El complot de la media luna (13 page)

Read El complot de la media luna Online

Authors: Clive Cussler,Dirk Cussler

Tags: #Aventuras, #Ciencia Ficción

BOOK: El complot de la media luna
10.45Mb size Format: txt, pdf, ePub

—Hábleme más de ese personaje —pidió el general.

—Verá, señor, según la biografía oficial, quedó huérfano a una edad muy temprana y tuvo que luchar para sobrevivir en los barrios más pobres de Estambul oeste. Escapó de una vida de pobreza cuando acudió en ayuda de un anciano que fue asaltado por uno de los matones del barrio. Como muestra de su gratitud, el hombre, miembro del consejo de una mezquita, envió a Battal a una escuela musulmana privada y se hizo cargo de todos los gastos para su mantenimiento hasta bien entrado en la adolescencia. La escuela era fundamentalista, y marcó los principios que Battal defiende en la actualidad. Erudito y muy capacitado para la oratoria, no tardó en escalar en la jerarquía musulmana de Estambul. Ahora es el teólogo más reputado de la ciudad. Tiene mucho carisma, pero en sus escritos y sermones defiende las mismas interpretaciones del islam que los talibanes, con continuas referencias a las maldades de Occidente y los peligros de las influencias extranjeras. No hay forma de saber qué ocurriría si saliera electo, pero debemos prepararnos para la posibilidad muy real de perder Turquía de un día para otro.

—Pero ¿tiene alguna posibilidad de ganar las elecciones? —preguntó Braxton, y esta vez había temor en su voz.

O'Quinn asintió.

—Creemos que sí. Y si los militares turcos aceptaran el resultado, no habría más que hablar.

—¿Un gobierno fundamentalista en Turquía? —exclamó un coronel de la fuerza aérea—. Sería un desastre total. Turquía es miembro de la OTAN
[1]
y uno de nuestros más firmes aliados en la región. Tenemos un gran arsenal en el país, incluidas armas nucleares estratégicas. La base de las fuerzas aéreas en Incirlik es de una importancia vital para nuestras operaciones en Afganistán.

—Y qué decir de las estaciones de escucha en territorio turco que nos permiten controlar a los rusos y los iraníes —añadió el hombre de la CIA.

—En estos momentos, Turquía es un punto clave para el transporte de suministros a Afganistán, de la misma manera que lo fue cuando Irak —señaló un comandante del ejército que se hallaba sentado junto al coronel—. La pérdida de esas rutas de abastecimiento pondría en peligro toda nuestra campaña en Afganistán.

—Cabe prever toda clase de posibles escenarios desastrosos —añadió O'Quinn en voz baja—. Desde el cierre del Bósforo, y el corte del suministro de petróleo y gas ruso, hasta un Irán envalentonado. Todo Oriente Próximo se vería afectado, y el impacto de dicho cambio en el equilibrio de poder es prácticamente imposible de predecir.

—Por otra parte —intervino el hombre de la CIA—, Turquía es amigo discreto y socio comercial de Israel, adónde exporta gran cantidad de alimentos y agua potable, además de otras cosas. Si Turquía y Egipto escogen la vía del fundamentalismo, Israel se encontrará cada vez más aislado. Además del envalentonamiento de Irán, yo temería una agresión mayor por parte de Hamas, Hezbollah y otros adversarios fronterizos de Israel, lo que solo conduciría a una violencia todavía mayor en la región. De hecho, un cambio de tanta magnitud en la estructura de poder podría convertirse en el detonante que tanto hemos temido, la chispa que desate la Tercera Guerra Mundial desde el corazón de Oriente Próximo.

El silencio reinó en la sala mientras Braxton y los demás asimilaban estas palabras con creciente inquietud. Finalmente, el general barrió esa incómoda tensión y comenzó a dar órdenes.

