La ropa empapada pesa mucho. En cubierta brama la gritería de una batalla en pleno fragor. Queda estupefacto al comprobar que los realistas ultiman con puñales a los heridos y moribundos. Es una ordalía de odio. Se abalanzan sobre los caídos abriéndoles el vientre o degollándolos. Algunos inválidos, con una pierna o un brazo destruido, se arrastran como serpientes hacia la borda con la esperanza de arrojarse al agua, otros tratan de ocultarse bajo los cadáveres. Las botas pisotean cabezas y la sangre corre a borbotones. Brown se apodera de un sable y una mecha encendida y corre hacia la santabárbara. Con voz de trueno exige que pare la carnicería o hará estallar la nave. La soldadesca se sosiega ante la visión de este hombre decidido, chorreando agua y sangre, con el fuego en alto. El jefe realista ordena cesar la lucha y jura por su honor que respetará como prisioneros de guerra al comandante y a todos los sobrevivientes.
A Brown no le quedan ropas para cambiarse: los soldados han saqueado cámaras y baúles. Encuentra una bandera argentina abandonada sobre cubierta. La alza, la dobla en cuatro y se envuelve en ella. Al descender a la playa, hombres y mujeres se aglutinan para observar al intrépido que hizo tambalear el Callao, conquistó el fuerte de Punta Piedras y estuvo a un paso de ingresar triunfalmente en Guayaquil. Entre los curiosos se encuentra el obispo que logró frenar un levantamiento patriota. Brown camina con porte arrogante, el cabello y la barba desgreñados, seguido por los cuarenta y cuatro hombres que escaparon de la masacre, casi todos heridos. No parece un derrotado. Nadie se atreve a pronunciar un denuesto, ni un grito, ante su insólita majestad.
El capitán de navío Juan Basca y Pascal, gobernador de la plaza, cumple con la palabra empeñada. Envía ropas a Brown y lo invita a su mesa.
Brown toma un baño, afloja sus músculos sometidos a un esfuerzo sobrehumano, se viste y, asumiendo la dignidad de jefe naval, se presenta en la residencia. Un soldado lo acompaña alzando un candelabro de oro. El gobernador está cenando en compañía de las más ilustres personalidades de Guayaquil, que han concurrido para felicitado por su victoria.
—Venga —dice a Brown con un gesto generoso y sonriente—; siéntese a mi lado, porque aunque usted nos ha dado algo que hacer para ayudar a nuestro apetito, estoy resuelto a que cene con nosotros, sin ceremonia.
Brown se ubica con naturalidad, como si se encontrara en una recepción de aliados. El obispo, sentado a la derecha del gobernador, se sorprende por su compuesta calma.
—¿Por qué parece tan cómodo y contento como si estuviera en Buenos Aires y entre sus amigos? Usted no sabe en qué manos ha caído —e inclinándose para que el cuerpo del gobernador, sentado entre ambos, no le quitara de vista el ojeroso rostro de Brown, agrega—: ¿O espera escapar de aquí con vida?
Brown responde con lentitud: sabe perfectamente que está en manos españolas. Y como el silencio que impera en el cuarto lo invita a seguir hablando, añade que él hizo muchos prisioneros españoles respetando y asegurando sus vidas. Pero de todas maneras, no le afligía perder la suya. Claro que tenía esposa e hijos, quienes estarían de duelo. Hasta entonces su carrera cursó con éxito y era gloriosa.
—Si ahora perderé la vida de una manera tan trágica —concluye mirando al obispo—, deseo tener el placer de beber una copa de vino con Su Reverencia.
No sólo el obispo, sino el gobernador y los demás caballeros sentados a la mesa beben con el prisionero. "Después de esto —recuerda Brown— no se habló una sola palabra con la intención de herir mis sentimientos". "Estoy cierto que si hubiera actuado como servil o tímido, la muerte hubiera sido mi destino".
Los demás prisioneros son confinados con menos restricciones y pueden establecer contacto con los nativos. Explican las razones de la expedición y ganan su simpatía.
El gobernador Basco y Pascal mantiene otras conversaciones con su intrépido prisionero. Sabe que Brown es autor del descalabro realista en el Río de la Plata. Lo hace ir a su despacho donde, cruzando las piernas, le hace una confesión:
—He ganado, mi estimado coronel Brown, merced a un aliado imprevisto: el río Guayas. Si no hubiese descendido bruscamente su nivel inmovilizando al
Trinidad
, usted ya estaría dominando Guayaquil.
Brown le agradece la cortesía con un movimiento de cabeza. Luego el gobernador lo invita a servirse de una gran fuente que desborda frutos tropicales. Puede utilizar la vajilla de plata y beber en copa cuyo cristal fue traído de Venecia.
