A los diecinueve años fue apresado por un buque inglés. Aunque ya tenía la matrícula de capitán fue llevado como botín de leva. Sus ojos azules, llameantes, miraron con odio a los oficiales que procedían con tanta arbitrariedad. Era la misma gentuza que había arruinado a su padre y ahora lo quería arruinar a él. En contra de su voluntad debía servir a esa bandera de líneas cruzadas; de la que hacía poco se habían liberado sus camaradas norteamericanos. Guillermo nació bajo esa bandera pero no la recordaba como alero protector, sino como tenaza.
En la penumbra del barco inglés pergeñó tácticas de fuga. Había que esperar la llegada a un puerto o la proximidad de una nave enemiga. Ocurrió lo último. El
Président
, francés, provocó la alarma. Empezó un combate en el que Brown y sus amigos sabotearon las defensas.
Sabían que Lafayette había colaborado en la emancipación norteamericana y que los principios revolucionarios de París propugnaban la justicia universal. Los ingleses tuvieron que rendirse. El botín de leva, empero, sufrió la decepción. El
Président
no era comandado por Lafayette ni a sus oficiales les interesaba la filosofía de la Revolución Francesa. Guillermo Brown fue arrinconado como enemigo en un sucio calabozo. Injusticia enloquecedora: los ingleses lo habían discriminado por irlandés, luego apresado como norteamericano y ahora los franceses —a quienes ayudó en la batalla— lo despreciaban como inglés. Y no había forma de demostrarles su error. Lo enviaron al puerto militar de L'Orient y de allí a la prisión de Metz. Estaba en pleno continente europeo, lejos de América y también lejos de su Foxford natal. Protestó por los equívocos absurdos: él no era súbdito de la corona británica, sino que fue víctima de un ataque inglés a un barco americano. No merecía la cárcel. Pero los franceses, obsesionados con su enemigo de allende la Mancha, no creyeron esas historias retorcidas.
Guillermo tenía paciencia en el mar, aun cuando su superficie parecía tapada con un manto de aceite y del aire se esfumaba toda brisa: en algún momento, ineludiblemente, sobrevendría el cambio de la atmósfera. Pero nada de paciencia tenía en el monótono encierro de Metz, injusto y absurdo hasta la sublevación. Le advirtieron que era peligroso huir; no encontraría aliados hasta muchas millas de distancia. Él había desarrollado una cualidad que volvería a presentarse en cien oportunidades: la lucidez ante el peligro. En ese momento se iluminaba. Los riesgos dejaban de ser riesgos, los obstáculos se convertían en banalidades. Como resultado de esa lucidez, una mañana el guardián encontró la celda vacía y desparramó la alarma. Brown ya estaba lejos vistiendo un traje de oficial francés. Al llegar a un molino, un soldado que se paseaba bajo los árboles lo vio transpirado y desaliñado. Se acercó para brindarle ayuda. Brown no era capaz de pronunciar un monosílabo en buen francés. Estiró su chaqueta y reanudó la marcha. El soldado apuró el paso. Cuando ya le daba alcance, Brown entendió que sólo tenía una escapatoria: correr. El soldado se despabiló súbitamente y gritó pidiendo ayuda. Apareció el molinero armado de un garrote. Los tres se abrocharon con puños y patadas hasta que el garrote consiguió aplastar a Guillermo.
