—¡Se separan de la batalla otra vez!
Brown maldice la increíble actitud de sus oficiales. Con la sangre en las mejillas se aprieta contra la borda.
—¡Miserables! ¡Cómo siento no haber entrado en pelea con algunos de ustedes!
La
25 de Mayo
está nuevamente sola. Más de dos decenas de buques imperiales la rodean como un mortífero collar. Únicamente Leonardo Rosales, el bravo criollo que jamás abandonara a su jefe, con su ágil Río embiste a los enemigos haciendo un boquete al collar. La fragata insignia consigue un respiro.
—¡Aquel muchacho sabe pelear con su gaviota! —exclama Brown, confortado.
Por tres horas consecutivas la
25 de Mayo
y la
Río
soportan el fuego de veintitrés naves, y esquivan hábilmente los reiterados intentos de abordaje. La puntería de los patriotas mejora: daña mástiles, cangrejos y botavaras, destroza puentes, abre claros en los flancos, quiebra un bauprés, desgarra velámenes. Pero la cubierta de la
25 de Mayo
se atiborra de heridos.
La sangre corre hacia los costados, rápidamente ennegrecida por el humo de la pólvora.
Nuestras cubiertas parecían un matadero.
Con dolor y pena peleábamos.
La sangre caía por los imbornales de babor
convertida en un torrente.
Valor digno el del viejo buque.
El bergantín
Caboclo
, comandado por Juan Pascual Grenfell-discípulo de Cochrane—, se acerca a la popa de la
25 de Mayo
. Grenfell, empuñando la bocina, formula una caballeresca invitación para terminar la matanza:
—
¡Admiral Brown! ¡Hoaaa!... Let go the jack, I invite you to tea this evening at my cabin!
[4]
Brown hace pantalla a su oreja para oír bien. Los estampidos se espacían cortésmente para dar lugar a esa extraña conversación. Sonríe: no arriará la bandera por una taza de té, aunque se sienta perdido.
—
¡No, no!... My flag is riveted; so let us go on in our play, for it is rather warm!...
[5]
La metralla se redobla por ambas partes. La división brasileña descuenta el triunfo. Pero Brown no cede, su victoria depende de la obstinación. Ordena graduar la puntería de las cuatro últimas piezas de la batería baja. Estos muchachos ya se han bebido el ron, ahora deben acertar los disparos. Y lanzan una descarga devastadora. El
Caboclo
sufre un impacto brutal que arrolla su casco y aparejo, mientras otra descarga destroza el brazo derecho del amable Grenfell. ¡Pobre Grenfell!, no olvidará nunca este día. Los brasileños replican con cañonazos que producen serios destrozos, incluido el timón de la
25 de Mayo
. Brown hace bajar al entrepuente a la mayor parte de la tripulación para protegerla. Una bala arranca a Tomás Espora la bocina de la mano; cae herido. Sin turbarse, pide otra bocina. La nave de Rosales queda sin cartuchos; ordena armarlos con pólvora de cebar y, como no hay tela para alistarlos, varios marinos se sacan sus pantalones de brin y sus camisas, consiguiendo de esta manera conservar la continuidad del fuego.
La
25 de Mayo
, con el timón destruido, los cañones desmontados y las baterías atiborradas de cadáveres, ha llegado al fin de sus servicios. Cerca de treinta impactos recibidos debajo de su flotación dejan penetrar gran cantidad de agua. En eso algunos navíos de la escuadra argentina logran, con viento favorable, acercarse al sacrificado buque insignia.
—¡Por fin, tortugas! —exclama Brown, que ya está herido por el rebote de un proyectil.
Decide pasar al
República
, desde donde ayudará a la extenuada
25 de Mayo
...
—Voy a cubrir esta fragata —dice a un oficial— mientras le dan remolque las cañoneras.
—Muy bien; seguiremos peleando hasta la noche, si usted lo dispone.
La lancha del Almirante cruza el trayecto salpicado de proyectiles. Trepa con esfuerzo a cubierta y, desnudando la espada, increpa al capitán que se mantuvo lejos de la lucha.
—Mister Clark: ¡cuánto siento verlo con nuestro uniforme al frente de este buque!
El capitán balbucea un pretexto. Brown lo interrumpe.
—¡Salga usted de mi presencia, porque no conozco más valientes que Brown, Espora y Rosales! —la ira le congestiona el rostro.
Trepa a su puesto y lanza la orden:
—¡Batirse a todo trance, estrechando la línea!
Los marinos ennegrecidos de pólvora se sienten confortados por la magnética presencia del jefe. En la alborotada cabeza del poeta Guillermo Finney se redondea una estrofa:
Pronto supo el enemigo quién estaba a bordo
del bergantín "República".
y comenzó a pensar
si Brown era solamente un hombre.
"Prepárense", gritó Norton,
"Brown peleará todo el día
y nos hará pagar un elevado precio
por el buque 25 de Mayo".
