El complot de la media luna (21 page)

Read El complot de la media luna Online

Authors: Clive Cussler,Dirk Cussler

Tags: #Aventuras, #Ciencia Ficción

BOOK: El complot de la media luna
13.09Mb size Format: txt, pdf, ePub

—Los testigos explicaron que el
Hampshire
se quedó con la proa al aire, dio la vuelta y se hundió —dijo Julie—. Las chimeneas debieron de soltarse en ese momento, o quizá antes.

Summer acercó la mano a la consola y puso en marcha un par de videocámaras de alta definición.

—Cámaras funcionando. Jack, parece que hay un campo de restos a nuestra izquierda.

—Estoy en ello —respondió Dahlgren, que guió el sumergible contra la corriente.

A poca distancia, más allá de la chimenea, una serie de objetos oscuros asomaban en la arena. La mayoría eran restos imposibles de identificar, debido a la corrosión, que habían caído del barco cuando se hundía hacia el fondo.

Summer vio el casquillo de bronce de un proyectil y un plato de cerámica mezclados con trozos inidentificables a medida que la concentración de objetos aumentaba. Luego, una imponente silueta negra se materializó delante del sumergible. Tenía la forma inconfundible de un pecio enorme.

Casi cien años bajo el agua habían causado estragos en el crucero británico de la Primera Guerra Mundial. La nave parecía una masa retorcida de acero oxidado; descansaba en el fondo con una inclinación muy marcada hacia estribor. Había partes casi hundidas en la arena debido a los efectos de la corriente. Summer vio que la superestructura se había hundido y que la cubierta de teca había desaparecido hacía décadas. Habían desaparecido incluso secciones del casco. El gran crucero superviviente de
Jutlandia
no era más que una sombra de lo que había sido.

Dahlgren guió el sumergible por encima de la popa del
Hampshire y
se detuvo allí como un helicóptero. Luego siguió la eslora hasta llegar a la proa, hundida en parte en la arena porque el morro del barco había sido lo primero en chocar contra el fondo marino. Dio la vuelta y guió el sumergible varias veces más de un extremo al otro. Las cámaras de vídeo registraban las imágenes mientras una segunda cámara fija tomaba fotos que luego formarían un mosaico del barco naufragado.

Al volver hacia popa, Summer señaló un agujero con los bordes dentados cerca de la bodega de popa. Junto al agujero había una pila de restos de un par de metros de altura.

—Ese agujero es muy extraño —comentó—. No parece que tenga nada que ver con el hundimiento del barco.

—La pila de restos me dice que algún equipo de rescate estuvo a bordo —dijo Dahlgren—. ¿Alguien entró en el barco antes de que el gobierno lo declarase sitio protegido?

—Sí. Sir Basil Zaharoff descubrió el barco naufragado en los años treinta y se ocupó de recuperar parte de los objetos —contestó Julie—. Buscaban el oro que se decía llevaba a bordo. Debido a las corrientes traicioneras, no consiguieron rescatar gran cosa. Se cree que no encontraron mucho oro, si es que encontraron algo.

Dahlgren los llevó por la superficie curva de la popa hasta que dio con los dos agujeros de los ejes que sobresalían debajo. Ambos estaban vacíos.

—En cualquier caso, alguien se llevó las grandes hélices de bronce —señaló Dahlgren.

—El gobierno británico no confirmó el lugar del naufragio hasta 1973 —explicó Julie—. Desde entonces, nadie ha conseguido una autorización para bajar al pecio. Me llevó tres años obtener algo tan sencillo como el permiso para hacer una exploración fotográfica, y eso gracias a que mi tío es miembro del Parlamento.

—Nunca viene mal tener a un pariente bien situado —comentó Dahlgren, que le dirigió un guiño a Summer.

—Me alegró mucho que su agencia ofreciese los medios para ayudar —dijo Julie—. No creo que hubiera podido conseguir el dinero necesario para contratar un sumergible comercial y a su tripulación.

