo —dijo Haasis en el momento en que salían juntos de la tienda.

Vieron a Sophie en lo alto de la colina; recorría el perímetro con uno de sus agentes.

—Cuando vine a Cesarea, no imaginaba que podían hacerse tantos descubrimientos maravillosos —afirmó Dirk con un guiño, y luego se encaminó hacia su tienda para pasar la noche.

14

El tableteo de las armas automáticas hizo que Dirk se sentase de un brinco en el catre.

Los disparos sonaban muy cerca. Oyó gritos y a continuación los disparos de una pistola. Se puso rápidamente un pantalón corto y sandalias y salió tambaleante de la tienda mientras el tiroteo arreciaba por todo el campamento. Sus primeros pensamientos, todavía enturbiados por el sueño, fueron para Sophie, pero no tenía mucho margen para reaccionar. Escuchó, y un segundo más tarde divisó dos figuras que corrían sendero abajo, armadas con fusiles de asalto.

Se agachó de inmediato a un lado de la tienda y corrió hasta un
murete
de retención a poca distancia de la parte trasera de la tienda. Sin hacer el menor ruido, saltó el
murete
y, utilizándolo de pantalla, se alejó de las tiendas. Al fondo del campamento se hallaban las ruinas de varios edificios de la antigua ciudad portuaria. Avanzó entre las montañas de escombros hasta llegar a los restos de una esquina en un pequeño altozano. La sombra de la barrera de piedra le ofreció un lugar donde ocultarse y desde el que observar todo el campamento.

Había reaccionado rápido y había conseguido escapar, pero sus compañeros no habían sido tan afortunados. Sophie había sido la siguiente en reaccionar. Había salido de su tienda pistola en mano, pero uno de los asaltantes se encontraba a unos pocos pasos y la encañonó con un fusil de asalto antes de que ella pudiese quitarse las telarañas de los ojos. Observó el cañón que la apuntaba y no pudo hacer otra cosa que dejar caer al suelo su pistola. En respuesta, el pistolero la golpeó con el arma entre los omóplatos con tanta fuerza que Sophie cayó de rodillas.

—¿Qué está pasando aquí? —gritó el profesor Haasis, que salió de su tienda a medio vestir.

—¡Cállese! —le ordenó el segundo pistolero, que acompañó la orden con un culatazo en las costillas del profesor.

Haasis cayó de bruces y soltó un gemido cuando su cuerpo chocó contra el suelo. Sophie se acercó, le ayudó a levantarse, y ambos se tambalearon ligeramente bajo el resplandor de las luces. Otro asaltante apareció por el sendero y se ocupó de vigilar a Sophie y Haasis mientras sus compinches sacaban a los estudiantes de las tiendas. Sophie miró hacia la tienda de Dirk y refrenó su reacción de sorpresa cuando uno de los asaltantes la encontró vacía.

En lo alto del sendero se oyeron voces y luego aparecieron varias figuras. Uno de los agentes de Antigüedades, con el brazo derecho sangrando, bajaba tambaleándose al tiempo que se esforzaba por sostener a Sam. El ayudante de Sophie presentaba un feo corte en la frente y arrastraba los pies, conmocionado. Los escoltaban dos pistoleros que empujaban a los heridos con los cañones de los fusiles.

—¡Sam!, ¿estás bien? —gritó Sophie.

Se acercó con cautela a los dos agentes, se hizo cargo de Sam y le ayudó a sentarse en el suelo, junto a los demás prisioneros. Una de las estudiantes atendió al agente Raban. Le vendó el brazo con un trozo de camisa mientras Sophie apoyaba la palma en la herida de Sam para restañar la hemorragia.

—¿Dónde está Holder? —le susurró a Raban.

El agente la miró con expresión grave y sacudió la cabeza.

Haasis, recuperado del golpe, se puso de pie y gritó a los asaltantes:

—¿Qué quieren? Aquí no hay nada por lo que valga la pena matar.

