En doce jornadas arriban a las Galápagos. La vieja cicatriz de la
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vuelve a hacer agua. Se esmeran en una reparación minuciosa: les aguarda un trayecto larguísimo, sin socorros verosímiles y con muchos enemigos alertados. Procuran reunir la mayor cantidad de alimento, pero en las islas sólo consiguen tortugas. Embarcan setenta tortugas gigantes.
Y empiezan la larga, lenta, mortífera travesía.
El océano caliente y quieto se extiende como una piel rígida, sobre la cual se desplaza un insecto: la
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. El color plomizo inmóvil y la línea tensa del horizonte agobian. Ningún contraste, ningún acontecimiento. Al día sucede la noche, al sol las estrellas, siempre iguales, repetidos, como testimonios de que permanecen en el mismo lugar y terminarán muriéndose, pudriéndose. En el mismo lugar.
La escasez de provisiones impone dietas rigurosas: un bizcocho, algo de maíz o arroz, media libra de tortuga y una pinta de ron. Empiezan a sangrar las encías, los dientes se aflojan y caen. Aumenta la debilidad, caminan como espectros. Antes eran capaces de trepar hacia la punta de los mástiles y hacer acrobacias sobre las perchas en medio de la tempestad. Ahora se desplazan con esfuerzo y permanecen tendidos en cubierta, sin alegría, sin esperanza. Aparecen manchones en la piel, primero rojizos, luego azulados. Brown comprende el peligro: escorbuto.
Proyectan desembarcar en la Isla de Pascua. El océano, dominado por los realistas, se comporta como súbdito fiel de la Metrópoli: cuando los corsarios recorrían las infinitas planchas calientes del trópico, cesaba toda brisa; ahora que se aproximan a tierra firme, se desata la tempestad. La acometida de las olas impide recalar y, al cabo de infructuosas maniobras y correr peligros de naufragio, Brown resuelve continuar nomás hacia el Cabo de Hornos, a casi medio mundo de distancia.
Las provisiones se agotan. De los primitivos bizcochos sólo resta un polvo amarillento, sucio, donde se mueven los gusanos. Las pocas tortugas que aún quedan son reservadas con avaricia para lo que vendrá. Los marineros empiezan a perseguir las ratas cuya carne, huesos y cuero se convierten en comida apetitosa. Durante las tempestades se recoge el agua de lluvia. "La idea de una muerte por hambre lenta y desesperada —relata Brown— carcomía la mente de cada uno de los hombres de a bordo. Y podría decirlo, casi a mí mismo".
Semanas y semanas. El sopor, el hastío, la náusea. Las mismas maderas y velas. La misma cubierta. Las mismas caras hoscas. Una caja con botellas de vitriolo cae sobre la escotilla de la santabárbara iniciando el fuego. Cuatro hombres se lanzan con trapos y frazadas antes que sobrevenga la explosión fatal: son Walter Chitty, Guillermo Brown y dos marineros. Otros hubieran preferido la explosión que terminara con el suplicio de no vivir ni morir.
Por fin penetran en las aguas frías. Cada jornada más frías y agitadas. Se aproximan a los helados laberintos donde murieron tantos navegantes. Entre los rugidos del viento y los empujones de las olas, atraviesan la angosta ruta que une ambos océanos. Se salvan "apenas de un témpano de hielo que pasó raspando el costado del buque". La suntuosa entrada en el Atlántico es festejada con el sacrificio de la última tortuga.
Ponen la vela hacia las Islas Malvinas, no sólo para procurarse cerdos salvajes y lanudas ovejas, sino con la expectativa de encontrar algún ballenero que suministre información sobre las Provincias Unidas. Después de todo, ya estaban en aguas territoriales de la patria libre.
Al acercarse a Puerto Egmont, sin embargo, un viento fortísimo envuelve a la fragata arrojándola contra las peñas. Los malditos gigantes del infortunio lo persiguen sin darle respiro; se obstinan en no dejarlo tocar tierra. El timonel lucha contra los empellones de la borrasca y consigue alejarse del peligro. "No quedaba otra alternativa que continuar navegando, confiando en la naturaleza para el alivio de la sed y el hambre". Las redes y los arpones arrancan comida al mar. Por las venas de los navegantes sólo circula pescado.
