Con acciones nocturnas se provee de transportes y otros prácticos en San Nicolás. Lucha contra tropas de caballería. Vence obstáculos fluviales. Apresa naves provenientes del Paraguay. La expedición va culminando con éxito. En Caballo-Guatiá se le une la flotilla correntina. Alborozo. El italiano está a punto de concluir su misión.
Costa Brava es un paraje cercano al límite de Entre Ríos con Corrientes. La falta de profundidad impide el avance de la
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. "Según los prácticos, no se había visto tal en medio siglo". Tiene que esperar la subida de las aguas. Esto es grave. Muestra un vuelco de la suerte: ahora en su contra. Llegará Brown quien, luego de buscado infructuosamente por el río Uruguay, ya navega por el Paraná aplicando una rigurosa técnica que no disminuye el ritmo del avance: cuando el viento afloja, aplica remolques y sirga. Todas las tripulaciones y todos los oficiales sin distinción deben ocuparse alternativamente de los remolques, tanto en las balleneras como en las costas empantanadas. El agotamiento y la disconformidad, sin embargo, no desembocan en motín por el respeto que suscita el infatigable anciano. La única medida disciplinaria importante que tuvo que aplicar fue contra su propio hijo, el capitán Eduardo Brown, a quien releva del mando y envía de regreso a Buenos Aires en la primera embarcación que los cruza.
Garibaldi se prepara para el desigual enfrentamiento. Ubica sus naves en forma transversal al río. "Disponer así las cosas me costó mucho trabajo por causa de la corriente que, aunque poca en el punto elegido, nos obligaba a usar todas las cadenas, áncoras y cables para anclar barcos, principalmente la
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, que calaba dieciocho pies (...). No habíamos terminado aún nuestros trabajos cuando apareció la escuadra enemiga, compuesta por siete buques. Era superior en mucho a la nuestra y se encontraba en situación de poder recibir toda clase de refuerzos y víveres. Nosotros —prosigue Garibaldi— no sólo estábamos lejos de la ciudad de Corrientes, única que podía socorremos, sino que teníamos la casi seguridad de no recibir ningún auxilio, como lo probaron los hechos. Pero era necesario combatir, aún teniendo la certeza de encontrar la muerte."
Iban a chocar dos fortalezas. Garibaldi, que pronto se convertiría en "héroe de dos mundos" y Brown, a quien el mismo Garibaldi califica "primera celebridad marítima de la América meridional, con justos títulos".
El italiano se atrinchera parcialmente en tierra. El viento escaso y la poca profundidad también determinan un desembarco parcial de Brown. Se disputan palmo a palmo las orillas hasta entrada la noche. A la primera claridad se reanuda la lucha con tiros de fusilería y cañonazos. Al impulso de una gritería feroz se intentan abordajes. Garibaldi sufre la pérdida de varios oficiales. "No fueron pocos los daños sufridos por ambas escuadras, tantos que nuestros barcos quedaron en esqueleto. La corbeta
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, a pesar de que no se dejaron de tapar las bocas producidas por los tiros, hacía tanta agua que apenas se la podía eliminar manejando las bombas sin reposo y empleando por turno a toda la gente."
El capitán Arana Urioste concibe un plan arriesgadísimo para atacar por sorpresa a Brown. Atraviesa los pajonales seguido por varios hombres. Los argentinos descubren la intentona y esperan con la rodilla en tierra y absoluto silencio. Al tenerlos a tiro de fusil hacen una descarga mortífera. En la oscuridad no pueden ser reconocidos los heridos sino por sus estertores. Entre ellos, con la cabeza sangrante, yace Arana Urioste, comandante del bergantín
Pereira
. Una columna de federales lo reconocen y protagonizan una escena de salvajismo: le cortan la barba con lonjas de piel, le abren el vientre y arrancan la vejiga, lo castran y cuelgan de los brazos.
La tropa de Garibaldi incrementa sus pérdidas. Los sobrevivientes están agotados de luchar y bombear el agua. Pero el italiano no se rendirá mientras le quede pólvora.