—En nuestro proyecto en Noruega contamos con la ayuda de un par de microbiólogos de Cambridge —dijo Dahlgren—. Aparecieron con unas cuantas botellas de Old Speckled Hen. Eran unos tipos muy agradables, así que fue un placer devolverles el favor.

—¿Old Speckled Hen? —preguntó Julie.

—Una cerveza inglesa —le explicó Summer, que puso los ojos en blanco—. La verdad del asunto es que en cuanto Jack se enteró de que había un pecio de por medio, era imposible que no acudiésemos a ayudar.

Dahlgren sonrió mientras llevaba el sumergible unos pocos metros por encima del crucero.

—A ver si damos con el lugar donde chocó con la mina —dijo.

—Lo que hundió al
Hampshire
, ¿fue una mina o un torpedo? —preguntó Summer.

—La mayoría de los historiadores creen que chocó con una mina —respondió Julie—. Soplaba una fuerte tempestad la noche que se hundió. El
Hampshire
zarpó con la escolta de varios destructores, pero el estado del mar les impidió seguirlo y el crucero continuó sin ellos. La explosión ocurrió cerca de la proa, lo que apoya la versión del choque contra una mina. El submarino alemán U-75 estaba en la zona e informó de que había soltado una serie de minas a lo largo de la costa.

—Menuda tragedia —comentó Summer.

—El crucero tardó menos de diez minutos en hundirse. Solo arriaron un puñado de botes salvavidas que acabaron aplastados por el barco o zozobraron por el oleaje. Los hombres que pudieron mantenerse a flote tuvieron que vérselas con la bajísima temperatura del agua. La mayoría de ellos murieron de hipotermia mucho antes de llegar a la costa. De los seiscientos sesenta y cinco tripulantes, solo sobrevivieron doce.

—Lord Kitchener no fue uno de ellos —dijo Summer en voz baja—. ¿Encontraron su cadáver?

—No —contestó Julie—. El famoso mariscal de campo no subió a los botes salvavidas, se hundió con el barco.

Un silencio reflexivo llenó el submarino mientras observaban ese barco que se había convertido en la tumba de tantos hombres. Dahlgren avanzó por la banda de babor, cerca de la cubierta principal, hundida en algunos lugares un par de metros. Al acercarse a la proa, vio unas ondulaciones en las planchas del casco. Luego los faros iluminaron un boquete de casi tres metros de anchura cerca de la línea de flotación.

—No me extraña que se hundiese tan rápido —comentó Dahlgren—. Por ese agujero pasaría una camioneta.

Corrigió la posición del sumergible hasta que las luces enfocaron el interior del boquete y vieron una masa metálica retorcida que alcanzaba dos cubiertas. Un abadejo enorme salió del interior, miró con curiosidad las brillantes luces y desapareció en la penumbra.

—¿Las cámaras están grabando? —preguntó Julie—. Será un material de investigación excelente.

—Sí, seguimos grabando —contestó Summer—. Jack, ¿podrías acercarte un poco más al lugar del impacto? —preguntó mientras miraba con atención por la ventanilla de babor.

Jack ajustó los controles de propulsión hasta que se situaron a unos treinta o cuarenta centímetros del agujero.

—¿Hay algo que te ha llamado la atención? —preguntó Julie.

—Sí. Echa un vistazo a los bordes del boquete.

Julie observó los bordes serrados y cubiertos de óxido y no vio nada extraño. En el asiento del piloto, los ojos de Dahlgren se abrieron como platos.

—Que me aspen. Aquel trozo del borde parece salir hacia fuera.

—Lo mismo ocurre con todo el perímetro —dijo Summer.

Julie los miró desconcertada.

—¿De qué hablan? —preguntó por fin.

—Creo que Summer está sugiriendo que acusaron falsamente a los alemanes —contestó Dahlgren.

—¿Por qué?

—Porque —Summer señaló el boquete— la explosión que hundió al
Hampshire
parece que se produjo en el interior del barco.