—O'Quinn, quiero un informe completo del muftí Battal en mi mesa a primera hora de mañana. También necesitaré un resumen ejecutivo para la sesión informativa con el presidente. Nos reuniremos de nuevo el viernes, y para entonces espero una evaluación del Departamento de Estado y de la CIA. Asignen todos los recursos que sean necesarios —añadió con un tono que no admitía réplica—, pero no dejemos que esto se nos escape de las manos. —Cerró la agenda con un golpe y después miró al hombre de la CIA con cara de pocos amigos—. ¿La Tercera Guerra Mundial? ¡No mientras yo esté de guardia!

10

La llamada al
salat
de la mañana se coló por la ventana abierta de la habitación del hotel y despertó a Pitt antes de lo que quería. Dejó el agradable calor del cuerpo de Loren, se levantó de la cama y fue a asomarse a la ventana. Las puntas negras de los minaretes de la mezquita Azul rascaban el cielo brumoso unas pocas calles más allá. Pitt pensó con ironía que la llamada a la oración ya no la realizaba un muecín gritando desde lo alto de un minarete sino los altavoces colocados alrededor de la mezquita.

—¿Puedes apagar ese escándalo? —murmuró Loren desde debajo de la manta.

—Tendrás que pedírselo a Alá —respondió su marido.

Cerró la ventana y luego observó a través del cristal la imponente arquitectura de la mezquita cercana y, más allá, las aguas azules del mar de Mármara. Una larga hilera de barcos de carga esperaban su turno para cruzar el estrecho del Bósforo. Loren salió de la cama, se puso la bata y se reunió con su marido junto a la ventana.

—No sabía que ese estruendo provenía de la mezquita —se disculpó—. Es muy hermosa. Supongo que la construyeron los otomanos, ¿no?

—Sí, creo que a principios del siglo
XVII
.

—Desayunaremos y luego iremos a verla. Pero después de las aventuras de anoche, creo que no estaré para más visitas turísticas —comentó con un bostezo.

—¿Nada de comprar en el Gran Bazar hasta que no puedas más?

—Quizá la próxima vez. Quiero que nuestro único día completo a solas en Estambul sea relajante.

Pitt se fijó en un barco de carga rojo que se alejaba de la costa.

—Creo que tengo la receta ideal.

Se ducharon, se vistieron, y pidieron que les sirviesen el desayuno en la habitación. Se disponían a salir cuando sonó el teléfono. Contestó Pitt. Habló durante unos minutos y colgó.

—Era el doctor Ruppé desde el aeropuerto. Quería tener la seguridad de que estabas bien —explicó.

—Me sentiría mejor si me hubieras dicho que la policía había capturado a esos asesinos.

Pitt sacudió la cabeza.

—Al parecer no es así. Rey está enfadado porque los medios culpan del robo y los asesinatos a un movimiento antimusulmán. Se ve que los ladrones no hicieron caso de las joyas más valiosas de Topkapi y en cambio se llevaron varias reliquias de Mahoma.

—Has dicho «asesinatos» —precisó Lauren.

—Sí. Mataron a cinco agentes de seguridad.

Loren hizo una mueca.

—¿El hecho de que varios de los asesinos parecían iraníes no ha llevado a la policía en otra dirección?

—La policía tiene nuestras declaraciones. Estoy seguro de que están investigando a partir de un escenario distinto. —En lo más profundo, Pitt tenía sus dudas, pero disimuló su furia al pensar que los secuestradores de su esposa escaparían impunes—. La otra noticia, según Ruppé, es que han mantenido en secreto nuestros nombres y nuestra participación en los hechos. Por lo visto, el robo ha suscitado una indignación generalizada; lo consideran un grave insulto a la comunidad musulmana.

—Aunque si la experiencia casi nos cuesta la vida, estoy de acuerdo —murmuró Loren—. Por cierto, ¿qué robaron exactamente?

—El estandarte de batalla que perteneció a Mahoma. Por lo visto, la indignación sería todavía mayor si no hubieses rescatado la segunda bolsa.