La cárcel de Metz resultaba insegura y lo trasladaron a Verdún; lo confinaron en el calabozo más alto y hermético. Pero desde el primer día empezó a estudiar otra fuga. Percutió las paredes, examinó cada baldosa, se trepó hasta el techo superponiendo cama, mesa y silla. En el calabozo contiguo estaba el coronel inglés Crutchley. Arrancó un fierro del asador donde calentaba su comida y empezó a horadar el muro bajo la cama con el propósito de establecer comunicación con su vecino. Barría el piso con su sucia chaqueta y escondía los escombros en un baúl. Cuando le fue posible pasar la cabeza, urdió un plan con su flamante cómplice. Decidió labrar otro boquete en el techo. Trabajó de noche, con paciencia, con tenacidad. Tapaba el agujero durante el día con la bandera de su barco, de la que no se desprendió en ningún momento. Esta lealtad al emblema fue gratificante: consiguió abrirse un camino hacia la libertad sin despertar sospechas. Cuando la abertura dejaba pasar el cuerpo, con Crutchley armaron un cable atando todas las sábanas y treparon a la azotea. Acecharon el desplazamiento de los centinelas; se agazaparon en un rincón oscuro y fijaron la cuerda. Al quedar desprotegida la muralla se precipitaron al exterior y echaron a correr hacia el este. Se ocultaron en el bosque durante el día y con las primeras sombras reanudaron la marcha. El coronel, agotado por la tensión y la fatiga, no pudo continuar; se desmoronó al borde del camino con la boca llena de espuma pegajosa. Brown lo cargó al hombro durante un trecho. En una aldea, simulando mudez, consiguieron chocolate crudo. Por fin divisaron el Rhin, límite de Francia con Alemania. En una barca, su dueño esperaba pasajeros fumando una larga pipa. Los fugitivos, con muecas y ademanes le pidieron que los cruzara a la otra orilla. El barquero se negó: esperaba a tres comerciantes que ya le habían pagado, que estaban por llegar. Y siguió disfrutando de la pipa. Guillermo le saltó al cogote. O los cruzaba o lo estrangulaba allí mismo. El rubicundo alemán se congestionó, asintió con los ojos desorbitados. Empuñó los remos y obedeció enérgicamente. Por el majestuoso río navegaban embarcaciones de carga y algunos veleros. Cuando llegaron a tierra alemana le expresaron en inglés y mal francés su agradecimiento. El coronel buscó en sus ropas destrozadas algún objeto, encontró una medalla y se la obsequió. El barquero se conmovió, sorprendido, y sonrió con la vista nublada. Entonces les confesó que no esperaba a tres comerciantes, sino a tres policías: había estado a punto de malograrles la libertad. Los fugitivos se miraron, lanzaron un alarido, se abrazaron y estallaron en una nerviosa, des controlada carcajada. Echaron a correr como galgos arrojándose las briznas de hierba que arrancaban de la colina.
Tuvieron la fortuna adicional de enterarse que una princesa inglesa estaba casada con el duque de Wurtenberg. El coronel Crutchley se enderezó como si ya estuviera saludando a Su Graciosa Majestad y la Corte en pleno; le hervía la patriótica sangre de Albión. Guillermo se divirtió con el regocijo de su compinche y la paradoja de que el viejo y odiado poder inglés por fin le brindase ayuda. Mayor fue el regocijo cuando la princesa aceptó recibirlos. La embelesaron con el relato de sus peripecias y ella, en retribución, dispuso con anglosajona eficiencia que les entregaran ropa, dinero y pasajes para volver a Inglaterra como héroes de la nación.
Otra vez el mar. El infinito, omnipotente mar. El maravilloso bramido de sus olas. El azul. Guillermo aspiró la salobridad que impregnaba el aire. Y que humedecía su cara, su alma.
En Inglaterra se separaron los amigos. Crutchley se reincorporó al ejército y Guillermo Brown ingresó en la marina mercante. Después de haber sido perjudicado dos veces por la Corona británica, se ponía a su servicio en busca de paz. Paradojas del Señor. No estaba su tío para explicarlas.