Noventa minutos más tarde, el trío estaba en la sala comedor del
Odin
viendo los vídeos del
Hampshire
en una gran pantalla plana. Dahlgren pasó deprisa las imágenes iniciales del pecio y redujo la velocidad cuando la cámara se acercó al agujero en la banda de babor. Julie y Summer, sentadas con la nariz casi pegada a la pantalla, observaban las imágenes con atención.

—Para ahí —pidió Summer.

Dahlgren detuvo el vídeo en un primer plano del casco destrozado.

—Aquí se ve con toda claridad —dijo Summer, y señaló el borde serrado de acero que se abría como los pétalos de una flor—. La fuerza de la explosión que hizo esto tuvo que venir del interior del barco.

—¿Pudo haberlo hecho el equipo de rescate de Zaharoff? —preguntó Julie.

—Es poco probable —afirmó Dahlgren—. Aunque seguramente usaron explosivos aquí y allá, lo más lógico es que se abrieran paso para acceder a los espacios interiores que les interesaban. No tenían motivos para abrir un agujero de entrada de este tamaño, y menos tan cerca de la cubierta principal. —Pulsó el botón de PLAY del monomando mientras hablaba—. Los bordes hacia fuera en todo el contorno del boquete son la prueba de una explosión interna; si Zaharoff solo intentó ampliar un agujero que ya existía, el resultado no sería este.

—¿Y si las municiones explotaron debido al impacto de un torpedo o al choque con la mina? —preguntó Summer.

—No es lo bastante grande —contestó Dahlgren—. Por lo que vimos del interior, los daños eran considerables, pero todo se concentraba cerca del casco. Si la munición hubiese estallado, habría destrozado una sección mucho más grande.

—Entonces solo nos queda una explosión interna —aceptó Julie—. Quizá, después de todo, había algo de verdad en los viejos rumores.

—¿Qué rumores? —preguntó Summer.

—La muerte de lord Kitchener en 1916 fue un hecho trascendental. Dos décadas antes había sido el héroe de Jartum, en Sudán, y se le consideraba el artífice principal de la eventual derrota de Alemania en la Primera Guerra Mundial. Por supuesto, puede que fuese más conocido por los carteles de reclutamiento que mostraban su imagen señalándote con un dedo para animarte a que te unieses al ejército. Cuando no encontraron su cadáver, comenzaron a circular las teorías de la conspiración que aseguraban que había sobrevivido al naufragio o que un doble había embarcado en su lugar. Otros afirmaron que el IRA había colocado una bomba a bordo cuando reparaban el barco en Belfast unos meses antes.

—Supongo que este descubrimiento pone un nuevo obstáculo en tu biografía —señaló Summer.

—¿Por eso quería explorar el
Hampshire
, debido a Kitchener? —preguntó Dahlgren.

Julie asintió.

—Documentar el estado del
Hampshire
fue una iniciativa del decano, pero la fuerza impulsora es, desde luego, mi biografía del mariscal de campo. Supongo que tendré que volver a la vieja finca que Kitchener tenía en Canterbury para echar otra ojeada a sus archivos.

—¿Canterbury? —preguntó Summer—. Eso no está muy lejos de Londres, ¿verdad?

—No, a menos de cien kilómetros.

—Londres es mi próxima parada después de que volvamos a Yarmouth.

—Yarmouth es nuestro próximo puerto después de que la dejemos en Kirkwall —explicó Dahlgren a Julie—. Cargaremos provisiones y unos cuantos de nosotros emprenderemos viaje a Groenlandia para otro proyecto. —Miró con envidia a Summer.

—Yo volaré a Estambul la semana próxima para unirme a mi hermano en un proyecto en el Mediterráneo.

—Parece un lugar soleado y cálido —dijo Julie.

—Y que lo diga —gruñó Dahlgren.

—Quizá pueda ayudarte con tu investigación durante unos días, antes de que mi vuelo salga de Londres —se ofreció Summer.

