El complot de la media luna (7 page)

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Authors: Clive Cussler,Dirk Cussler

Tags: #Aventuras, #Ciencia Ficción

BOOK: El complot de la media luna
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—Me gustaría saber qué hacía en un pecio otomano una corona de oro con una inscripción en latín —dijo Pitt.

—Quizá nunca lo sepamos, pero siento mucha curiosidad por saber qué más hay en el barco naufragado —replicó Ruppé—. Por extraño que parezca, se han encontrado muy pocos pecios otomanos en el Mediterráneo.

—Si puedes notificar nuestro hallazgo a las autoridades turcas, haremos todo lo posible por ayudar —dijo Pitt. Le tendió una carta náutica donde había marcado en rojo la ubicación del pecio—. Se encuentra muy cerca de Chios; puede que los griegos tengan algo que decir al respecto.

—Llamaré mañana a primera hora —prometió Ruppé—. ¿Hay alguna posibilidad de que tú y tu barco ayudéis a iniciar una exploración completa del lugar?

Pitt sonrió.

—Nada me gustaría más que averiguar qué hemos encontrado. Me las apañaré para que el barco esté disponible durante un par de días. Tenemos a un arqueólogo a bordo que puede ayudarnos a dirigir la exploración.

—Bien, bien. Tengo buena relación con el Ministerio de Cultura turco. Les alegrará saber que el pecio se halla en buenas manos.

Miró a Loren, que hacía esfuerzos por mantener los ojos abiertos.

—Oh, querida, perdone mis divagaciones históricas. Es muy tarde, hora de que los lleve de vuelta al hotel.

—Más le vale, si no me tumbaré a dormir en uno de los sarcófagos que hay ahí fuera.

Ruppé cerró el despacho, pasaron junto al vigilante y salieron del edificio. Estaban bajando la escalera del museo cuando un par de explosiones sordas sonaron a lo lejos, seguidas del repentino aullido de las sirenas de alarma que resonaban contra los altos muros de Topkapi. El trío se detuvo, estupefacto. Oyeron gritos distantes, seguidos del tableteo de los disparos de armas automáticas que vibraban en el silencio nocturno. El tiroteo continuó, cada vez más cerca. Segundos más tarde, la puerta del museo se abrió y el vigilante corrió hacia ellos con expresión de horror.

—¡Están atacando el palacio! —gritó—. Han saqueado la Cámara de las Reliquias Sagradas de Topkapi, y los guardias de Bâb-üs-Selâm no responden. Debo asegurarme de que la reja está cerrada.

Bâb-üs-Selâm, la Puerta de la Salutación, era la entrada principal al santuario cerrado del palacio de Topkapi. La formaban dos torres octogonales parecidas a las de un castillo de Disneylandia, donde los turistas hacían cola por la mañana para visitar el palacio y los jardines de los grandes sultanes otomanos. Apenas pasada la entrada había una sala de guardia ocupada por los soldados del ejército turco asignados a la vigilancia nocturna. La puerta, situada a poca distancia del museo, estaba abierta de par en par y no se veía ni rastro de los centinelas.

Avni, el vigilante del museo, pasó a la carrera junto a Ruppé y cruzó el aparcamiento. A unos noventa metros de la puerta, pasó de largo una furgoneta blanca aparcada en el bordillo. El motor se puso en marcha al instante.

Al ver que el vehículo seguía con los faros apagados, Pitt se puso en alerta. Intuyó que algo no iba bien, y el instinto le hizo seguir a Avni.

—Vuelvo enseguida —dijo, y echó a correr.

—¡Dirk! —gritó Loren, desconcertada por la súbita reacción de su marido.

Pero él no se molestó en responder; la furgoneta blanca había empezado a avanzar.

Sabía lo que iba a suceder, pero no podía hacer nada para impedirlo. En el momento en que la furgoneta aceleró, no le quedó más remedio que mirar como si estuviera viendo una película a cámara lenta. El vehículo apuntó al vigilante del museo y ganó velocidad. Pitt, sin interrumpir su desesperada carrera, gritó:

—¡Avni! ¡Detrás de usted!