—Tenía pocas esperanzas de vencerlo —continúa el jefe español—, porque las infectas ideas revolucionarias ya perturban a demasiada gente. Son como niños ¿sabe?, piensan que basta echarnos para formar una gran nación. ¡Qué ingenuos! En primer lugar la suerte nos favorece, como usted acaba de enterarse; en segundo lugar, las acciones estrambóticas terminan en el ridículo. Dicen que su Gobierno prepara un gran ejército para cruzar los Andes y atacamos en Chile. Y bien, mi coronel, o no hay tal ejército o lo destinarán a otro frente, porque hasta ahora ni una columna se atrevió a escalar el primer risco. Algo más: ¿sabe que el general Rondeau fue destruido en la batalla de Sipe-Sipe?
Miguel Brown es prolijamente informado sobre el fracaso del operativo y, colérico, dispone liberar a su hermano o correr la misma suerte. Remonta el río con la totalidad de sus naves haciendo alarde de agresividad. El gobernador, temiendo que un nuevo ataque produzca el levantamiento que el obispo frenó a duras penas, ofrece parlamentar. Sus mensajeros van y vienen, trayendo la descripción minuciosa sobre cantidad de hombres y armamento con que cuentan los corsarios. El astuto jefe realista dilata las negociaciones: no quiere reanudar los combates porque será derrotado, y no quiere entregar su prisionero porque vale como el tesoro de Atahualpa. Necesita ganar tiempo hasta que arribe la poderosa escuadra española que zarpó de Lima con más de un millar de soldados para convertir en polvo a estos cincuenta bandidos.
Los regateos le conceden días, días que aproximan la escuadra. Pero también días en que va creciendo el fermento revolucionario por la presencia del ilustre prisionero. Su nombre es repetido con admiración —y hasta con cariño— en Guayaquil y en las montañas. Hubiera sido mejor haberlo dejado morir entre los dientes de los cocodrilos o explotar con la santabárbara. Ahora ya es tarde para ejecutado: sería inevitable la reacción popular.
La escuadra limeña no aparece en el horizonte, sin embargo. El gobernador afina su análisis. Si Brown continúa despertando el favor de los criollos o los corsarios disparan un solo tiro, cuando lleguen las fuerzas de Lima sólo encontrarán las cenizas de Guayaquil. En realidad el tiempo juega en su contra. Resuelve entonces desprenderse del prisionero antes que sea demasiado tarde. Indica a sus representantes que apuren un arreglo. Los corsarios ignoran las angustias del gobernador y acuerdan devolver algunos prisioneros españoles y pagar un rescate, seguros de realizar una operación ventajosa.
De esta manera el bravo almirante es conducido hacia sus hombres que lanzan alaridos y agitan los puños al vedo sano y salvo. Viste una reluciente chaqueta azul recamada en oro, pantalón blanco y gorra de hule galonada; cuelga de su brazo la bandera que cayó del bergantín y con la que se envolvió al descender como prisionero.
Retorna el mando de la flota y pone rumbo hacia el océano. En las míticas Galápagos se procede a repartir las presas, reparar y reaprovisionar las naves. Hipólito Bouchard queda con la
Consecuencia
y
Carmen
, mientras Brown con la
Hércules
y el
Halcón
.
Bouchard decide enfilar hacia las Filipinas, recorrer la costa de África y, desde allí, dirigirse a Buenos Aires circunvalando el globo; espera obtener nuevos triunfos para la causa patriota hostilizando el comercio español en los lugares más insólitos de la Tierra.
Brown, en cambio, se dirige hacia la espaciosa bahía de San Buenaventura, donde abunda la leña, frutos silvestres, buena caza y agua potable. "Hubiera sido imprudente continuar viaje a Buenos Aires sin tener provisiones en cantidad suficiente". Los marineros, además, pueden revolcarse sobre la hierba, correr tras los pájaros de colores rutilantes, asar la carne como en los lejanos tiempos de la pampa.
Brown encomienda al doctor Handford, cirujano de la escuadra, y al oficial colombiano Banegas, al que liberó de la fragata española, vayan hacia Calí y Popayán en busca de auxilios y provisiones. El cirujano apila cartas de Brown para los jefes patriotas de ambas provincias, informándoles sobre el crucero y ofreciendo su leal colaboración a la causa americana.
Se debe recordar que la incomunicación de los corsarios con su Gobierno, aliados y familiares es total. No disponen de correo, no tienen acceso a las poblaciones donde, indirectamente, hacen crecer los sentimientos de liberación. Las informaciones son sólo intuiciones, deducciones, presunciones. Están condenados a vivir sobre el desierto —sea agua, sea tierra— y considerar toda presencia humana, hasta que se demuestre lo contrario, como enemiga.
El
Halcón
luce muy deteriorado, con los flancos hendidos por la metralla, el trinquete desarbolado y algunas cuadernas rotas. Sus averías son tan importantes que por eso Bouchard se negó a aceptar la nave, endosándosela a Brown. Brown no desprecia los buques heridos como un médico no desprecia a los enfermos. A falta de dársena lo conducen a un estero para descubrirle la quilla. Con sogas y palancas consiguen iniciar la inclinación. Pero la base resbala, las sogas comienzan a ceder por el otro extremo y el buque se tumba con estrépito sobre las aguas estancadas arrastrando al fondo una pequeña embarcación donde estaban todas las provisiones. Esto es terrible. Trabajan como diablos para sacar la nave del cepo. Pero no logran rescatar las provisiones. Hay que esperar el socorro de los nativos o "pasar algunos meses en esta costa esperando que Buenos Aires enviara un ejército a través de las cordilleras al año siguiente, como lo había prometido".