Llega otra vez la noche. Garibaldi prepara brulotes (embarcaciones minadas). A las dos de la mañana lanza uno, que se dirige hacia la escuadra argentina siguiendo el curso de la corriente. Brown no duerme; recorre la cubierta y el castillo empuñando el catalejo. Descubre el solitario bulto flotante y, en el acto, se da cuenta de la inminente explosión. Encomienda al primero que tiene cerca lanzarse a conjurar la amenaza. Este, acompañado por algunos marineros, salta a un bote y a fuerza de remo consigue llegar al brulote y desviado hacia un banco de arena donde estalla. El almirante recibe al valiente joven. Estrechándole la mano, dice:
—Lo que acaba de hacer en cumplimiento de su deber, es demasiado para sus doce años.
El fracaso no desanima a Garibaldi. A las tres de la madrugada lanza otro brulote. Es más poderoso que el anterior: contiene barriles de pólvora y alquitrán para explotar varios buques. Lo camufla con cueros y bolsas de cerda. El práctico genovés Luis Cavassa es quien en esta ocasión detecta el peligro, porque alcanza a distinguir un chisporroteo que se balancea. La llama ya corre cerca de los explosivos. No hay tiempo para desviar el brulote. Rema con vigor, trepa a la embarcación minada, arranca la mecha y la arroja al agua.
Brown, al felicitado, no lo llama práctico, sino teniente Cavassa. Con los años Cavassa alcanzaría la más alta graduación de la Marina nacional.
El comandante de la escuadrilla correntina, impuesto del revés que aflige a Garibaldi, lo abandona. Esto le amputa la capacidad de resistencia. "Bien justificada era mi tristeza —refiere el italiano—, porque la mayor parte de nuestros pequeños barcos había quedado fuera de servicio durante la lucha. Yo contaba con los barcos correntinos en la inevitable retirada, para salvar muchos heridos y embarcar los víveres necesarios... La última esperanza se desvanecía con la miserable defección de nuestros aliados (...). Necesitaba combatir, y no veía en torno mío más que gente dominada por la fatiga; no oía otros sonidos, otros rumores que los lamentos desgarradores de los desgraciados heridos que aún no habían sido transportados al buque hospital, porque era incapaz de contenerlos a todos."
Nuevas pérdidas para Garibaldi. Los cartuchos confeccionados durante la noche contienen pólvora inferior, los tiros no dan en el blanco, las cadenas que disparan los cañones no hacen mella a la distancia. Ha llegado el momento límite: debe retirarse. Pero sus buques son ruinas. Sólo puede salvar algunos hombres y después incendiar los restos de la flotilla. Ordena trasbordar heridos y municiones a una pequeña embarcación mientras prosigue el combate. Que con aguardiente rocíen los objetos combustibles y les prendan fuego: no cederá presas al enemigo.
"Conviene aquí narrar un hecho bien desconsolador —añade Garibaldi— originado por el exceso de las bebidas espirituosas. Los equipajes que yo mandaba estaban compuestos por hombres de todas las naciones. Los extranjeros eran en su mayor parte marinos y casi todos desertores de barcos de guerra; debo confesar que estos eran los menos díscolos. Entre los americanos, la generalidad había sido expulsada de los ejércitos de tierra por delitos, muchos por homicidios. De modo que eran verdaderos canallas y se necesitaba todo el rigor posible para mantener el orden. Sólo en los días de lucha estaba disciplinada esta mezcla de gentes y se batían como leones. Ahora, para hacer el incendio más eficaz, se habían reunido muchos objetos combustibles y sobre ellos se esparcía una buena cantidad de aguardiente que formaba parte de nuestras provisiones. Por desgracia, aquellos hombres acostumbrados a vivir con una pequeña cantidad de espíritu, al encontrarlo en tal abundancia, se embriagaron hasta el punto de quedar imposibilitados para moverse. Fue un caso bien doloroso: encontrarse en la imperiosa necesidad de abandonar a aquellos valientes y desgraciados hombres para que fuesen presas de las llamas. Hice cuanto pude, obligando a los compañeros más serenos a no abandonarlos; yo mismo recogí cuantos me fue posible hasta el último instante, cargándolos sobre mi espalda para ponerlos a salvo."
La escuadra argentina nota que Garibaldi y sus hombres se alejan en una pequeña embarcación y comienzan a perseguirlos. Explota la santabárbara de la
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. Una lluvia de fragmentos en llamas cubre el Tío y los alrededores. La escena es sobrecogedora. Pareciera haberse estremecido el planeta. Garibaldi prosigue la fuga. Algunos oficiales proponen encender los pajonales de la isla "para quemar como ratas hasta el último salvaje unitario". El almirante los aparta con un gesto.
