Read El complot de la media luna Online
Authors: Clive Cussler,Dirk Cussler
Tags: #Aventuras, #Ciencia Ficción
—Ayúdame a quitarle la chaqueta.
Dirk levantó el torso del guardia y Sophie le quitó la chaqueta negra. Después Dirk lo arrastró hasta detrás de los prisioneros.
—Enterradle las piernas en la arena, y poneos delante del tronco —les dijo a los dos chicos. Los estudiantes se apresuraron a taparle los pies y las piernas con arena, y a continuación se sentaron delante con las piernas cruzadas para acabar de ocultarle.
Dirk le quitó el pañuelo, se envolvió con él la cabeza y se puso la chaqueta negra. Volvió a situarse delante del grupo y cogió el fusil de asalto.
—Ahí viene —susurró alguien con voz asustada.
—Siéntate —le pidió Dirk a Sophie.
Comprobó el arma. Era un AK-74 fabricado en serie y sin duda entrado de contrabando desde Egipto. Estaba familiarizado con esa arma porque en una ocasión la había utilizado en un polígono de tiro. Buscó en el lado izquierdo el selector de tiro para asegurarse de que estaba en automático,
y
accionó el seguro. Preparado, levantó el arma
y
miró al grupo como si montase guardia.
Mahmoud apareció por la playa y se acercó al grupo con expresión de enfado.
—Alguien montó una fuente de agua con un generador —susurró—. El chorro llegaba a quince metros de altura.
Dirk no se movió, a la espera de que el otro se acercase. Se guió por el sonido de las pisadas y, en cuanto le tuvo cerca, se volvió despacio y el AK-74 quedó a la altura del pecho de Mahmoud.
—¿Has cuidado bien de la chica mientras yo no estaba? —preguntó el árabe, que de pronto se quedó de una pieza.
Acababa de descubrir que su silencioso compañero se había vuelto más alto, vestía unos pantalones cortos que estaban empapados, y le miraba furioso con un par de ojos verdes. Y el Kalashnikov apuntaba a su pecho.
—Suelta el arma —ordenó Dirk.
Sophie lo repitió en árabe, pero no era necesario. Mahmoud había entendido muy bien la orden de Dirk. El pistolero miró a Sophie, a los estudiantes, y de nuevo a Dirk. «Aficionados», pensó. Habían engañado a su compañero, Saheem, pero no podrían con él.
—Sí, sí —dijo al tiempo que asentía con la cabeza, y bajó el fusil hacia el suelo, pero de pronto se dejó caer sobre una rodilla, se llevó la culata al hombro y apuntó a Dirk.
El AK-74 en las manos de Dirk disparó primero. Cuatro proyectiles atravesaron el pecho de Mahmoud y le tumbaron de espalda antes de que llegase a apretar el gatillo. Un fuerte jadeo escapó de sus labios. Sus últimas palabras se perdieron bajo el grito de horror de una de las estudiantes. Sophie se levantó a la carrera y se acercó a Dirk.
—Era un cerdo asqueroso —comentó con la mirada puesta en el cadáver.
Dirk respiró hondo para calmar los nervios, y luego se acercó a Mahmoud para recoger su fusil. Desde lo alto de la colina, el sonido del claxon del camión resonó en la playa.
—Quizá sea la llamada a las armas —comentó Dirk—. Tenemos que salir todos de aquí y ocultarnos.
Fue hasta el grupo y llamó a uno de los estudiantes, un muchacho nervudo de piernas largas.
—Thomas, necesitamos que vayas a buscar ayuda. Hay una urbanización a menos de dos kilómetros, en la playa. Busca un teléfono, y a ver si consigues que la policía acuda pronto. Asegúrate de decirles a qué se enfrentarán.
El joven se levantó, miró a sus compañeros y luego se volvió y echó a correr por la playa. Dirk barrió con la mirada el lugar y a continuación se dirigió al grupo.
—Tenemos que irnos antes de que vengan a buscar a sus amigos. Vamos a intentar llegar a la parte de atrás del anfiteatro.
—Este se mueve. —Uno de los estudiantes señalaba la figura tumbada de Saheem.
—Déjale estar —respondió Dirk. Se acercó a Sophie y le dio uno de los fusiles de asalto—. ¿Serviste en las fuerzas de defensa de Israel?
—Sí, cumplí mis dos años. —El servicio militar obligatorio en Israel incluye a las mujeres. Cogió el fusil sin vacilar.
—¿Puedes cubrirnos la retirada? —preguntó Dirk.
—Lo intentaré.
Dirk se inclinó y le dio un beso en la frente.
—Mantente cerca de nosotros.
Dirk acudió en ayuda del doctor Haasis. Los ojos del profesor estaban opacos, y tenía la piel muy pálida por la pérdida de sangre y la conmoción. Con la ayuda de otro estudiante, le sostuvieron para cruzar la playa. Seguido por los demás, los guió por el escenario del anfiteatro en dirección al extremo más apartado de las gradas. Sophie, a unos pocos metros, cerraba la marcha, atenta a la aparición de cualquier figura en la oscuridad.
