Brown levanta la lámpara de alabastro y la instala en el centro de la mesa para que su mujer, concentrada en la costura, tenga mejor iluminación. Se sienta a su lado, en silencio. Los niños duermen. La brisa de hierba arrulla el follaje de los aguaribayes corpulentos que rodean la casa. Una chicharra se empeña en asegurar que le llega el estío. Brown afloja su cabeza contra el respaldo de la silla. La lámpara proyecta su sombra enorme contra la pared. Tamborilea los dedos.
—La
Hércules
será comandada por Miguel y el
Trinidad
por tu hermano Walter, Eliza. —Ella asiente, así estaba dispuesto hace meses, ¿no? Brown agrega:— Y yo comandaré la expedición ...
Vuelven a callar. Elizabeth permanece quieta, la aguja inmóvil, tan turbada como su mano. Brown espera las preguntas inevitables. —¿Cómo, piensas abandonarnos otra vez, dejar los negocios recién tomados? ¿Piensas desobedecer al Gobierno? Te han ordenado que permanezcas en Buenos Aires; el Gobierno fue generoso, Guillermo: te obsequió la fragata
Hércules
, te respeta, te consulta; ¿o es que actúa de otra forma?
—No, el Gobierno insiste que permanezca en tierra.
Elizabeth no entiende; se resiste a entender. Cuando lo veía ir y venir aprestando la flotilla, interesándose por cada detalle, temía que lo entusiasmara el viaje. Pero las instrucciones reservadas eran precisas y Guillermo no cometería la torpeza de violar órdenes.
—No está bien... —balbucea Eliza.
—Se trata de una acción demasiado importante para que la confíe a gente inexperta —arguye Guillermo—. Es necesario encender el espíritu de la Revolución a lo largo del continente, quebrar el poderío de Lima, hostilizar la navegación del Pacífico, preparar el terreno para una eventual campaña libertadora en Chile, Perú, Nueva Granada...
Eliza le ruega que consulte.
—No; esta vez no haré consultas —se acaricia el amplio mentón—. El país está lleno de sinvergüenzas y de oportunistas. No pagan los sueldos; los oficiales ni tienen ropa. Me han regalado la
Hércules
, es cierto; parece hasta un regalo excesivo, demasiado grande para mis merecimientos. Pero yo he tenido que pagar las reparaciones; ¿te consta cuánto me ha significado aprovisionada? ¿Y todo esto para mandada al desastre? Se avecinan cambios políticos en Buenos Aires; y yo te digo que a mí no me interesan: son luchas de facciones que dispersarán las energías. Para eso me necesitan aquí, para arrastrarme a uno de los bandos. Eso no me gusta. Así que yo me voy, Eliza. Con tristeza, porque los dejo a ustedes, y con alegría porque haré algo bueno.
El día fijado embarca y asume el mando de la expedición. Los tripulantes celebran la presencia del aguerrido jefe, que destruye los inquietantes rumores sobre instrucciones secretas que lo conminaban a quedarse en Buenos Aires.
Da la vela hacia Colonia para completar su aprovisionamiento con carne de tasajo y otros artículos. El trayecto que le espera es demasiado largo y carente de recursos.
Las autoridades se enteran de su sorpresiva resolución y despachan un falucho para llamado al deber; no ocultan su cólera. Brown contesta sin rodeos que no está dispuesto a retractarse; ha meditado intensamente sobre este paso audaz; no tiene dudas. El Gobierno insiste, entre autoritario y suplicante, estableciendo un diálogo tenso y hasta hipócrita, porque llega a prometerle que si volviera a Buenos Aires con las naves, no habría dificultades en convenir que dirigiera la expedición más adelante, entregándole para ese fin los documentos necesarios. Pero Brown ya tiene en su poder los documentos y le escribe al Director Supremo que ninguna intriga le convencerá de regresar, aunque dejaba lo que más quería en el mundo; estaba contento por alejarse de "un lugar (Buenos Aires) donde veo a los hombres honestos despreciados y a los pícaros favorecidos".
En el Gobierno reina la perplejidad. Algunos exigen sanciones inmediatas, otros prefieren adecuar los procedimientos a los hechos consumados. Surgen, así, resoluciones contradictorias. El Director Supremo, "convencido de los nobles propósitos que lo animan", autoriza a Guillermo Brown a efectuar el corso. Pero, en Acuerdo Reservado, declara que "su conducta es desarreglada, insubordinada y de la entera desaprobación del Gobierno, y que, por lo tanto, se lo considera despojado del mando de la Comandancia de la Marina y de todo goce de sueldo". En dicho documento se afirma que "la autorización que se le ha dado el 19 del corriente, sólo ha tenido por objeto atraer a la dependencia del Gobierno los buques que comanda, y no exponer los fondos nacionales invertidos en ellos a la violencia del carácter altivo de este extranjero".