—¿Qué contenía?

—Una capa de Mahoma, conocida como el Manto Sagrado, y una carta escrita de su puño y letra. Es parte de lo que se conoce como los Legados Sagrados.

—Es terrible que alguien intentase robar esas reliquias —opinó Loren, y sacudió la cabeza.

—Venga, vamos a ver el resto de la ciudad antes de que desaparezca algo más.

Salieron del vestíbulo del hotel a las bulliciosas calles del viejo Estambul. Pitt advirtió que un hombre con gafas de espejo miraba a Loren cuando entraba en el hotel. Alta y con la figura de una bailarina de ballet, Loren siempre atraía las miradas masculinas. Vestida con un pantalón claro y una blusa color amatista casi del mismo color que sus ojos, se la veía llena de vida pese al incidente de la noche anterior.

Caminaron un par de calles y se detuvieron delante del escaparate de una tienda de alfombras llamada Punto of Istanbul y admiraron una elegante alfombra Serapi colgada en la pared. Al llegar al final de la calle, cruzaron el Hipódromo, un parque largo y estrecho donde se habían disputado las carreras de cuadrigas en la era bizantina. Un poco más allá se alzaba la mezquita del sultán Ahmet I.

Inaugurada en 1617, era la última de las grandes mezquitas imperiales de Estambul. El exterior mostraba una cascada de cúpulas y medias cúpulas que subían en altura y esplendor hasta culminar en una enorme cúpula central. Cuando Pitt y Loren entraron en el patio, la mayoría de los fieles de la mañana habían sido reemplazados por turistas con cámaras de fotos.

Fueron hasta la enorme sala de oraciones, iluminada por la suave luz que entraba por los vitrales. En lo alto, los arcos de las cúpulas estaban cubiertos por azulejos que dibujaban un intrincado patrón, muchos de ellos en tonos azules, lo que había dado al edificio el nombre de mezquita Azul. Pitt observó una arcada con azulejos de diseños florales que le resultaron conocidos; procedían de la cercana ciudad de Iznik.

—Mira ese diseño —le dijo a Loren—. Es casi idéntico al dibujo de la caja de cerámica que rescatamos del pecio.

—Tienes razón —convino Loren—, aunque el colorido es un poco diferente. Felicidades, es otra prueba de que tu nave se hundió alrededor del siglo
XVI
.

La satisfacción de Pitt duró muy poco. Al observar una pared de mosaicos verdes en el lado opuesto de la sala de oraciones, advirtió la presencia de un hombre con gafas de espejo que miraba en su dirección. Era el mismo que había mirado embobado a Loren fuera del hotel.

Sin decir palabra, Pitt llevó a Loren hacia la salida a paso lento, manteniéndose deliberadamente cerca de un grupo de turistas alemanes que participaban en una visita guiada. Observó con expresión despreocupada la multitud dispersa alrededor de la mezquita con la intención de distinguir algún posible socio del hombre de las gafas. Se fijó en un iraní delgado con un gran bigote y expresión ceñuda que no estaba muy lejos. Llamaba la atención entre los demás turistas, que echaban la cabeza hacia atrás para contemplar el techo. Pitt se dijo que era poco probable que los ladrones de Topkapi hubiesen podido localizarlos tan pronto, pero recordó la amenaza de la mujer en la cisterna. Decidió comprobarlo.

Pitt y Loren salieron de la sala de oraciones detrás de los alemanes, se calzaron los zapatos que se habían quitado al entrar y siguieron a los turistas de la visita guiada por el patio. Controló con el rabillo del ojo si el iraní los seguía.

—Quédate aquí —le pidió a Loren, y luego cruzó a paso rápido las losas de mármol del patio en dirección al hombre.

El iraní se volvió de inmediato y fingió observar la columna que tenía detrás. Pitt llegó a su lado y miró al hombre; era una cabeza más bajo que él.

