El cerco se torna asfixiante. Ni siquiera los pescadores se animan a internarse en el río para no ser baleados por las naves criollas. En Montevideo comienza a faltar comida. Aparece un foco epidémico que se irradia peligrosamente. Se multiplican los menesterosos que apenas pueden atender, el Cabildo, la hermandad de Caridad y el abnegado fray Ascalza, llamado "ángel protector de la indigencia". Los adictos fanáticos a Fernando VII se inquietan; es imperioso romper el sitio cuanto antes. ¿Se puede tolerar que cinco naves tripuladas por gauchos y delincuentes inhiban a la mejor escuadra española del Atlántico sur? ¿Qué esperan para salir a su encuentro y despedazarlos?
Los buques realistas por fin despliegan los paños y se lanzan bravíamente al ataque. Romperán el collar en su eslabón débil, que ya han podido detectar. Pero, ¿qué hacen los sitiadores? En lugar de ofrecer batalla giran para huir. ¿Es verosímil? ¿Para esto vinieron a Montevideo? Claro: fue una baladronada. ¡Fanfarrones! Una súbita algazara estremece a los buques españoles: les daremos un escarmiento. Inician la persecución.
La escuadra patriota fuga mar adentro, seguida por la realista. Pero no efectúa una huida recta: Brown traza una amplia semicircunferencia para alejar a sus enemigos de la costa. Cuando gana el barlovento vira con rapidez, les corta el avance y enfrenta con los cañones. Antes que descubran su táctica vomita un alud de proyectiles. Ruedan cuerpos, se parten mástiles, se abren boquetes en los flancos, las velas se desgarran y una densa humareda se extiende en varias millas a la redonda. La lucha, con altibajos, se prolonga varios días. Los impactos llegan a ser brutales. Hay poco viento, lo cual impide la adecuada movilización de las naves. El enfrentamiento, cruel y agotador, no se define. Aunque ya es gratificante para Brown que su desarrapada tropa pueda contener a las fuerzas realistas. Pero no basta: se muda a la sumaca
Itatí
, cuyo escaso calado le brinda más agilidad. Romperá la peligrosa indecisión del combate: se acerca a un bergantín, abre fuego y produce numerosas bajas. Se movilizan las posiciones. Es necesario modificar los flancos. La sumaca sufre importantes averías. El retroceso de un cañón le quiebra una pierna. Y Brown cae junto a la cureña.
¡Han herido al comandante! Sus subordinados quieren dar la alarma. Brown, con una mueca, les ordena callar. Que le apliquen un vendaje provisorio. Aún puede seguir, que no detengan el fuego. Sus oficiales creen que delira y lo llevan de regreso a la fragata
Hércules
, donde lo asiste el doctor Campbell.
—No, no delira —dice el médico empapado en sangre y sudor.
Brown exige que lo cure sobre cubierta: la batalla ha dado un vuelco favorable y la seguirá conduciendo en persona. Campbell mastica una maldición y le examina la pierna: fractura.
—Hay que bajarlo a la cámara, mi testarudo comandante.
—No, mi cómodo cirujano: me atenderá aquí. Campbell se arremanga otra vuelta la camisa y pide a su ayudante que afirme bien el cuerpo del paciente. Silban los proyectiles. Brown mantiene en la mano la bocina.
—Es obcecado usted, mi comandante.
—Proceda, doctor.
Campbell tracciona con fuerza y reduce la fractura. Brown está blanco pero no se desmaya. Con voz áspera exige que continúen el torrente de fuego. Doblegará al enemigo.
El tronar del cañón y de la fusilería sólo se apagan cuando las naves ponen mayor distancia. La escuadra patriota no ceja, con ese diablo de irlandés que aún herido sigue gritando órdenes. Vuelven las cargas y las densas humaredas. Los relámpagos rojos agujerean velas, arrastran cuerdas y hacen estallar bloques de madera. Los remolinos de humo denso ocultan por completo a los buques; sólo se detectan los cráteres de los cañones.
Montevideo presiente la rendición. Pero el enérgico general Vigodet, jefe de los realistas, no lo hará hasta que el sacrificio sea enorme. Brown ya ha apresado varias naves y destruido otras tantas. El buque principal huye de la batalla para resguardarse en el puerto. La
Hércules
lo persigue. Es tanto el pánico que esa nave no se atreve a replicar los disparos de Brown ni siquiera cuando alcanza la protección del Fuerte. Vigodet, que contempla la escena bochornosa desde la azotea, se hincha de rabia y tira el catalejo contra las rocas. Mientras, el general Alvear, por tierra, ya golpea las defensas interiores de Montevideo.
El buque insignia de los patriotas, con las banderas lanzadas al viento, ingresa majestuosamente en las aguas del puerto. Veintiún disparos retumban sobre el Cerro y más allá, sobre las cuchillas de la Banda Oriental, anunciando el triunfo de las Provincias Unidas del Sur. La
Hércules
se desplaza con grandes heridas a la vista, como enormes medallas, seguida por un cortejo de embarcaciones.