Pero fue un intento inútil. La furgoneta continuó la marcha, siempre con los faros apagados, y arrolló al vigilante por detrás. El cuerpo voló muy alto por encima del capó, dio una voltereta en el aire y chocó contra el pavimento con un golpe sordo. La furgoneta siguió acelerando y de pronto se detuvo con un frenazo delante de la puerta abierta.

Pitt siguió corriendo hacia el vigilante caído. Por la grotesca posición de la cabeza, comprendió que tenía el cráneo hecho trizas; la muerte había sido instantánea. No podía hacer nada por él, así que echó a correr hacia la furgoneta.

El conductor miraba ansioso a través de la Puerta de la Salutación, abierta de par en par. Con el motor en marcha, no oyó los pasos de Pitt hasta que estuvo al lado de la furgoneta. Cuando se volvió para mirar por la ventanilla abierta, un par de manos se metieron en la cabina y le agarraron por el cuello. Antes de que pudiera resistirse, tenía medio cuerpo fuera del coche.

Pitt oyó pasos que se acercaban, pero mientras forcejeaba con el conductor solo vio una sombra con el rabillo del ojo. Tenía el codo metido debajo de la barbilla del hombre; le faltaba poco para arrancarle la cabeza. El conductor se recuperó y luchó para librarse de la sujeción de Pitt. Encajó las rodillas debajo del volante y sacudió las manos. Pitt consiguió apretarle la garganta hasta impedirle respirar, y el hombre comenzó a perder el conocimiento en sus brazos.

—¡Suéltelo! —ordenó una voz de mujer que sonó como un ladrido.

Pitt, sin soltar a su presa medio ahogada, se volvió hacia el cadáver del vigilante del museo. Loren y Ruppé le habían seguido para ayudar a Avni y ahora se encontraban junto al muerto. El arqueólogo apoyaba una rodilla en el suelo y con una mano intentaba restañar la sangre que brotaba de un corte en la frente, mientras Loren, a su lado, miraba a Pitt con expresión de miedo.

Junto a ellos se hallaba una mujer baja con pasamontañas, suéter y pantalón negros. Tenía un brazo extendido y en la mano una pistola que apuntaba a la cabeza de Loren.

—Suéltelo —ordenó de nuevo—, o la mujer muere.

4

Topkapi había sido la magnífica residencia de los sultanes otomanos durante casi cuatrocientos años. El palacio, un inmenso laberinto de edificios decorados con azulejos y construidos en una ladera con vistas al Cuerno de Oro, guardaba muchos de los tesoros de la rica historia de Turquía. Las muy populares y concurridas visitas guiadas permitían conocer la vida privada de los gobernantes, al mismo tiempo que mostraban una impresionante colección de arte, armas y joyas. Entre tanta opulencia real, también había una colección de reliquias islámicas sagradas que eran reverenciadas en todo el mundo. Estas reliquias habían sido el objetivo de los ladrones.

Unos días antes, una furgoneta de una empresa de servicios había introducido en el palacio un pequeño alijo de armas y explosivos. Los ladrones habían entrado en el recinto como turistas a última hora de la tarde y se habían ocultado en una de las casetas de los jardineros. Al amparo de la oscuridad, horas después de que los turistas se hubiesen marchado y las entradas quedaran cerradas, los ladrones habían recogido las armas y los explosivos y a continuación se habían dirigido a la Cámara de las Reliquias Sagradas.

El asalto apenas duró un minuto: volaron con explosivos una pared lateral y mataron de un disparo al guardia de la cámara. Se hicieron con las reliquias que les interesaban y escaparon por el boquete en la pared.

Los ladrones habían programado una serie de explosiones secundarias en diversos puntos del recinto que sirvieron de distracción a su fuga a pie en dirección sur. Una vez pasada la puerta principal, los recogería la furgoneta que los esperaba. Desde allí solo tardarían unos minutos en alcanzar el laberinto de callejuelas de Sultanahmet y perderse en la noche.