Sophie observó por primera vez al grupo de hombres armados. Parecían árabes; llevaban un tocado negro que les cubría la parte inferior del rostro. Sin embargo, no eran los típicos ladrones de tumbas que buscan monedas en los viejos cántaros. Vestían prendas oscuras de corte militar y botas negras que parecían casi nuevas. También llevaban modernos fusiles de asalto AK-74, la versión actualizada del venerado Kalashnikov AK-47. Se preguntó por un momento si podía ser un comando que había asaltado el campamento por error. Pero entonces uno de ellos respondió a la pregunta del profesor.

—El papiro. ¿Dónde está? —dijo el que a todas luces era el jefe del grupo, un hombre cejijunto con una profunda cicatriz en la mandíbula derecha.

—¿Qué papiro? —preguntó Haasis.

El hombre metió una mano debajo de la chaqueta y sacó una pistola SIG Sauer. Apuntó con calma a uno de los muslos del profesor y apretó el gatillo una vez.

La detonación arrancó un grito a uno de los estudiantes al mismo tiempo que Haasis caía al suelo y se sujetaba el muslo por encima de la herida sangrante. Sophie se apresuró a contestar.

—Están en la tienda grande —dijo, y señaló el camino—. No es necesario que nadie más resulte herido.

Uno de los pistoleros corrió hasta la tienda. Permaneció unos minutos en el interior y reapareció con una caja de cerámica en una mano y un rollo de papiro en la otra.

—Hay otro montón de pergaminos —informó—. Guardados en cajas de plástico, más de una docena.

—Que no quede ninguno —ordenó el jefe. Luego hizo un gesto hacia los prisioneros—. Llevadlos al anfiteatro —dijo a dos de sus hombres.

Los dos pistoleros movieron las armas para indicar a los prisioneros que se levantasen y echaran a andar. Sophie ayudó a Sam, y un par de estudiantes ayudaron al doctor Haasis. Con golpes y empujones, los cautivos siguieron el sendero que conducía a la playa. El hombre de la cicatriz se acercó a la tienda de los objetos y cogió el papiro de la mano de su subordinado. Lo observó durante unos minutos a la luz de las bombillas colgantes y después cogió la caja de cerámica y ordenó al hombre que fuera a buscar el camión aparcado fuera del yacimiento.

Dirk vigiló desde su escondite hasta que se llevaron a Sophie y los demás del campo. Entonces avanzó con sigilo entre las ruinas, hacia la playa, por un camino paralelo al de los prisioneros. Su mente funcionaba a toda velocidad en el intento de idear un plan de rescate o encontrar algo que pudiese usar como arma, pero sus opciones eran escasas frente a unos hombres armados con fusiles de asalto automáticos.

No era una noche clara, y Dirk tuvo que avanzar con mucha precaución para no tropezar en el suelo rocoso. No perdía de vista la luz de una linterna que se balanceaba a su derecha en la mano del pistolero que encabezaba el grupo. La pendiente se niveló en un tramo corto cuando Dirk cruzó lo que antaño había sido una calzada empedrada. La luz de la linterna desapareció detrás de un muro, a unos dieciséis metros, pero Dirk siguió adelante, guiándose por el sonido de los pasos de los cautivos que bajaban por el sendero. Temeroso del sonido de sus propios pasos, se detuvo y permaneció agachado durante un par de minutos, hasta que la columna se alejó un buen trecho, y entonces se acercó al muro. Las piedras sueltas sonaron bajo sus pies a medida que se aproximaba a la barrera. Resiguiéndolo con la mano, llegó hasta el final y se asomó para buscar la luz de la linterna.

Un frío aro de acero le golpeó de pronto la garganta, muy cerca de la tráquea. Dirk sacudió la cabeza: uno de los árabes, con el rostro cubierto con un pañuelo, había aparecido al otro lado del muro y mantenía el cañón del fusil contra su cuello. Incluso en la penumbra, Dirk vio la maliciosa hostilidad en los oscuros ojos del asaltante.

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