Casi sin aliento, Dirk cargó con el peso muerto del profesor hasta la parte de atrás de la imponente construcción. Muy cerca, en un lateral, había un almacén pequeño donde guardaban los equipos para los conciertos. Dirk llevó a Haasis detrás del almacén y le acostó en el suelo. Los estudiantes y los agentes heridos se tumbaron junto al profesor. Sophie apareció unos segundos más tarde.
—Nos atrincheraremos aquí a esperar a que llegue la policía —dijo Dirk, convencido de que el rincón ofrecía una buena posición defensiva.
—Dirk, veo unas luces que bajan por el sendero —avisó Sophie en voz baja.
Se asomaron por una esquina del almacén y vieron un par de luces débiles que se balanceaban por el sendero. Los rayos de luz se acercaban a la playa y de vez en cuando se oían gritos de llamada. Uno de los rayos enfocó a Saheem, que había conseguido levantarse pero se tambaleaba como un borracho. No tardaron en encontrar el cadáver de Mahmoud, y el tono de las voces aumentó. Una de las luces recorrió el interior del anfiteatro. Dirk rodeó a Sophie con un brazo y la echó hacia atrás.
—Perdona —susurró, y aflojó un poco la presión—. Llevan gafas de visión nocturna.
Sophie pasó un brazo por la cintura de Dirk y le devolvió el apretón. Permanecieron abrazados unos instantes, hasta que Dirk se asomó de nuevo. Para su alivio, las luces se alejaban por la playa y comenzaron a subir la colina. Unos minutos más tarde se oyó el ruido lejano del motor del camión que salía del parque arqueológico.
Diez minutos después oyeron el aullido de las sirenas y los destellos de las luces de emergencia. Dirk y Sophie subieron al campamento: un grupo de policías armados con linternas de gran potencia y pastores alemanes bajaban por el sendero. Condujeron a los policías al anfiteatro. Los camilleros se ocuparon de llevar a Haasis y a los agentes heridos hasta las ambulancias para evacuarlos de inmediato. Dirk observó con curiosidad que el cadáver de Mahmoud había desaparecido; sus camaradas lo habían cargado colina arriba para llevárselo en el camión junto con los objetos robados.
Después de responder a las numerosas preguntas de la policía, Dirk echó una ojeada a la tienda de los objetos. Tal como suponía, se habían llevado todas las cajas con los papiros. En cambio, todos los demás objetos hallados en el almacén seguían desparramados sobre las mesas, en distintas etapas de análisis y conservación. Al salir vio a Sophie que volvía del aparcamiento. La luz de las lámparas colgadas le permitió ver que tenía los ojos rojos
y
que parecía temblar. Se acercó deprisa y le cogió una mano.
—Acaban de llevarse a Arie —dijo Sophie. Arie era el agente Holder—. Lo han matado por un puñado de objetos estúpidos.
—Eran ladrones y asesinos expertos —comentó Dirk, con un gesto hacia la tienda—. Se han llevado los papiros, y han dejado todo lo demás.
El rostro de Sophie pareció endurecerse.
—El supuesto agente de Antigüedades les dio el soplo. Stephanie, una de las estudiantes, cree que era uno de los pistoleros de esta noche.
—¿Tienes alguna idea de quién emplearía tácticas propias de un comando para hacerse con antigüedades y venderlas en el mercado negro?
—Mis primeros sospechosos serían los Mulos —respondió Sophie—. Una banda de contrabandistas libaneses que se cree que tienen vínculos con Hezbollah. Por lo general se dedican al tráfico de armas y drogas, pero también se han metido en el campo de las antigüedades. Son los únicos que conozco que matarían por conseguir objetos.
—No creo que los papiros sean algo fácil de vender.
—Lo más probable es que ya los hayan cobrado. Esto tiene todo el aspecto de ser un trabajo contratado por un coleccionista rico que no conoce límites.
—Atrápalos —dijo Dirk.
—Lo haré por la memoria de Holder —afirmó Sophie con vehemencia. Contempló el mar por unos instantes, y después a Dirk con una expresión mucho más dulce—. No creo que ninguno de nosotros estuviera vivo ahora de no haber sido por tu aparición en la playa.
—Quería estar seguro de que conseguiría una segunda cita.
—Eso —dijo Sophie poniéndose de puntillas y dándole un beso en la mejilla— te lo garantizo ahora mismo.
Pitt, en la sala de embarque de la terminal, soltó un largo suspiro de alivio. Miró a través de la ventana cómo el avión con Loren a bordo se apartaba de la puerta y carreteaba para ponerse en la cola de aviones que esperaban para despegar del aeropuerto internacional Atatürk. Por fin podía relajarse porque sabía que su esposa estaba fuera de peligro.
Habían sido muchas horas de inquietud desde que en el muelle de Yenikoy había visto cómo los pistoleros se alejaban en el transbordador del Bósforo. Loren y él se habían apresurado a coger un taxi para volver a toda prisa a Estambul. Habían entrado en el hotel por la puerta trasera y pagado la cuenta. En otro taxi habían zigzagueado por toda la ciudad para asegurarse de que no los perseguían, y al final del día se habían alojado en un hotel modesto cerca del aeropuerto para pasar la noche.