Las sirenas de la policía sonaban a lo lejos mientras dos hombres vestidos de negro corrían hacia Bâb-üs-Selâm, cada uno de ellos cargado con una bolsa de lona. La mujer que apuntaba la pistola a la cabeza de Loren impartió de inmediato unas breves órdenes a los hombres en cuanto se acercaron a la furgoneta. Los dos ladrones arrojaron las bolsas al interior del vehículo, luego sacaron al conductor, casi desvanecido, y lo acomodaron en la zona de carga, junto a las bolsas. Uno de los hombres se apresuró a sentarse al volante, y el otro desenfundó un arma y apuntó a Loren. La mujer volvió a gritar a Pitt.

—¡Usted! ¡Apártese de la furgoneta! —le ordenó, al tiempo que le encañonaba—. Esta mujer se viene con nosotros. Si quiere volver a verla con vida, dirá a la policía que escapamos por la Puerta de Gülhane Park. —Señaló con el arma el lado nordeste del recinto.

Pitt apretó los puños; de sus ojos casi salían llamaradas de furia, pero no podía hacer nada. La mujer percibió su ira y apuntó el arma a su cabeza.

—Ni se le ocurra —dijo.

El hombre de la pistola sujetó a Loren por el brazo y la empujó sin miramientos al interior de la furgoneta, subió detrás y cerró la puerta. La mujer retrocedió hasta la puerta del pasajero, siempre apuntando a Pitt, y subió de un salto. El nuevo conductor pisó el acelerador a fondo y la furgoneta arrancó con los neumáticos echando humo.

Pitt corrió hasta Ruppé, que se había levantado pero se tambaleaba como consecuencia del golpe que la mujer le había propinado en la cabeza.

—Tu coche —dijo Pitt deprisa.

Ruppé se apresuró a sacar las llaves.

—Ve. Yo solo te demoraría.

—¿Estás bien?

—No es más que un rasguño —respondió el arqueólogo con una sonrisa débil y mirando su mano teñida de sangre—. Estoy bien. Ve. Yo me encargaré de informar a la policía cuando llegue.

Pitt asintió, cogió las llaves y corrió hacia donde estaba aparcado el Karmann Ghia. El motor del viejo Volkswagen arrancó a la primera. Pitt metió la marcha y los neumáticos chirriaron cuando salió a toda pastilla en pos de la furgoneta.

La zona exterior de Topkapi tenía más o menos la forma de una
A
inclinada, con una puerta de entrada en la base de cada una de las patas. Los ladrones, que al parecer esperaban que la policía apareciese por la Puerta de Gülhane Park, en el norte, se habían dirigido a la Puerta Imperial, en el sur. Pese al gran número de autocares de turistas que llegaban todos los días al palacio, las calles, con árboles a los dos lados, eran estrechas y describían muchas curvas, lo que limitaba la velocidad.

Pitt enfiló la calle principal, por donde había salido la furgoneta, pero para entonces el vehículo había desaparecido. A medida que dejaba atrás varias callejuelas laterales, sintió que el corazón se le aceleraba ante el temor de no encontrar la furgoneta. Se repitió una y otra vez que los ladrones profesionales no solían ser asesinos. Lo más probable era que dejasen libre a Loren a la primera oportunidad. Pero entonces su mente recibió como un destello la imagen del guardia del museo arrollado con toda intención. Además, habían oído numerosos disparos al otro lado del muro del palacio. Su inquietud aumentó al comprender que esos ladrones no vacilaban a la hora de matar.

Pisó el acelerador a fondo y se oyó un doloroso aullido del motor refrigerado por aire del Volkswagen. El Karmann Ghia no era un coche rápido, pero gracias a su tamaño y su peso tomaba las curvas con agilidad. Pitt llevó el pequeño coche al límite, cambiaba de marchas una y otra vez mientras recorría a gran velocidad la sinuosa calle. En una ocasión, viró tan fuerte que una de las ruedas traseras golpeó contra el bordillo y el tapacubos salió disparado y se estrelló contra el tronco de un olmo.