La creciente cercanía de Buenos Aires despierta sentimientos contradictorios. Por un lado el ardiente deseo de regresar: hacía más de un año que no veía a su mujer ni a sus hijos y no tenía de ellos la menor noticia. Por otro lado la inquietud por las seguras sanciones que le esperaban a causa de su insubordinación y, más que eso, la amargura de arribar con una sola nave y una tripulación abatida y enferma. Poco favor haría al espíritu de Mayo con los despojos del crucero. "Navegar directamente hacia el Río de la Plata —confiesa Brown— hubiera sido la más grande imprudencia antes de que se supiera algo sobre la situación en su capital".
Habiendo cruzado la latitud de Buenos Aires, el 20 de agosto avista un bergantín inglés proveniente de Montevideo. El capitán le transmite torvas noticias: 10.000 portugueses avanzan por la Banda Oriental y una escuadra de Río de Janeiro se dispone a bloquear Buenos Aires; en las Provincias Unidas reina una anarquía espantosa. Brown convoca a sus oficiales para examinar la situación. Acuerdan proseguir hacia el norte, reparar la nave, curar a los tripulantes y conseguir eventuales refuerzos para recién entonces ingresar en el Río de la Plata con la dignidad que merecen sus denuedos.
El bergantín inglés consiente venderle algunas bolsas de pan.
Las costas brumosas de Brasil ondulan a lo lejos. Estallan fosforescencias sobre las olas que ruedan mansamente. Sobre cubierta los marineros ventilan sus hamacas y jergones. Las redes mejoran el suministro de comida, se obtienen productos más variados. Algunos marineros se recuperan bajo la luz tibia y coruscante. Sacan del mar grandes racimos de sargazos, cuyos frutos hacen estallar con alegría entre los dedos. Alegría efímera, porque el escorbuto no desaparece. Y porque brota una nueva fiebre. No hay médico a bordo. Miguel Brown yace en su camastro delirando; los paños de agua no disminuyen su temperatura. Se aproximan a Río Grande y lo desembarcan en un bote. Lo presentan como marino inglés, víctima de un naufragio, y consiguen internarlo en el hospital. En la
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vuelve a predominar la mesticia.
Se han propuesto fondear en el Caribe, porque allí abundan los frutos silvestres, las aves y puertos de cualquier nacionalidad. Pero el viaje se hace largo, mefítico, y ya no anima ni el espejismo. En Pernambuco echan el ancla a buena distancia de la costa mientras Walter Chitty, disfrazado, desembarca en un bote para comprar provisiones. Al cabo de dos días regresa con dos lanchones repletos.
Reinician la marcha. Otra vez el calor. El sopor. Por lo menos alcanza la comida. Al cabo de inagotables semanas ingresan en el mar de las Antillas. Brown evoca los itinerarios que recorrió cuando joven, a bordo de naves norteamericanas y luego inglesas. Le conviene un puerto británico. Y se interna en la cálida bahía de Carlisle, islas Barbados.
El 25 de septiembre fondea en el colorido puerto de Bridge Town. Los negros transportan cajas a los numerosos buques amarrados en el muelle. Una tupida maraña de cocoteros sombrea las casas de elegante estilo inglés, entre las que se observan escombros. Se entera de que un par de meses atrás se produjo una sublevación de esclavos, con numerosos incendios, saqueos, violaciones y asesinatos. Las autoridades requisan la fragata. Proceden con corrección —pese a ser un lugar frecuentado por piratas— y Brown se dirige personalmente a tierra para mostrar su documentación en regla y solicitar permiso para reparar las averías. El gobernador lee los papeles firmados por el Director Supremo de las Provincias Unidas, se frota un costado de la nariz y divaga sobre qué autoridad puede tener un Director Supremo que no fue reconocido por Su Graciosa Majestad ni por nadie.