—Tendríamos que haber ido a la embajada para comunicar lo sucedido —se quejó Loren al entrar en la habitación—. Al menos nos hubiesen asignado una custodia en un bonito hotel.
—Tienes razón —asintió Pitt—. Después de treinta y siete entrevistas con una docena de burócratas, seguramente nos habrían encontrado un lugar seguro para dentro de una semana. —No le sorprendía lo más mínimo que Loren no hubiese mencionado antes la ayuda diplomática. A pesar de sus muchos años en el Congreso, en muy contadas ocasiones utilizaba su rango para conseguir un tratamiento especial.
—El Departamento de Estado se va a enterar de esto —dijo Loren—. Esos tipos tienen que estar entre rejas.
—Hazme un favor: espera a llegar sana y salva a casa antes de levantar la liebre.
Cambiaron sus billetes, y Loren se marchó en el primer vuelo a Washington. Pitt, como tenía tiempo antes de tomar el avión que le llevaría a Chios, desayunó en un café del aeropuerto y llamó al doctor Ruppé. Se sorprendió cuando el arqueólogo respondió en el número de Roma que le había dado.
—¿Me llamas desde el aeropuerto? —preguntó Ruppé, que oyó el aviso de embarque que sonaba en un altavoz encima de la cabeza de Pitt.
—Sí. Acabo de despedir a Loren y estoy esperando a que salga mi vuelo.
—Creía que ibais a quedaros un día más.
Pitt le puso al corriente de la aventura vivida en el Bósforo.
—Demos gracias de que los dos estáis bien —dijo Ruppé, atónito por la historia—. Esos tipos tienen que estar muy bien relacionados. ¿Se lo has comunicado a la policía?
—No. Después de que descubrieran nuestro paradero con tanta facilidad no me pareció aconsejable.
—Una medida prudente. La policía turca tiene fama de corrupta. Si debo basarme en mis propias malas noticias, hiciste muy bien en actuar de esa manera.
—¿ Qué ha pasado ?
—Me ha llamado mi ayudante en el museo. Al parecer, alguien entró en mi despacho durante el día y lo puso patas arriba. La buena noticia es que no encontraron la caja de seguridad, así que tu corona de oro sigue a salvo.
—¿Y la mala?
—Se llevaron las monedas y algunos de mis documentos, entre ellos tu carta náutica con las coordenadas del naufragio. No puedo afirmarlo, pero tiene que haber una relación entre todos estos hechos. Nunca me había pasado algo así.
—¿Otro subproducto de las filtraciones de la policía turca? —preguntó Pitt.
—Podría ser. Mi ayudante ha presentado la denuncia, y están realizando una investigación. Como en el robo de Topkapi, afirman que trabajan sin ninguna pista.
—A estas alturas deberían tenerlas a montones —se lamentó Pitt.
—Supongo que no podemos hacer mucho más. Me ocuparé de analizar tu corona cuando regrese a Estambul.
—Cuídate, Rey. Te llamaré dentro de unos días.
Pitt colgó el teléfono con la ilusión de que en ese momento se acabase cualquier relación con los ladrones de Topkapi.
Pero en el fondo tenía la sensación de que no sería así.
La casa, de arquitectura marroquí, gozaba de una vista panorámica impresionante del Mediterráneo desde su ubicación en un promontorio rocoso de la costa turca. No era gigantesca, como algunas de las mansiones multimillonarias situadas cerca del mar, pero en cambio había sido construida con gran esmero en los detalles. El exterior estaba revestido de azulejos, y cúpulas pequeñas remataban las esquinas del tejado. La funcionalidad sobrepasaba a la opulencia, y se habían dedicado muchos recursos a garantizar la privacidad de la residencia. Un muro de piedra rodeaba el perímetro que daba tierra adentro para impedir la visión de la casa a los residentes locales y a los turistas que circulaban por la carretera de la costa en sus viajes de ida y vuelta a la vecina playa de Kuadasi.
Ozden Celik, desde uno de los ventanales, miraba más allá de las resplandecientes aguas azules del mar, hacia el borroso perfil de Samos, una isla griega a unos veinte kilómetros de distancia.
—Es indignante que las islas de nuestro litoral pertenezcan a otra nación —comentó con amargura.
Maria, sentada a un escritorio, repasaba una pila de documentos financieros. La habitación, decorada con el mismo estilo que el despacho del Bósforo, tenía alfombras artesanales en el suelo y objetos de la era otomana en las paredes y las estanterías.
—No te amargues pensando en los fracasos de hombres que murieron hace mucho tiempo —dijo.
—Esa tierra era nuestra cuando gobernaba Soleimán. Fue el gran Atatürk quien sacrificó nuestro imperio —dijo Celik con sarcasmo.
Maria no hizo caso del comentario; había escuchado infinidad de veces las diatribas de su hermano contra el fundador de la Turquía moderna. Celik se volvió hacia su hermana; sus ojos brillaban.
—No podemos olvidar nuestro linaje ni aceptar que nos nieguen nuestro legítimo destino.