—¿Lo harías? —exclamó Julie, sorprendida por el ofrecimiento—. Sumergirse en unos viejos libros polvorientos no es lo mismo que sumergirse en un pecio.

—No me importa. Siento curiosidad por saber qué le pasó al
Hampshire
. Diablos, es lo menos que puedo hacer después de abrir esta caja de Pandora.

—Gracias, Summer. Será maravilloso.

—No es ningún problema —dijo ella con una sonrisa—. Después de todo, ¿a quién no le atraen los misterios?

20

La tienda con el cartel
SALOMÓN BRANDY - ANTIGÜEDADES
estaba en una pequeña calle lateral de la Ciudad Vieja de Jerusalén, no muy lejos de la iglesia del Santo Sepulcro. Como los otros setenta y cuatro anticuarios del país, Brandy estaba oficialmente autorizado por el Estado de Israel para vender y negociar antigüedades, siempre que los objetos no fuesen bienes robados.

La estipulación legal era un impedimento menor para la mayoría de los anticuarios, que reutilizaban los números de identificación legítimos para vender otros objetos que llegaban por la puerta trasera. Lo curioso era que las leyes que regían la actividad en Israel habían propiciado una enorme demanda de reliquias, y falsificaciones, de Tierra Santa, pues permitían el tráfico de reliquias, una práctica prohibida por la mayoría de los países. Las antigüedades a menudo entraban de contrabando en Israel desde los países vecinos, donde pasaban a ser legales y se vendían a otros anticuarios y coleccionistas de todo el mundo.

Sophie Elkin entró en la bien iluminada tienda y se encogió ante el sonido del fuerte timbre que sonó al abrirse la puerta. En la pequeña sala no había nadie, pero estaba abarrotada de objetos que se amontonaban en las vitrinas de vidrio de las cuatro paredes. Se acercó a una urna central llena de pequeñas vasijas de cerámica con la etiqueta
JERICÓ
. El ojo experto de Sophie vio que eran falsificaciones; muy pronto las comprarían inconscientes turistas en su peregrinaje, una vez en la vida, a Tierra Santa.

'Un hombre rechoncho y de ojos grandes salió de la trastienda con un sucio delantal sobre la ropa arrugada. Dejó una figurilla de arcilla en el mostrador
y
miró a Sophie con inquietud.

—Señorita Elkin, qué sorpresa —dijo en un tono que indicaba que no era bienvenida.

—Hola, Sal —contestó Sophie—. ¿Aún no han llegado los turistas?

—Es temprano. Visitan los lugares santos por la mañana y compran por la tarde.

—Tenemos que hablar.

—Mi licencia está vigente. Rellené el informe a tiempo —protestó él.

Sophie negó con la cabeza.

—¿Qué puedes decirme del robo y el tiroteo en Cesarea?

Brandy se relajó a ojos vista, y luego sacudió la cabeza.

—Una lamentable tragedia. ¿Mataron a uno de sus hombres?

—Arie Holder.

—Sí, lo recuerdo. Gritón y ruidoso. Si no recuerdo mal, una vez amenazó con estrangularme —dijo con una sonrisa.

Dos años antes, Sophie había pillado a Brandy en una emboscada aceptando gran cantidad de objetos robados en Masada. Había retirado los cargos cuando él aceptó cooperar, en secreto, en el juicio contra los ladrones de objetos. Pero de vez en cuando la agente de Antigüedades utilizaba el viejo caso para sacarle información de otras investigaciones en marcha. Por lo general, Brandy eludía la mayoría de sus preguntas, pero en todos sus tratos con él nunca le había mentido descaradamente.

Other books

Never Can Say Goodbye by Christina Jones
Fugue State by M.C. Adams
Road Trip by Jan Fields
Ice Strike by Steve Skidmore
Ray of Light by Shelley Shepard Gray
A Game for the Living by Patricia Highsmith