Cultivó la amistad de Walter Chitty, quien pronto lo introdujo en su familia llena de marinos. La frecuentó con creciente entusiasmo para hablar de rutas y bajeles. Y porque le había fascinado su hermana Elizabeth. Le perturbaba y arrobaba la melodiosa voz, sus espesos bucles, el porte distinguido, los ojos satinados. Habló dirigiéndose a ella más que a los otros; y Elizabeth apreció la frontalidad de Guillermo, su aplomo, su modestia. Franquearon formalidades como las gacelas franquean cercos. En pocas semanas caminaron meses. La delicada mano de Elizabeth se decidió a acariciar la frente de Guillermo. Lo quería, sí, pero ella era protestante, pertenecía a la religión mayoritaria que hizo imposible la vida de su familia en Foxford. ¿Cómo educarían a los hijos? Guillermo ya había pensado la solución, quizás irresponsable, quizá pueril, pero que allanaba el reino de su amor: las hijas mujeres cultivarían la religión de su madre y los hijos varones la del padre. Se casaron el 29 de julio de 1809.
Brown, sobre la veteada mesa del comedor, desplegó varios mapas. Le había comenzado a dominar el deseo de abandonar Europa. Ahora que estaba casado, que esperaba tener hijos, anhelaba alejarse de ese continente convulsionado y ensangrentado por las interminables guerras napoleónicas. Lejos, muy lejos, casi donde el dedo cae de la mesa —¿observas, Eliza?—, corre el río más ancho del mundo. Los primeros navegantes lo llamaron Mar Dulce. En una de sus riberas existe una ciudad dominada por un cerro cónico y en la otra se levanta la capital del Virreinato. Los ingleses pudieron ejercer su dominio en esa zona durante un año y trajeron noticias excitantes sobre su gente y costumbres. Allí podríamos construir un hermoso y apacible hogar.
Los familiares de Elizabeth no estuvieron conformes con tamaño alejamiento. Para practicar el comercio marítimo no tenía que irse al fin del mundo, argumentaron. Guillermo escuchó, filtró, reflexionó, pero actuó según su criterio. Le gustaba consultar, que era diferente a obedecer. En el último eslabón sólo se fiaba de sí mismo. Esta conducta le reportaría éxitos, pero también amargos inconvenientes. La familia de su mujer desparramó razones y lágrimas. Brown consoló con una mano y empacó con la otra. Su decisión ya era irreversible. ¿Acaso barruntaba el destino que le aguardaba en esas tierras desconocidas, casi salvajes? ¿Intuía el estallido de movimientos revolucionarios como los que exaltaron a Irlanda, como los que relataban con unción sus viejos camaradas norteamericanos, como los que alumbraron París? ¿O era sincero su propósito de descansar de tanta guerra y para eso, precisamente, elegía "el fin del mundo"?
Zarparon en el
Belmond
. La costa europea, envuelta en humaredas de cañones e incertidumbre, se hundió en la lejanía. A fines de 1809, tras una travesía turbulenta, desembarcaron en el puerto de Montevideo. Elizabeth traía en su vientre a una hija, la que llegaría él ser novia desdichada del héroe más joven de la escuadra nacional.
Naves de poco calado —sumacas, faluchos, balandras, lugres, pinazas— se desplazan por el río anchísimo en un laborioso comercio que el monopolio español se esfuerza por mantener dentro de madre. En la Banda Oriental el negocio de cueros y el contrabando nuclean la actividad de los pudientes. Brown se entera de la abundancia increíble de vacunos que se reproducen en territorios que ni siquiera fueron colonizados, y que la apropiación de estos bienes se hacía más de hecho que de derecho. Establece contacto con ciudadanos británicos y estadounidenses —por la comunidad de lengua— y se esmera en aprender castellano, al que jamás lograría domar. Adquiere una embarcación de cabotaje para comerciar con los puertos brasileños.
