Read El complot de la media luna Online
Authors: Clive Cussler,Dirk Cussler
Tags: #Aventuras, #Ciencia Ficción
—El jeque comparte tus sentimientos. Considera que un gobierno fundamentalista suní garantizará la seguridad de su país y de toda la región.
—Lo que nos lleva a la noticia siguiente, ¿verdad? —Battal lucía una sonrisa de complicidad.
—Vaya, veo que los pájaros han cantado. Bien, como quizá sabes, me reuní con el comité central del Partido de la Felicidad, y han aceptado que seas su candidato presidencial. De hecho, se mostraron entusiasmados al saber de tu voluntad de reemplazar al imán Keya como su candidato a la presidencia.
—Fue una auténtica tragedia que muriera en la explosión contra la mezquita de Bursa —se lamentó Battal con sinceridad.
Celik ocultó una sonrisa y asintió.
—El comité expresó su voluntad de aceptar tu programa electoral.
—Compartimos la misma filosofía —señaló Battal, con complacencia—. ¿Eres consciente de que el Partido de la Felicidad solo obtuvo el tres por ciento de los votos en las última elecciones presidenciales?
—Por supuesto —respondió Celik—, pero entonces tú no ocupabas el primer lugar de la papeleta electoral.
Era una tentadora llamada al orgullo de Battal, que con su reciente ascenso había aumentado en popularidad.
—Solo faltan unas pocas semanas para las elecciones —dijo.
—Eso juega a nuestro favor —replicó Celik—. Tu candidatura pillará por sorpresa al partido gobernante, y apenas tendrán tiempo de reaccionar.
—¿Crees de verdad que tengo alguna posibilidad?
—Las encuestas indican que si entras en la carrera, te colocará a menos de diez puntos por detrás. Es una diferencia que puede superarse sin problemas por los acontecimientos.
Battal contempló la estantería que contenía los libros musulmanes.
—Podría ser una oportunidad única para borrar los errores de Atatürk y guiar de nuevo nuestra nación por la senda correcta. Debemos seguir los preceptos de la
sharia
, la ley del islam, en todos los aspectos de nuestro gobierno.
—Es tu deber con Alá —afirmó Celik.
—Habrá una fuerte oposición a mi candidatura, sobre todo desde las bases constitucionales. ¿Estás seguro de que podremos superar los desafíos?
—Te olvidas de que el primer ministro es un aliado encubierto de nuestra causa. Ha mantenido su verdadera fe oculta del público, pero estará con nosotros en la formación del nuevo gobierno.
—Me alegra tu confianza, Ozden. Por supuesto, tendrás un papel clave en la dirección de nuestro nuevo Estado, alabado sea Alá.
—Cuento con ello —dijo Celik con aire de suficiencia—. En cuanto al anuncio de tu participación en la carrera presidencial, ayudaré a tus consejeros a organizar una gran manifestación pública. Con parte del dinero del jeque, podremos montar una campaña en los medios que avasallará a la oposición. Estoy trabajando también en otros programas que aumentarán tu popularidad.
—Entonces, que así sea —dijo Battal al tiempo que se levantaba y estrechaba la mano de Celik—. Contigo a mi lado, amigo mío, ¿qué no podremos conseguir?
—Nada, maestro. Nada en absoluto.
Celik se marchó del despacho con paso animoso. «A este tonto se le puede llevar de la nariz sin que se entere», pensó. Si por casualidad a Battal se le ocurría cambiar de opinión, Celik se reservaba un montón de sucias tretas para mantener al muftí controlado.
Al salir de la mezquita, bajo un cielo despejado y un sol resplandeciente, sintió que el futuro no podía ser más prometedor.
En un cubículo casi en penumbra detrás de los vigilados muros de Fort Gordon, en Georgia, Estados Unidos, el intérprete de turco George Withers escuchaba la conversación a través de unos auriculares. Withers, un empleado del Georgia Regional Security Operations Center de la Agencia Nacional de Seguridad, era miembro de un ejército de lingüistas que espiaban las comunicaciones de Oriente Próximo desde la base del ejército instalada en las boscosas colinas que rodeaban Augusta.
A diferencia de su trabajo habitual, que consistía en traducir en tiempo real las llamadas telefónicas captadas por las transmisiones vía satélite, esta conversación había tenido lugar varias horas antes. La información procedía de un puesto de escucha en la embajada de Estados Unidos en Estambul que había interceptado una llamada de móvil a la Organización de Inteligencia Nacional turca. La llamada había sido grabada y cifrada digitalmente y luego retransmitida a Fort Gordon a través de una estación repetidora de la Agencia Nacional de Seguridad en Chipre.