El 19 de mayo de 1814 Guillermo Brown eleva su informe: "Hay, más o menos, 500 prisioneros. El número de oficiales de distintas jerarquías es inmenso en proporción con el de marinos y soldados (...). La
Hércules
aún se encontraba a la cabeza y, acercándose rápidamente a los buques de retaguardia, disparó un par de andanadas que produjo tal desorden en esa parte de la escuadra que en el transcurso de pocos minutos el bergantín
San José
, y las naves
Neptuno
y
Paloma
se rindieron; y tengo el placer de informar a la sensibilidad de Su Excelencia que, aparentemente, fueron pocas las vidas que se perdieron en ambos bandos". Más adelante comunica un abominable descubrimiento: "según parece (Dios los perdone), se proponían cortarnos el pescuezo a todos, habiéndose distribuido al intento largos cuchillos, lo que es apenas creíble. Sea de ello lo que fuere, recomiendo sinceramente que los mismos (los enemigos) sean tratados como prisioneros de guerra" y acentúa una advertencia que excede los límites de su tiempo: "El usar represalias demostraría debilidad y el perdonar sería generosidad. La crueldad se vigoriza con actos de la misma naturaleza. A gente así hay que enseñarle mediante el buen ejemplo y no con represalias".
El comandante de la
Itatí
, primera nave de la flota en regresar a Buenos Aires, es conducido en brazos por la multitud enardecida hasta los pórticos del Fuerte. La noticia de la victoria desata una onda de alegría incontenible. España ha perdido su mejor plaza de operaciones contra Buenos Aires y la agresiva expedición del general Morilla tiene que ser desviada hacia el Caribe. Se allanan las condiciones para proclamar la Independencia. La seguridad en los ríos permite reforzar la ayuda al Ejército Auxiliar del Perú y al Ejército de los Andes. El vuelco de la situación frena a Pezuela en el norte. Y el inmenso material bélico capturado sirve para reaprovisionar los agotados arsenales.
Bernardo de Monteagudo, evaluando los beneficios conseguidos por la Escuadra de 1814, dirá que "las dos grandes empresas de la época, cuyo mérito apreciará la posteridad más que nosotros, son la destrucción de la escuadra de Montevideo y la empresa de pasar los Andes para cooperar a la libertad de Chile". El triunfo de Brown determina el fin del dominio colonial sobre la mitad de Sudamérica.
Asegurada la costa atlántica, el proceso emancipador enfoca sus largavistas hacia el Pacífico. Chile sufre de yugo de Osario, el Perú está agobiado por un ejército de 10.000 hombres y Colombia se despedaza en una reñida lucha.
El presbítero Julián Uribe, que emigrara a Buenos Aires, concibe un plan temerario: armar una flotilla y atacar a los españoles de Chile por el mar. Juzga conveniente que la heroica fragata
Hércules
(obsequiada a Brown por sus servicios) y el bergantín
Trinidad
vayan a hostilizar la navegación y el comercio español a lo largo de Valparaíso, Coquimbo, Huasco, Atacama, Arequipa, Pisco y el Callao. Se trataría de un crucero corsario, como se estilaba entonces, para el cual se deberían extender a Brown las licencias necesarias. Como todo corsario, estará sometido a los reglamentos del Corso: atacará naves y puertos de la nación enemiga y las presas tomadas en sus acciones deberán ser legitimadas por el Tribunal de Presas. Como corsario argentino, además de respetar a los neutrales, deberá liberar los cargamentos de los barcos negreros. Su campaña no se debería extender más allá de los once grados de la línea equinoccial, a menos que alguna expedición española proveniente del istmo de Panamá fuera en auxilio de Lima, en cuyo caso se la tendrá que destruir, apresar o incendiar a toda costa.
Brown acepta el desafío. En documentos reservados, el gobierno de las Provincias Unidas le comunica que le confiere el mando de la expedición, pero —dada la necesidad que tiene de él en Buenos Aires para otras importantes funciones— pide que lo delegue en su hermano Miguel, que acaba de radicarse en Buenos Aires. Guillermo Brown, después de su victoria naval, había comunicado a Larrea que abrigaba el deseo de volver a sus asuntos comerciales. "Si el hacer un bien general, después de abandonar mi pequeño negocio, casa, esposa y familia, exponiendo mi vida a cada momento, a fin de que pudiera prestar un ínfimo servicio a este país, constituye un motivo para atraerme enemigos, ya es tiempo de que me retire, por buenas que sean mis intenciones en coadyuvar en la lucha". Había recomendado una pronta y equitativa distribución del importe de las presas que se adeudaba a oficiales y tripulación. Prefería quedarse en Buenos Aires, aunque se dedicaría en forma personal y entusiasta a la reparación y equipamiento de las naves que realizarían el crucero corsario.