Pero antes sale de Montevideo, cruza el dilatado río y el 18 de abril de 1810 ingresa por primera vez en la capital del Virreinato. En sus hondas faltriqueras se arrugan varias direcciones. No le resulta complicado orientarse. Buenos Aires es parecida a Montevideo, con pocas casas altas, aunque algunas muy bien construidas. El Fuerte protege a la ciudad, rodeado de un foso profundo que se traspone por puentes levadizos. En el otro extremo de la plaza domina el Cabildo, en cuyos altos vive el alguacil mayor. La atmósfera de otoño es transparente y al atardecer un airecillo de hierba perfuma las calles. Le advierten que el nombre de la ciudad no garantiza el clima: llueve demasiado, y entonces la luz argéntea desaparece por semanas. Los carruajes y los animales se hunden en el barro pegajoso, las casas bajas son invadidas por las corrientes sucias, los negros y mulatos forman legión —empapados los pobres hasta los huesos— para socorrer a los vehículos entrampados en el légamo universal.
Brown atraviesa las esquinas haciendo equilibrio sobre tablones provisorios y tiene que mudar varias veces la ropa para continuar sus actividades. En mayo el sol puja efímeramente por restablecerse. Fulgen por horas los charcos en la plaza mayor. Tras las retorcidas rejas se abren las ventanas que ventilan interiores donde lucen espléndidos muebles de caoba y jacarandá. Mientras Brown conversa con un comerciante originario de Bastan llamado Guillermo Pío White, una carreta sobrecargada de carne avanza pesadamente; se bambolea sobre la calle accidentada; y un enorme cuarto de vaca empieza a resbalársele desde lo alto. Unos chicos hacen señas al carretero, pero el hombre encoge los hombros: ¡qué importa un poco más o un poco menos de carne! La jugosa pieza cae al suelo y se aplasta en el barro. Brown no oculta su perplejidad: ese enorme y suculento trozo haría las delicias de una aldea entera en Europa. —Aquí hará la delicia de los perros —contesta su interlocutor—: los perros de Buenos Aires engullen tanta carne que ni pueden moverse, no sirven ni para ahuyentar ratones. Tenemos tantos ratones que valen por un ejército.
En contraste abundan los comercios donde se vende ropa de buena calidad. Los habitantes con recursos visten a la moda europea, aunque sin extremar el lujo. White lo invita a una reunión donde las damas y caballeros revelan destreza en la danza y pulimientos en la conversación. Pero sobre todo detecta un aire de vísperas que no soplaba en Montevideo. Averigua, se interesa, le proporcionan datos sugerentes, inquietantes. Cuando recorre las calles observa que mientras las negras vocean empanadas, los hombres discuten con ardor. Le cuentan que no sólo se discute en las calles, sino en salones, patios, zaguanes, atrios y hasta jabonerías.
Fernando VII fue arrestado por el águila napoleónica. Estas tierras quedan sin dueño nominal y sus presuntos herederos o representantes se disputarán la posesión. Brown desatiende su programa comercial, atraído por los sucesos que se precipitan. Estas tierras del "fin del mundo" sacuden sus costras de quietud. Y él ha llegado para presenciar el momento exacto en que se producirá la detonación. Como si su tío, desde las vecindades de Dios, hubiera dispuesto que experimentase por él la pascua que se frustró en Irlanda, el fulgurante salto de un pueblo hacia la libertad. Vive con arrebato la tensa y lluviosa semana en que trepida el Cabildo, se expulsa al Virrey y se establece una Junta. Se abre paso a codazos para oír una arenga del doctor Mariano Moreno, a quien llaman el jacobino y cuya impetuosidad vale por una legión; entiende poco lo que dice, pero su voz y el entusiasmo que desencadena lo transportan a los montes donde el sermón y el viento y la sangre galopaban al Unísono. También conoce al hábil Juan José Paso: sus argumentos tienen el filo de los aceros damasquinados que en cuatro fintas desbaratan un alud de puntas españolas; un hombre así les hacía falta a los irlandeses para tapar las sucias bocas de los parlamentarios que en Londres sancionaban leyes de hambre y dolor. Brown lo contempla con extrema simpatía, la misma que Juan José Paso le tendrá a él cuando, tan sólo una década después, intercederá ante el Ejecutivo para sacarlo de la cárcel.