Withers no sabía que la llamada había partido del móvil que Battal tenía sobre la mesa. El terminal había sido activado por control remoto por la agencia de inteligencia turca. Como la mayoría de los teléfonos móviles modernos, el de Battal tenía de fábrica un sistema de rastreo que permitía su conexión a un software secreto. Aunque no conectado, el micrófono del móvil podía activarse a distancia para que captase todos los sonidos a su alrededor. Una vez activado, la señal de audio podía transmitirse a través de una llamada de móvil normal sin el conocimiento del usuario. El muftí había pasado a formar parte de una lista de vigilancia por orden del director de la inteligencia turca, un firme laicista cada vez más preocupado por la creciente popularidad y poder de Battal. La conversación de Battal con Celik, y con cualquier otra persona que entrara en su despacho, era transmitida de forma automática a la organización. Así pues, el lingüista estadounidense que estaba escuchándola era un espía que espiaba a otro espía.
Withers valoró la naturaleza de la llamada, supuso que se trataba de una intercepción no autorizada y decidió que valía la pena pasarla a un analista de inteligencia para una segunda evaluación. Consultó el reloj de mesa y, al ver que era la hora de comer, se apresuró a teclear en el ordenador. Unos segundos más tarde apareció en la pantalla una transcripción escrita de la conversación, realizada por medio del programa de reconocimiento de voz de la agencia. Withers repasó el texto, corrigió unos pocos errores, aclaró un par de comentarios que el programa no había descifrado, y a continuación añadió sus propios comentarios en una hoja aparte. Lo envió por correo electrónico a la sección de asuntos turcos de la agencia, y después salió del cubículo y se fue a la cafetería pensando que probablemente el informe dormiría el sueño de los justos.
El director de la Inteligencia Nacional escuchaba en silencio durante la reunión semanal de su equipo experto en asuntos de Oriente Próximo y Eurasia. Braxton, un taciturno general retirado, era el jefe de Inteligencia del presidente en su relación con el Departamento de Defensa, Seguridad Interior, la CIA
y
otra docena de agencias responsables de proteger la seguridad de la nación.
Los temas principales de la reunión eran las actualizaciones de los acontecimientos que estaban teniendo lugar en Afganistán, Paquistán, Irak e Irán. Un desfile de agentes de Inteligencia
y
oficiales del Pentágono entraba
y
salía de la segura sala de conferencias situada en el Liberty Crossing Intelligence Campus, la nueva sede del director de Inteligencia Nacional ubicada en McLean, Virginia.
Llevaban tres horas de reunión cuando el orden del día llegó a Israel. John O'Quinn, delegado de la Inteligencia Nacional para Asia occidental, se levantó con discreción de la enorme mesa para servirse una taza de café mientras un agente de la CIA hablaba de los últimos sucesos ocurridos en Cisjordania.
—De acuerdo, de acuerdo, allí no pasa nada nuevo —le interrumpió Braxton, impaciente—. Pasemos al resto del Mediterráneo. ¿Qué se sabe del atentado en la mezquita de al-Azhar, en El Cairo?
O'Quinn se apresuró a volver a la mesa porque como agente de la CIA le correspondía responder a esa pregunta.
—El número total de muertos asciende a siete; la explosión se produjo en un momento de escasa concurrencia. No sabemos si la hora se escogió intencionadamente o no. Hubo una única explosión, y provocó graves desperfectos en la sala principal de oraciones. Como ya saben, al-Azhar es la más importante mezquita chiita de Egipto, además de ser uno de los más antiguos y venerados lugares del islam. La indignación pública ha sido enorme, con varias manifestaciones multitudinarias contra Israel en las calles de El Cairo. Estamos prácticamente seguros de que las protestas han sido organizadas por los Hermanos Musulmanes.
—¿El Cairo sabe quién es el responsable del atentado?
—No —respondió el hombre de la CIA—. Nadie con un mínimo de credibilidad ha asumido la responsabilidad, nada sorprendente dada la naturaleza del atentado. Nos preocupa que los Hermanos Musulmanes saquen tajada del atentado para ganar votos y conseguir más escaños en el Parlamento egipcio.
—Solo nos faltaría que los egipcios se volvieran fundamentalistas —farfulló Braxton sacudiendo la cabeza—. ¿Qué dice nuestra inteligencia sobre los posibles autores?
—En realidad aún no sabemos nada, señor. Estamos investigando las presuntas vinculaciones con al-Qaeda, pero hasta el momento no tenemos nada. Hay un detalle curioso facilitado por la policía nacional egipcia: afirman que han encontrado residuos de HMX en el lugar de la explosión.
—¿Y eso qué significa?
—El HMX es un explosivo muy controlado. Es un explosivo de gama alta, por lo general se utiliza en los artefactos nucleares y como propulsor de cohetes. No es algo que podamos asociar con al-Qaeda, y nos parece un tanto extraño que aparezca en Egipto.
O'Quinn, que estaba sentado junto al hombre de la CIA, sintió que se le erizaban los pelos de la nuca. Carraspeó.
—¿Está seguro de que era HMX? —preguntó.
—Estamos esperando el resultado de nuestras pruebas, pero eso es lo que dijeron los egipcios.