—Perdón —dijo Pitt—, ¿podría decirme quién está enterrado en la tumba de Atatürk?

El iraní intentó eludir la mirada de Pitt; miró hacia la salida de la sala de oraciones, donde en ese momento se hallaba el hombre de las gafas. Al ver que el otro sacudía la cabeza, se volvió para mirar al director de la NUMA con expresión de desprecio.

—No sé dónde está enterrado ese perro —respondió con una mirada de arrogante intimidación; ese hombre se había curtido en las calles. Desde luego no era un policía de paisano.

En cuanto Pitt vio el bulto de un arma debajo de su holgada camisa, decidió no insistir. Le dirigió una fría mirada de complicidad, dio media vuelta y se alejó. Mientras volvía junto a su esposa, casi esperó recibir un disparo por la espalda; rogó para sus adentros que la multitud y los guardias de seguridad de la mezquita bastasen para impedir un ataque inmediato.

—¿A qué ha venido eso? —le preguntó Loren.

—Solo quería saber la hora. Vamos, a ver si podemos coger un taxi.

El grupo de turistas alemanes avanzaba sin prisa hacia la salida del patio, pero Pitt agarró la mano de Loren y la llevó a la carrera para adelantarlos antes de que llegasen a la puerta. No se molestó en mirar atrás; sabía que el hombre de las gafas y el iraní los seguían. Empujó a Loren a la calle, y tuvo la suerte de pillar un taxi que una pareja de turistas mayores acababa de desocupar.

—Al muelle del transbordador de Eminönü, lo más rápido que pueda —indicó al taxista.

—¿Por qué tanta prisa? —preguntó Loren, un tanto agitada porque su marido casi la había metido a empujones en el coche.

—Creo que nos siguen.

—¿El hombre con el que has hablado en la mezquita?

—Y otro con gafas de sol al que vi cuando salíamos del hotel.

11

El taxi se unió al tráfico y Pitt miró por el parabrisas trasero. Un coche pequeño de color naranja arrancó deprisa con solo el conductor. En la mezquita, el grupo de alemanes continuaba delante de la salida. Sonrió al ver al iraní intentando a duras penas abrirse paso entre la multitud.

—¿Por qué no vamos a la policía? —preguntó Loren con un miedo creciente en su voz.

Pitt le dirigió una sonrisa tranquilizadora.

—¿Y perdernos nuestro único día relajante en Estambul?

 

El taxi amarillo se perdió entre el caos del tráfico en cuanto desaparecieron del espejo retrovisor la cúpula y los minaretes de la mezquita. Si el taxista hubiera ido hacia el norte y se hubiese zambullido en el laberinto de calles de la histórica ciudad vieja, habría despistado fácilmente al coche naranja. Pero el sensato chófer, dispuesto a cumplir con la indicación de Pitt, giró hacia el sur y enfiló la autovía Kennedy Caddesi.

Los perseguidores intentaron desesperadamente darles alcance. Después de recoger a los dos pasajeros, el coche naranja se alejó de la mezquita a gran velocidad y a punto estuvo de chocar contra un autocar de turistas al adentrarse en el tráfico.

—Creo que han girado a la derecha —dijo el conductor sin ninguna seguridad.

—Adelante —ordenó el hombre de las gafas de sol, sentado en el asiento del pasajero al tiempo que le hacía un gesto para que siguiese sus instintos.

El coche giró hacia el sur, se saltó un semáforo en rojo y tuvo que reducir la velocidad al encontrarse con una procesión de vehículos que avanzaban a paso de tortuga. El iraní, sentado atrás, vio un taxi amarillo que dos calles más allá giraba para entrar en Caddesi.

Other books

Unseen Academicals by Terry Pratchett
A Woman's Heart by JoAnn Ross
The Good Sister by Leanne Davis
Loving a Lawman by Amy Lillard
Dead Time by Anne Cassidy
How Animals Grieve by Barbara J. King