El
Halcón
es finalmente reflotado y se ensaya otra técnica, colgándolo con mejores aparejos de los árboles altos y robustos. Los hombres acostumbrados a trepar mástiles en plena tempestad no tienen inconvenientes en subir como gatos hasta la copa de los árboles y fijar las sogas. Luego de atado bien y controlar la ubicación correcta de los cables, izan al
Halcón
. Se conceden un descanso merecido antes de iniciar la segunda parte de la tarea: reparación del costillar, sutura de rumbos, calafateo de toda la base. Brown, asistido por carpinteros y herreros, controla con satisfacción el progreso de los trabajos: en Buenos Aires, cuando preparaba la Escuadra de 1814 no gozó de mejores comodidades. Pero ahora un silbido urgente lo pone en guardia y enseguida estallan los aparejos. Tarde. El
Halcón
se va a pique desvencijándose por completo. Revienta como una nuez. Las corridas y los lamentos no pueden recuperar el caos de cuadernas quebradas ni evitar la balumba de los desperdicios.
Lo que se puede salvar es transportado a la
Hércules
, la abnegada "fragata negra" que entró victoriosa a Montevideo y surcó todo el Pacífico a pesar de la herida que las peñas australes le abrieron en el vientre. Es la última y única nave que le resta a Brown de su expedición corsaria. Con ella deberá realizar la larga y peligrosa travesía de regreso.
Unos pescadores criollos le arriman preciosa información que bebe como agua en un desierto. El general Pablo Morillo, que iba a ser enviado al Río de la Plata, ha desembarcado en el Caribe, ha vencido a numerosas fuerzas patriotas y ha ocupado Bogotá. Es un hombre fogueado en las guerras contra Napoleón, y esas guerras lo hicieron sanguinario. Sus acciones represivas ya tienen sórdida fama. Se propone llenar de cadenas rápidamente a todo el país, avanzando por la costa. No debe estar lejos. Además, varios buques de guerra comenzaron a patrullar las inmediaciones. La bahía de San Buenaventura se convertirá en una trampa. Urge que Brown la abandone cuanto antes.
Se escurrieron cuarenta días desde que el doctor Handford y el oficial Banegas partieron hacia el interior del país. El calor y los mosquitos abruman. Varios tripulantes contraen una enfermedad del trópico que nadie sabe diagnosticar ni curar. Pronto serán asaltados por el general Morilla o por una flota bien armada. Ni rastros de los emisarios —¡maldición!— ni señales de algún contacto. Tienen que partir mientras la ancha boca de la bahía permanece despejada. La tripulación total ya se ha reducido a 53 miembros, varios tendidos con fiebre. Brown recorre con su leal catalejo las verdes anfractuosidades de la selva, cada vez más persuadido de que toda espera será inútil, pero no se atreve a pronunciar la orden de partida abandonando a Handford. Algunos hombres desfigurados por los padecimientos le expresan que han decidido quedarse: ¿la locura del trópico? Está bien, no es tan grave como la locura de los laberintos australes. Brown les paga y aconseja refugiarse en el interior del país. También les deja armas y municiones para ser entregadas a los patriotas de Nueva Granada. Y les confía una carta y 30 onzas para el sacrificado médico, aunque teme que lo haya capturado la muerte. Cree que ha llegado al límite de espera y ordena zarpar.
Ignorará durante mucho tiempo que pocos días después aparecería el doctor Handford secándose la inagotable transpiración, provisto de la nutrida ayuda que reclutó en Popayán. Lo seguían varios patriotas deseosos de embarcar en la
Hércules
para evadir la muerte decretada por Morillo. Encontraron deshabitada la calurosa bahía, con los restos del
Halcón
desparramados en el estero y el mar despejado de navíos.
El viaje de los corsarios hacia el poniente es muy triste. Su misión puede considerarse concluida. Los enfermos gimen en las cámaras. La hermética incomunicación a que están sometidos les impide enterarse de los beneficios que aportaron a la causa de la libertad. Sólo pueden medir sus éxitos por el número de buques apresados o hundidos, prisioneros tomados y fortificaciones devastadas. No es posible computar la desmoralización introducida en los cuadros realistas. Tampoco evaluar el fermento revolucionario que sembraron en las costas del Pacífico. Regresan a la patria con el ánimo envejecido.
Guillermo Brown ya no puede frenar las evocaciones nostalgiosas. Todos los días aparecen el rostro de Elizabeth y el de sus hijos. Los extraña demasiado, más de lo que se admite entre los marinos, porque su profesión es navegar, estar siempre lejos. Imagina a su mujer atendiendo las necesidades del hogar, proveyendo ropa y comida, arreglándoselas con los recursos que le había dejado y que seguramente llegaban a su fin. ¡Cómo desea abrazarlos! ¡divertirlos con algunas de sus peripecias! ¡por lo menos hacerles saber que está vivo y camino de regreso!