—¿Significa algo para usted, O'Quinn? —preguntó el general Braxton.
El oficial de inteligencia asintió.
—Señor, en la mezquita Yeil de Bursa, en Turquía, hubo una explosión tres días antes del atentado en al-Azhar. Quizá leyó el informe. Hubo tres víctimas mortales, una de ellas el líder del Partido de la Felicidad, un grupo político marginal. Como la de Egipto, se trata de una antigua mezquita muy venerada. —Bebió un sorbo de café y luego añadió—: Las autoridades turcas han confirmado que el explosivo utilizado era HMX.
—Por lo tanto, tenemos dos bombas que estallaron en dos países con una separación de tres días —señaló el general—. Ambas en mezquitas históricas, al parecer detonadas en momentos de escasa concurrencia, y con el mismo material explosivo. De acuerdo, ¿alguien puede decirme, por favor, quién y por qué?
Por unos instantes reinó un silencio incómodo en la sala, hasta que O'Quinn se atrevió a hablar.
—Señor, creo que hasta ahora mismo nadie tenía conocimiento de la similitud entre los dos explosivos.
El hombre de la CIA asintió.
—Pondremos a unos cuantos analistas a investigar el posible vínculo. Dada la naturaleza del explosivo, me atrevería a decir que los iraníes podrían estar implicados.
—¿Qué opinan los turcos? —preguntó Braxton.
—Como en Egipto, nadie ha reivindicado su autoría. Nada indica que los turcos hayan identificado a ningún sospechoso.
El general comenzó a removerse en su asiento; la mirada de sus ojos azul cobalto pareció taladrar a O'Quinn. Llevaba menos de un año trabajando para Braxton, pero poco a poco se había ganado su respeto profesional. La actitud del director le revelaba que esperaba más, y por fin acabó por pedirlo.
—¿Cuál es su valoración? —preguntó con voz áspera.
La mente de O'Quinn funcionó a toda velocidad para encontrar una respuesta coherente, pero tenía más preguntas que respuestas.
—Señor, no puedo decir nada sobre el atentado de Egipto, pero en lo que se refiere a la explosión en la mezquita de Bursa, se cree que podría estar vinculada con el reciente robo de varios objetos en el palacio de Topkapi, en Estambul.
—Sí, leí el informe —manifestó el general—. Una congresista se vio involucrada en el incidente.
—Loren Smith, de Colorado. Recuperó algunos de los objetos robados, pero le faltó poco para perder la vida en el proceso. Por lo visto, ha conseguido de alguna manera que su nombre no aparezca en los periódicos.
—Parece que me vendría bien tenerla en mi equipo —masculló el general.
—Creo que en el asalto de Topkapi también se utilizaron explosivos —continuó O'Quinn—. Me informaré sin demora de si se utilizó el mismo que en los atentados de Bursa y El Cairo.
—¿Cuál podría ser el motivo?
—Los atentados contra mezquitas, como hemos visto en Irak, son ataques chiitas en mezquitas suníes o viceversa —respondió el agente de la CIA—. Aunque, en el caso de Turquía, creo que los musulmanes chiitas del país son una minoría no violenta.
—Exacto —confirmó O'Quinn—. Los separatistas kurdos serían los culpables más probables. Turquía celebrará elecciones generales dentro de menos de cuatro semanas. Es posible que los ataques turcos fuesen instigados por los kurdos o por un grupo político marginal que pretenda crear una situación de inestabilidad, pero no veo cómo podría explicar eso la vinculación con El Cairo.
—Creo que las autoridades turcas se habrían apresurado a culpar públicamente a los kurdos de haber tenido algún indicio de que se hallaban detrás de los atentados —dijo Braxton.
—Es probable que tenga razón —señaló O'Quinn. Buscó entre sus notas. Sus dedos se detuvieron en la copia de la intercepción de la Agencia Nacional de Seguridad traducida por George Withers—. Señor, en el frente turco hay otros acontecimientos que podrían ser causa de alarma.
—Adelante —dijo el general.
—Según una llamada telefónica interceptada por la Agencia Nacional de Seguridad, Altan Battal, el muftí de Estambul y uno de los principales clérigos fundamentalistas de Turquía, se presentará como candidato a las elecciones generales turcas.
—El presidente Yilmaz lleva años en un gobierno muy bien consolidado —opinó Braxton—, y Turquía es una nación laica desde hace muchos años. No concibo que ese Battal pueda representar nada más que una candidatura marginal.
—Me temo que no sea así —replicó O'Quinn—. La popularidad del presidente Yilmaz ha bajado mucho debido a la crisis económica, y también se ha visto perjudicado por los recientes escándalos de corrupción que implican a miembros de su gobierno. El muftí Battal, por otro lado, es una figura en ascenso en todo el país, sobre todo entre las clases más pobres y los desempleados. Es difícil saber cómo le irá como candidato político, pero muchos temen que represente un desafío real para el gobierno actual.