Es una ofensa gratuita, protesta Brown. El gobernador lo tranquiliza con un gesto, hace mucho calor para discutir: más tarde le entregará su respuesta. Brown esboza una reverencia, sale, y cuando no lo pueden oír lo manda al demonio.
Cinco horas más tarde se presenta en la
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el edecán del gobernador. De tal chiquero tal chancho. El edecán tiene tiempo de despacharse una imbécil perorata sobre la neutralidad del Gobierno de Su Graciosa Majestad Británica en el conflicto que sostiene la Corona española con sus colonias rebeldes; por lo tanto el señor gobernador no autoriza al señor coronel Brown que repare la fragata, ni que permanezca en el puerto. Extrae el pañuelo de la manga, aspira su perfume y se retira con paso de tero. En la puerta recuerda un detalle: ah, el señor gobernador ¡qué hombre tan humano!, le permite al señor coronel adquirir las provisiones necesarias hasta el próximo puerto. Brown cruje los dientes y lo hace acompañar por un subalterno. Mientras se realizan los aprestos aprovecha el correo inglés para enviar mensajes al representante de las Provincias Unidas en Europa y a su familia en Londres y Buenos Aires.
Imprevistamente tres marineros borrachos gritan que son desertores de la
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y quieren trasbordar a la grande y bien equipada fragata
Brazen
, de bandera Inglesa. Es posible que haya existido un ofrecimiento previo, porque el capitán de ese buque despacha enseguida una pequeña embarcación para recogerlos, sin mediar permiso. El inescrupuloso capitán de la
Brazen
confirma que Brown está en tierra y ordena a su tropa que aborde la
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, tome posesión de sus bienes y secuestre todos los documentos.
El vil procedimiento es desconcertante. Brown se abalanza sobre el despacho del gobernador y desata una borrasca. Su bastón golpea frenéticamente el piso, ritmando denuestos, ironías y amenazas. El gobernador se incomoda, frota sus dedos, pide ayuda al delicado edecán y firma una orden exigiendo al capitán James Stirling reintegrar la
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. Stirling acata, se excusa tangencialmente, conserva el aplomo de alguien que pierde con la misma indiferencia que gana. Y empieza una tranquila conversación con Brown sobre las averías de la fragata; le hace saber que si elige acompañado a Antigua, cuyo jefe de la estación naval es el almirante Harvey, obtendrá permiso para efectuar las reparaciones. Antigua está en la ruta que Brown proyecta seguir de todos modos y acepta la inesperada gentileza de su reciente ladrón, "sin suponer por un momento la trampa que estaba por tendérseme".
Brown está demasiado abatido o apurado o, quizás, olvidado de las abyecciones humanas. Hace un año y medio que inició el crucero desconectándose del mundo en lo que no tuviera directa relación con la guerra a Fernando VII. Actúa con una confianza que no responde a su personalidad. O actúa la parte alienada de su personalidad. Margina el sentido común y pone rumbo a Antigua. Lo sigue Stirling en su
Brazen
. Mientras navegan entre las Barbados y ¡Martinica, el inglés arrima de súbito su buque y le manda un bote a las órdenes de un guardiamarina con los saludos y la solicitud del hablarle. Brown accede a pasar a la
Brazen
para conocer la inquietud de Stirling. Pero apenas salta a cubierta es tomado prisionero. Los piratas actúan con celeridad. Luego abordan la
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y dominan su tripulación, desmoralizada, tullida, entregada. Enseguida proceden a un minucioso saqueo incautándose hasta de la ropa y la vajilla personal del comandante. A los forcejeos y maldiciones de Brown y sus oficiales, el impávido capitán inglés responde: —Así tratamos a los filibusteros...