No se sabe cuáles eran las "importantes tareas" que Brown debía realizar en Buenos Aires, superiores al crucero por el Pacífico y que desataron la ira del Gobierno patrio en su contra. Es curioso que, precisamente los realistas, hayan considerado sus desavenencias con el Gobierno como un truco destinado a evitar una reacción defensiva de la Metrópoli. Presentían que estos corsarios del Río de la Plata ocasionarían en las aguas del Pacífico muchísimo daño a los intereses de la Corona. En una exposición a Fernando VII, con susto le advierten que "no son calculables, señor, los males que causarán esta clase de aventureros en las circunstancias en que se halla la Mar del Sur. La quiebra de infinitos comerciantes; la cesación entera del comercio de Chile con Lima, Guayaquil y la costa baja; aquéllos serán privados de toda comunicación entre sí y con España; (…) el disgusto que causará en Lima la falta de los trigos de Chile y la desesperación en que caerán los habitantes de este reino al verse precisados a arrojar al campo sus cosechas. Éste será el primero y no más fatal resultado de aquella expedición".
En octubre de 1815, completado el aprovisionamiento de su escuadrilla, Brown se interna en el mar. Entre sus armas figuran copias de un mensaje que había pedido semanas atrás al Director Supremo —antes de la desobediencia— con el objeto de distribuir en Chile. Es una ardiente proclama que invita a un levantamiento contra el poder colonial.
Dice, enfáticamente:
¿Será posible que el terror contenga vuestra indignación? Fijad la vista en esos montes cubiertos de cadáveres y vuestro furor será exaltado (...) No borréis con una criminal apatía el honor que adquiristeis el 18 de septiembre de 1810. Nadie puede mandar contra vuestra espontánea voluntad sin que merezca el nombre de tirano (…). Erais libres y habéis vuelto a la esclavitud (...). Las cenizas de Lautaro y Caupolicán inspirarán nuevo valor: tomad las armas para arrojar de vuestro territorio a los impostores que lo han profanado (...) He remitido ya fuertes destacamentos al sur de los Andes: las tropas aguerridas del Río de la Plata se preparan a abrir la campaña; el pabellón nacional tremola en vuestros mares y la marina del Estado hará sentir a los tiranos el poder de la libertad.
El trayecto hacia el extremo sur no tiene incidentes. Poco a poco cambia el clima y el paisaje, tornándose más hostil. La luz mengua su vigor y oscuros frentes de tormenta se yerguen en lontananza. Va desapareciendo la vegetación de la costa. Los pequeños buques son saludados por multitud de pingüinos que se desplazan por las playas frías con paso tieso y bamboleante. Las focas son indiferentes, entretenidas en revolcarse con despreocupación sobre las grandes piedras donde rompe el agua.
Doblan el Cabo de Hornos. Ninguna nave enemiga, ninguna tempestad. El aire helado, no obstante, susurra cadencias fúnebres. Por entre los témpanos aumenta el silbido de las ráfagas. Ya están lejos del mundo: penetran en la virginidad ríspida de la naturaleza. Con su hermano Miguel y su cuñado Walter Dawes Chitty comenta la grandiosidad del desierto blanco. Las arboladuras desafiantes de los buques ingresan en los siniestros laberintos. Y el agua empieza a inflarse, a saltar con furia, como si estos intrusos la hubieran ofendido. Una vela es arrancada por el chicotazo del viento. Contra la proa avanza un remolino lechoso y salvaje. Crujen las maderas. Resbalan cajones. El
Trinidad
pierde su tajamar, quedando en un estado precario que obliga a cambiar el rumbo y dirigirse hacia el Estrecho de Magallanes.
El viento y la lluvia empujan las naves hacia los riscos de las costas, donde les espera un golpe mortal. "El agua rompía hasta la altura de los topes de los palos" —escribe Brown—. Antes del anochecer logran guarecerse en una anfractuosidad. Pero el
Trinidad
es lanzado nuevamente contra las rocas y prefiere afrontar los riesgos del mar abierto; se lanza entonces hacia el sur, perdiéndose en la noche. Brown, con la bocina en su puño, observa el farol de popa que se sacude locamente; no puede anclar porque no toca fondo ni a 100 brazas de profundidad. Su misión concluirá pronto, destruido por los espíritus malignos que allí tienen su morada. Las pesadillas de juventud se convierten en la última realidad; lo persiguieron desde la ruda Irlanda consiguiendo, por fin, darle alcance en esta trampa de viento y nieve.
Los oficiales y la tripulación dirigen miradas de espanto al jefe. Brown compara los riesgos y ordena con voz tonante "¡Desplegar velas!". Los marinos de la
Hércules
creen oír mal. Pero la orden es repetida. Hasta el viento se asombra. Equivale a poner alas al buque, a dejar que las ráfagas violentas lo conduzcan como un papel.
—¡Vamos! ¡A cumplir la orden! ¡Desplegar velas, pronto!