Los brasileños reconocen la insignia de Brown y concentran sus disparos en el nuevo objetivo. Dos cañoneras empiezan a remolcar a la maltrecha
25 de Mayo
mientras Espora, sangrando en cubierta, continúa enardeciendo a la tripulación. A su ayudante le transmite una orden severa: en caso de abordaje, que me echen al agua herido como estoy, porque prefiero ser alimento de peces que trofeo de enemigos.
Ofreció el valiente capitán Espora
para ese día la venganza;
también en varias acciones
muy gallardamente él peleó.
Recibió graves heridas ese día.
Con vigor y sangre perdidos
él gritó: "¡sigan peleando, mis veinticinco!"
El resto de la escuadra nacional entra finalmente en batalla y los brasileños, agotados por la intensa y larga pelea, comienzan la retirada llevándose a remolque la
Itaparica
y un bergantín destrozado.
Una de las últimas balas se hunde en el cuerpo del poeta.
Soy uno de los infortunados
heridos ese día.
y mucho he pensado en lo ocurrido
cuando tendido estaba en mi cucheta.
Teníamos nosotros la mitad de la fuerza enemiga.
La escuadra nacional regresa a Buenos Aires. Contusa, pero entera. Sobre el pico de mesana de la
25 de Mayo
flamea el pabellón. Enhiesto sobre el puente, Brown viste uniforme cruzado con bordados en oro, condecoración y gorra de visera circundada con la franja naval. Es el genial obstinado. El loco del Plata. Una pieza de granito que el imperio del Brasil no ha conseguido demoler.
Ahora, para concluir mi canción,
y ahogado por la tristeza,
pido que la Providencia a nuestro héroe proteja:
Almirante Guillermo Brown.
También al capitán Espora,
y a los oficiales de ese día,
y a cada gallardo marino de esa noble lucha
en el buque 25 de Mayo.
Guillermo Finney, el oscuro naviero de trinquete, desapareció sin dejar otras pistas que su sentido poema testimonial.
El cuadro marítimo de la guerra entre Brasil y las Provincias Unidas comienza a sufrir modificaciones. La superioridad en número, recursos y capacitación, no alcanza para llamar a sosiego a la escuadra de Brown. El dominio brasileño del Plata ya es cuestionable. En las Provincias Unidas prende la esperanza en una victoria que parecía imposible. El Gobierno, entusiasmado con la pericia del Almirante, le propone realizar una expedición corsaria sobre las costas del Brasil para contrarrestar las depredaciones autorizadas por Pedro I. Y para que sufran la calamidad de los ataques en su propio territorio. Con ese fin le extiende doce patentes de corso en blanco. Brown las recoge de manos del Presidente de la República. Un duende maligno cruza como golpe de viento recordándole las humillaciones pasadas con el anterior crucero. Comprime las patentes, saluda y se aplica a la acción.
Durante dos meses perturba el comercio y la navegación del Brasil. Provoca la alarma en puertos y fortificaciones. El Imperio, que se consideraba inmune a este tipo de ataques, improvisa medidas tan urgentes como ineficaces. Convoca al almirante Norton, a cargo de la escuadra en el Río de la Plata, para que venga a espantar a los corsarios. Se conjetura que son muchos, que cuentan con numerosos buques. Ignoran que la bulliciosa y terrorífica escuadra de Brown se compone de tan sólo dos barquichuelos, a los que utiliza con ingeniosa variedad de recursos y ardides. Cuando regresa a Buenos Aires, Brown ha hundido o quemado quince naves y sembrado la consternación.
Desde entonces adquiere para amigos y enemigos el don de la ubicuidad. Está frente a determinado puerto. Está en alta mar. Está en el fondeadero controlando la reparación de buques. Persigue con una falúa a embarcaciones brasileñas. Encabeza un convoy. Asiste al teatro. Instruye a los oficiales. Retorna con presas. Ha pasado la jornada visitando enfermos.
Cuentan que al ingresar en el hospital comenzaban la amputación de la pierna de un marinero; al advertir su presencia, la víctima se sobrepone al dolor y perfora el aire con el grito que sacude los combates: "¡Viva la Patria! ¡Viva Brown!". Brown se demora consolándolo.
Dedica parte de su sueldo para ayudar a las monjas Catalinas. Destruye convoyes cariocas. Su nombre corretea por las olas, se desplaza con el viento. Es repetido en ríos, islas, cuchillas, pampas. Lo mencionan los gauchos con cariño, lo mencionan los brasileños con temor.