El crucero deberá sortear enormes peligros: navegar abrumadoras distancias sin encontrar sitios de reaprovisionamiento, enfrentar flotas adversarias poderosas, encontrarse siempre rodeado de enemigos.
En el rudimentario astillero las embarcaciones semejan grandes fósiles. Brown revisa una y otra vez ambos buques. La
Hércules
es prolijamente reparada y claveteada en cobre. Con mirada cuidadosa y severa controla la quilla, la brea, las cureñas, los palos, el bauprés, las vergas, los botes. Repasa la lista de víveres ya acumulados y los que aún faltan comprar. Es minucioso en la provisión de materiales para el viaje: que no falte hierro, plomo, lienzos para velas y maderas para mástiles o tarugos. Arpones, anzuelos y redes, porque el océano suministrará el grueso de la alimentación. Golpea con el puño los tabiques y prueba cables y tornillos. Hasta el botiquín no escapa a su examen, máxime después de las críticas efectuadas por Campbell.
Mientras prosiguen los trabajos de alistamiento, remite a White varios tripulantes para que les liquide sus sueldos y parte de las presas. La remuneración de la gente que regó con su esfuerzo la vida de la República es prioridad moral. Enterado de las necesidades de Agustín Sherman, escribe: "el portador no sólo prestó servicios como segundo contramaestre a bordo de la
Hércules
, sino que, siendo carpintero de oficio, trabajó de día como tal (...). Por consiguiente, tengo que recomendado a su consideración como hombre bueno y merecedor".
El gran reloj del Cabildo marca las diez de la mañana. Guillermo Brown cruza la plaza de la Victoria apoyándose en su bastón. Algunos durazneros florecen bajo el sol de septiembre. Los carros se desplazan con pereza, regocijados con la caricia de la luz. Brown mira hacia abajo, pensativo. Le preocupa la lenta reparación de las naves y la increíble morosidad en el pago a los hombres de su escuadra. Le consta cuán vacías están las arcas, pero más vacíos están los hogares de quienes murieron, quedaron inválidos o simplemente lucharon para salvar el país.
El sol calienta la nuca, reverbera sobre su cabellera dorada, se extiende sobre su espalda recta. Un saludo en inglés, susurrado, casi evasivo, lo arranca de la cavilación. Es Guillermo Pío White. El almirante lo detiene. White hesita, carraspea, ha recibido a varios marinos que Brown le manda para cobrar. Se estira los puños de, encaje, no puede sostener la mirada de su ex socio. Con leal desprendimiento invirtió sus bienes en la construcción de la escuadra y, a pesar de su astucia financiera, no consigue cumplir con las obligaciones contraídas; no tiene la culpa por la dilación en los pagos.
Brown le replica con dureza: no es justo hacer esperar a quienes más se han sacrificado.
White está de acuerdo, pero aún no dispone de fondos, la escuadra será su ruina.
—No me interesa su ruina, sino mis hombres.
White no tolera el tono seco y belicoso del almirante; el corazón le late en la garganta, ojalá que se vaya. Pero no se va, continúa reprobándole con los ojos, con los puños apretados, con los labios trémulos:
—Usted es indigno de la confianza que le brindó el Gobierno.
—¡Cállese! —grita el norteamericano.
—¡Pícaro! ¡Ladrón! —responde el almirante con la cara enrojecida.
White se descontrola y le asesta una bofetada en pleno rostro. La gente que se estaba aglomerando al oír la estentórea discusión, queda atónita. El armador huye al instante, perseguido a zancadas por Brown, cuya pierna fracturada le impide correr. Se refugia en un almacén y busca un arma para defenderse del bastón que agita el marino; sólo encuentra un largo palo con un plumero atado en la punta, que asoma por la reja. La afrenta es mayúscula. El almirante recapacita y se abstiene de ingresar donde su agresor. Se arregla la ancha corbata, alisa el cabello y, retornando su hidalga apostura, camina lentamente hacia la calle Reconquista, donde visitará a un amigo.
Guillermo Pío White es arrestado y confinado en la goleta
Santa Cruz
. El incidente mortifica a Brown. Pero como tiene noción de las proporciones, le dice al Director Supremo que, siendo su "empleo de autoridad y jurisdicción firme, estaba facultado para refrenar y escarmentar a un delincuente que los ultrajaba (...). Para que se vea que no es de mi interés, sino únicamente de mi honor y el de todas las autoridades castigar este atentado, me desprendo de la causa y reo, y todo lo pongo a disposición de V.E. Si es de su Supremo agrado que se lo ponga en libertad, como me dice el señor secretario de Guerra, creo que debo obedecer, pero también puedo suplicar que continúe en prisión hasta que V.E. determine la satisfacción que el delincuente deba darme". Termina la carta aclarando que no se vea su pedido como "intento de faltar a la subordinación y obediencia a que estoy obligado".
Pronto Guillermo Brown romperá esta obediencia en un acto pleno de temeridad que le ocasionará disgustos muchísimo más graves que el incidente con el atribulado armador.