Otra vez lo agredía Inglaterra. Sus patentes estaban en orden. El alambicado gobernador de Bridge Town le contó que el 23 de abril de 1816 los almirantes de Su Graciosa Majestad habían resuelto mantener estricta neutralidad entre España y sus provincias disidentes. No existía una sola queja por tropelías que hubiese cometido en las Antillas ni en ningún otro mar, ni que hubiese violado el reglamento del Corso. ¿Con qué derecho lo avasallaban? ¿El mismo derecho de los gigantes uniformados que carneaban irlandeses, que lo convirtieron en botín de leva?
No se le permite efectuar reclamaciones, ni entrevistas con el gobernador, ni hablar con su edecán ni con el más bajo de sus subalternos. No se le devuelve una sola libra. Comprimen a su tripulación en la bodega donde agonizan enfermos de fiebre amarilla.
Los llevan a la bahía de San Juan, a doce millas de la ciudad, y los abandonan en una aldea que no ofrece asistencia alguna. Es un caserío miserable que se extiende junto a una playa caliente, sucia, manchada con brea derramada y maderas podridas. El mar no tiene agua sino aceite grueso. Goletas de cabotaje y urcas de carbón llegan y salen del desvencijado muelle. En las tabernas los marineros se emborrachan, bailan y mueren en brazos de prostitutas resignadas. Sobre las paredes de troncos graban inscripciones obscenas o infantiles o desesperadas. Música, alcohol e insectos devoran a los sobrevivientes. Y también la fiebre amarilla. Mueren tres oficiales.
James Stirling inicia un juicio para legalizar su abuso. Esta vez no perderá su presa. Manda sobornar a varios tripulantes para que formulen cargos contra su jefe. Uno de ellos, encandilado por la recompensa, acepta testimoniar que Brown arrojó al agua a su propio hermano. El proceso irregular termina con la condena de la
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, entre otras razones, por haber doblado el Cabo de Hornos sin la licencia de la Honorable Compañía de las Indias Occidentales y por haber violado la neutralidad británica en el conflicto español (!?).
Dicen que en las Barbados se encuentra la sepultura de un nieto de Constantino XI, último emperador de Bizancio, cuyo fantasma aparece de noche trayendo desgracia. Allí mueren varios marineros de la
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. Los nativos se niegan a enterrarlos. Circula la versión de que ellos han traído la fiebre amarilla como consecuencia de su estado calamitoso. Brown, desfalleciente, procura brebajes y pócimas que en algo ayudan. Le arden los ojos, tiene náuseas, diarrea. Cae también enfermo: ahora es el tifus. Cuando se repone, sufre un horrible poli traumatismo con fractura de fémur, hundimiento de costillas y heridas de cadera. La prolongada inmovilización produce escaras que se infectan. La infección deriva en una encefalitis. Brown, antes de perder la lucidez, percibe que es sumergido en aguas profundas donde, paradójicamente, el sol abre su manojo de luz a través de los cocoteros.
Las hojas lanceoladas construyen figuras, cuentan historias. La historia de un niño desamparado, perseguido, hambriento. Un duende maligno se ríe entre los cocos redondos y un cardumen plateado; es siempre el mismo duende: partió de Foxford desatando tempestades, entregándolo a un barco inglés, encerrándolo en dos prisiones, levantando toneladas de agua en los mares australes, perturbándole la inteligencia en las Antillas y succionándole las fuerzas para que se muera ahí, bajo el agua que parece un enramada. De pronto siente que las sierras de un cocodrilo le muerden la cabeza. Se ahoga en el Guayas cenagoso. Lo salva el gobernador español. Y su mujer le moja la cara con agua fría; su mujer está disfrazada de negra. Quiere ver a sus hijos: ella le dice que no hable, que son las pesadillas, que la fiebre, que la sed. Alguno de sus hijos ha muerto. O todos. Está en el infierno, lo sabe por el calor y los dolores. Otra vez el manojo de luz cegadora. ¡Necesito saber! El duende se desternilla de risa, arranca un coco y lo lanza contra su pecho. ¡Qué dolor! El fruto se parte y le moja el cuello, la boca, le entra jugo en la nariz. Necesito una paloma mensajera para mandarle una carta a Elizabeth.