Aferrándose de los mástiles y escalerillas en loco balanceo, la tripulación extiende los lienzos que, de inmediato, se engolfan arrastrando la nave entre rocas y arrecifes alumbrados intermitentemente por las descargas eléctricas. Montañas de agua caen sobre cubierta barriéndola con furia. Horas y horas de combate contra la tempestad. Cada hora que transcurre es una prebenda arrancada a la muerte. Ruegan por el amanecer que no llega nunca. Los relámpagos iluminan el indefenso juguete y las nubes largan sus atronadoras carcajadas. El buque atraviesa gran parte del canal. La mañana siguiente no amaina la violencia del granizo.
La
Hércules
es arrastrada hacia las rocas y, de súbito, atenazada por la quilla. Permanece golpeando contra las peñas durante dos horas sin que logren liberarla. "La ansiedad de la gente para irse a tierra, con el buque en esa situación, apenas puede ser descripta" —comenta Brown en sus
Memorias
—, pues a cada golpe que el buque da en la roca amenazan los palos caer sobre la borda. Trabajando con cuerdas y palancas consiguen desprenderla de los garfios que formaban esas rocas. Pero los golpes le han abierto un tajo profundo. Advierten que hace agua. Navegan entonces hasta una pequeña bahía. Extraen de la bodega cuatro pies de agua. La tripulación, agotada por el esfuerzo, pisa la tierra de la desolación. Las montañas majestuosas, con globos morados de tormenta pegados en los riscos, forman un encuadre mitológico. Desembarcan provisoriamente los alimentos y la artillería para alivianar el buque. Es necesario descubrir su fondo y reparar el tajo.
La labor insume siete días. En esa inhóspita cárcel de hielo Brown se siente de veras otro Ulises, como Elizabeth solía decir cuando evocaba sus peripecias de juventud. "Alrededor de la medianoche el oficial de guardia se presentó a la puerta de mi camarote —refiere Brown— y me informó que un grupo de tropas y marineros deseaba ir a tierra. Inmediatamente fui a cubierta y procuré saber qué era lo que podía inducir a los hombres a querer abandonar su buque a esa hora de la noche y desembarcar en un país estéril e inhabitado, cubierto de escarcha y nieve. Sin una simple respuesta, cada uno de ellos se fue a su hamaca, lo que ocultó por el momento la causa de un paso tan precipitado". Ante la gravedad de la situación emergente, ordena duplicar el número de oficiales de guardia para evitar que cualquier hombre fuera a tierra, excepto en comisión de servicio. "A pesar de tales precauciones, el temor que tenían los sudamericanos —prosigue Brown— siguió trabajando en su imaginación. Cuatro desertaron al día siguiente, mientras estaban en tierra en comisión, y por la noche lo hicieron dos centinelas". Brown y sus oficiales principales tienen que desplegar pacientes argumentos para conseguir que "la tripulación permaneciera en el buque, pues habían tomado la determinación de más bien correr la suerte entre los indios rudos y salvajes que se encuentran en esas regiones inhospitalarias, que arriesgar sus vidas en un buque que hacía agua y tener que soportar penalidades semejantes a las ya sufridas".
El páramo no sólo provoca terror, sino locura. Los seis desertores morirán de hambre y de frío. La
Hércules
reanudará la marcha: no puede esperar que recobren la razón. Azules de frío, con la ropa convertida en andrajos, esos pobres hijos de la pampa acostumbrados al caballo y a la lucha cuerpo a cuerpo, no quieren volver a embarcar. Brown profiere maldiciones, dispara el cañón como última advertencia. Imbéciles; morirán de la peor muerte.
—Esperemos otro poco —dice, no obstante, a su secretario.
No se decide a ordenar la partida: estos desertores le causan mucha lástima. Finalmente, convencido de que sus esfuerzos serán inútiles, manda desembarcar provisiones, un hacha, una olla, una vela vieja, yescas, mantas, dos mosquetes y munición, que acomodan entre las piedras heladas de la playa: los ayudará a sobrevivir en la terrorífica cueva que era el mundo al principio de la creación.
La
Hércules
se pone en movimiento. Avanza decididamente por el canal que une ambos océanos. Pero está lisiada: el rumbo que le abrió la roca impedía operar como antes. Muchos tripulantes manifiestan su disconformidad con la prosecución del crucero. Brown redobla la vigilancia para evitar un motín.
Recorren el intrincado Estrecho de Magallanes. El
Trinidad
, comandado por su hermano Miguel, se considera perdido. Varios fondos de saco confunden al timonel, debiendo rectificar la ruta. El pasadizo imponente, ora estrecho, ora amplio, desafía la brújula de los navegantes. Islas, penínsulas, murallas de hielo o roca pelada emergen de súbito para recibir el impacto fatal que debe esquivar la proa. Al encontrar por fin la amplia salida al Pacífico, los marineros empiezan a gritar y abrazarse. Allí aguarda, a salvo, con el pabellón rendido a la brisa, el
Trinidad
.
Brown abraza a su hermano Miguel después de una separación de ocho días. Se estuvieron buscando mutuamente. Los del
Trinidad
también habían dado por muertos a los de la
Hércules
.