Brown sigue siendo el hombre agridulce que aprecian quienes lo conocen de cerca. Madruga siempre. Es frugal en las comidas, no bebe más que té y un vaso de vino después de la cena; aborrece el café porque le recuerda sus bochornosas tribulaciones en las Antillas. Es ordenado y pulcro; su ropa de cama se ventila diariamente en el patio de su casa o sobre cubierta cuando está embarcado, su traje no tiene máculas ni arrugas antes del combate. Se ocupa con devoción por los deudos de las víctimas y aporta generosamente en las suscripciones públicas destinadas a socorrer heridos. Sus soldados lo adoran. Y aunque a veces perturbe su creciente extravagancia, no dejan de referirse a él con respeto y admiración. Su fuerte osamenta sostiene a un hombre complejo y atormentado. Nutrido por viejos rencores. Y una descarnada nobleza.
La guerra fatiga. Se presume un desenlace.
Brown será alumbrado por nuevas victorias. Pero tendrá que pagadas con un terrible sacrificio. Como al Jefté de la Biblia lo coronarán triunfos resonantes, pero deberá pagados con dolor familiar.
En efecto, al norte de Martín García se encuentra una isla pequeña y verde llamada Juncal. En sus inmediaciones se estaciona la tercera división de la escuadra brasileña, aprovisionándose en Arroyo de la China. El 8 de febrero de 1827 se produce un encuentro con la escuadra argentina, abriéndose fuego con los cañones de mayor calibre. El intercambio enardecido dura un par de horas y sobreviene una sudestada que separa a los adversarios y obliga a suspender la lucha. Las anclas se hunden en las arenas del río, acomodándose los buques para reanudar el combate apenas el tiempo lo permita.
Los contendientes pasan en vigilia la noche tormentosa y oscura. Brown ejercerá el mando desde la
Sarandí
. El joven Drummond —prometido de su hija— comanda la goleta
Maldonado
. Uno de los más destacados luchadores de la inminente jornada iba a ser el capitán Seguí, al mando del bergantín
Balcarce
.
El Almirante no se acuesta ni quita el uniforme. Al amanecer cae sobre el enemigo con la plenitud de sus fuerzas. Seguí ataca al
Januaria
y pronto consigue derribar su mastelero de velacho. Arremete con tanto ardor que su jefe y parte de la tripulación huyen en botes dejando abandonados sobre cubierta a los muertos y heridos. Drummond ataca a la fragata
Bertiega
y se traba en un combate encarnizado. Un cañonazo certero quiebra el palo mayor y, tras numerosos impactos que deshacen la nave y diezman la tripulación, el comandante brasileño se rinde. Brown, a bordo de la
Sarandí
, apoyado por cañoneras, sigue apabullando a, varios buques.
Seguí hace frente a la capitana de la flota enemiga y lanza toda su capacidad de fuego. La lucha es reñida y estragante. La furia de ambas partes hace volar pedazos de buque con trozos humanos. Se impone Seguí, pero los brasileños no arrían la bandera, porque había sido clavada al mástil y, como refirió el cronista, "no había a bordo hombre sano que subiera a desclavarla. Estaban contusos, heridos y muertos sus tripulantes, siendo de los primeros el jefe y muertos cuatro timoneles".
Guillermo Brown aborda la rendida capitana. Sus hombres lo miran con devoción., Después de recibir la espada del almirante brasileño, se la obsequia a Seguí.
—Usted es el héroe —dice con justicia.
Se ha consumado el triunfo mayor de la escuadra argentina.
En Buenos Aires lo esperan con fogatas y orquestas. Nadie piensa en dormir, sino en festejar. Brown ya es el hombre más querido y popular de la República. El grabador francés Douville lo confirma de una manera elocuente con estos párrafos: "El Almirante Brown se había convertido en ídolo del pueblo. Todos querían verlo, no se hablaba más que de él. Se le miraba como el salvador de la Patria después de haber derrotado a la flota enemiga en aguas del Uruguay. Muchas personas gastaban gruesas sumas en hacer pintar su retrato". Cuando Douville se inicia en la litografía, comienza por hacer el retrato de Brown y vende enseguida los 2.000 ejemplares que ordena tirar. "Nuestro establecimiento —dice— era insuficiente durante el tiraje para dar cabida al público que esperaba su turno para obtener el retrato". Pronto se realiza una segunda edición, que los porteños vuelven a disputarse. Llueve la gloria.
Nadie presiente el sacrificio.
Tiempo después Elizabeth recordará que estuvo leyendo el libro de los Jueces. Que estuvo leyendo la historia del aguerrido jefe hebreo Jefté, de Galaad...
En Carmen de Patagones, que los argentinos habían convertido en uno de sus estratégicos bastiones, los brasileños sufren otra derrota cabal. Tras una intentona de limpieza sus naves son apresadas una a una y los argentinos consiguen la rendición de toda la tropa. Tres poderosos buques imperiales pasan entonces a integrar la armada nacional:
Itaparica
,
Constancia
y
Escudero
, cambiándose sus nombres por Ituzaingó, Juncal y Patagones.
Evaluándose el rotundo éxito obtenido por Brown en su crucero devastador
[6]
, se le encomienda llevar a cabo otro. Confían "a su discreción y genio el detalle las operaciones".