Llegó a un tramo recto que acababa en un cruce. Pitt pisó el freno, el coche derrapó al entrar en el cruce desierto y él se preguntó hacia dónde debía girar. Un vistazo rápido a un lado y a otro le reveló que no había tráfico ni rastro de la furgoneta. La mujer había mencionado la Puerta de Gülhane. No tenía ni idea de dónde estaba, pero recordó que había indicado una dirección con la pistola. A pesar de las vueltas y revueltas que había dado, estaba seguro de que había señalado hacia lo que en ese momento era su derecha. Puso primera, pisó el acelerador, soltó el embrague y salió disparado por la calle que tenía a su izquierda.

El dosel formado por las copas de los viejos robles pasaba como una exhalación por encima de su cabeza mientras aceleraba. Bajó por una ladera poco pronunciada y llegó a otro cruce. Esta vez vio una señal en inglés que indicaba la salida con una flecha hacia la derecha. Sin reducir apenas la velocidad, giró con un derrape y el Volkswagen enfiló el carril contra dirección; por fortuna, no había tráfico.

La calle daba a una recta que pasaba por la Puerta Imperial. Pitt se dio cuenta de que la luz aumentaba a medida que la arboleda de los jardines del palacio daban paso a los apiñados edificios del centro histórico de Estambul. Miró al frente y alcanzó a atisbar unos faros traseros que giraban apenas pasada la puerta.

La furgoneta.

Pitt sintió un hálito de esperanza mientras pisaba el acelerador a fondo en su loca carrera hacia la puerta. Se dijo que los ladrones no se habían equivocado. Si la policía de Estambul había reaccionado a la alarma, aún no había llegado a la Puerta Imperial. Al acercarse, vio lo que parecían los cuerpos de dos soldados turcos caídos a un lado de la calle.

Pasó de largo, cruzó la puerta y de nuevo realizó un viraje cerrado aunque a menor velocidad para que los neumáticos no chirriasen. Un vistazo al frente le permitió ver que la furgoneta había girado al sur, por un bulevar transversal. Pitt se apresuró a seguirla, apagó los faros antes de girar y se acercó al vehículo de los ladrones.

Durante el día, Sultanahmet, el centro histórico de la ciudad, estaba congestionado de coches y gente, pero a esas horas de la noche reinaba la calma. Pitt adelantó a unos cuantos taxis desvencijados y redujo la velocidad al ver que la furgoneta se detenía ante un semáforo en rojo.

Pasaron por delante de Santa Sofía, uno de los principales monumentos de la era bizantina. Edificada como basílica por el emperador romano Justiniano, y convertida después en mezquita, había sido durante mil años el edificio con la cúpula más grande del mundo. Sus frescos y mosaicos antiguos, junto con su imponente arquitectura, hacían de ella uno de los más importantes hitos culturales de Estambul.

La furgoneta giró de nuevo a la derecha para cruzar la plaza Sultanahmet y la explanada delantera de Santa Sofía, donde un puñado de turistas tomaban fotos del edificio iluminado. Pitt intentó acercarse a la furgoneta, pero su avance se vio interrumpido por dos taxis que se apartaron del bordillo.

La furgoneta redujo la velocidad para no llamar la atención cuando un coche de la policía con las luces de emergencia y la sirena encendidas pasó por la calle lateral colina arriba, en dirección a Topkapi. Los pocos vehículos que había siguieron adelante y una manzana después se detuvieron de nuevo en un semáforo en rojo. Un viejo camión de la basura apareció por la calle lateral y se paró muy cerca de la esquina para recoger las bolsas de basura apiladas. El camión cerró momentáneamente el paso a la furgoneta, que tenía detrás uno de los taxis.

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