—¡Garibaldi es un valiente! ¡Dejen que se escape! Luego ordena investigar en la maleza para rescatar heridos, recoger armas abandonadas y salvar algunos cañones de los buques incendiados.
El propio Brown, acompañado por el cirujano Hugo Tomás Sheridan, recorre los pajonales salpicados de víctimas. De pronto está frente al cadáver del capitán Arana Urioste, desnudo y mutilado. Retrocede con horror. Aferra el brazo de su acompañante y prorrumpe:
—¡Ah! ¡Si yo supiera quién ha hecho esto, lo mando fusilar en el acto!
Le entregan la espada de Arana Urioste, que se niega a recibir. Vuelto a bordo de su buque, ahíto de rabia y asco, ordena la inhumación de aquellos despojos profanados y que se instale una cruz en el lugar.
Este triunfo no le da satisfacción. A la inversa de lo que ocurrió en la guerra contra el Brasil, cuenta con una fuerza superior a la del adversario. Y es un adversario magnífico... Para colmo, se han cometido actos miserables de carnicería que no pueden justificarse ni perdonarse.
Juan Manuel de Rosas, por el contrario, se pone muy contento cuando recibe las noticias. Las huestes del "pardejón Rivera" metidas en los ríos interiores podían hacerle trepidar el régimen, perturbar el comercio, sublevar más caudillos, incrementar la virulencia de ingleses y franceses. La acción del "viejo Bruno" le viene de perillas. Y resuelve convertir la batalla de Costa Brava en un hito histórico. Manda organizar festejos y que sus servidores exalten la expectativa para cuando se produzca el regreso del almirante.
Brown, por diversas causas, demora, su retorno. Aparece frente a la rada de Buenos Aires recién el 8 de setiembre. La ciudad aparece embanderada. Los cañones del Fuerte lo saludan. Bandas militares y la orquesta del teatro Victoria llenan el aire con música. Se comienza a preparar un asado con cuero en la Alameda para la multitud de gauchos y negros que invaden la costa.
Manuelita Rosas, seguida por damas y altos funcionarios, se adelanta al buque insignia para darle la bienvenida. Las campanas y las aclamaciones estremecen toda la ribera. Brown llega a tierra con su brillante, uniforme de gala. Pasa una correntada de lavanderas haciendo tremolar paños, como una murga.
Lo conducen hacia la Capitanía del Puerto que fue acondicionada para la ocasión. Se cubrió el techo con maderas y el piso con alfombras; las paredes fueron tapizadas con bramante festoneado de punzó y se colgaron, en forma alternada, espejos y grabados. Doce magníficas arañas penden del techo y una infinidad de candelabros rutilantes emergen de las columnas. En la cabecera lucen grandes retratos del Restaurador, del destituido presidente uruguayo Oribe y del almirante Brown, rodeados de una profusa simbología marcial: cañones, fusiles, espadas, lanzas, cornetas y hasta cuatro buques
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Al inaugurar el vigesimosegundo período de la Legislatura, Juan Manuel de Rosas expresa en su mensaje:
"El invicto brigadier don Guillermo Brown, pertenece a los defensores ilustres de nuestra independencia".
Los embajadores de Francia e Inglaterra, incomodados por las victorias federales en tierra yagua, dirigen una intimación al Gobierno el 15 de noviembre de 1842, para que cese la guerra. Este pedido es reiterado al día siguiente en otra nota. Poco después se agrava la situación de los unitarios: el general Oribe (aliado de Rosas) vence a Rivera e invade el Uruguay con su ejército, investido con el título de Presidente legal de la República. Brown se presenta ante Montevideo y opera contra embarcaciones y posiciones costeras. Respondiendo a esta ofensiva en tenaza de los federales, se forman en el Uruguay legiones de extranjeros armados, entre las que se destacan los vascos, catalanes, franceses y unitarios argentinos. El bloqueo de Brown es molestado y violado por los jefes de la escuadra anglofrancesa. La guerra es cada vez más confusa, hipócrita y sangrienta.
Pero el almirante no extravía sus principios: ha afirmado que "a Lucifer mismo debemos servir con sinceridad, si hemos comprometido la palabra". Se entera de que ha fallecido en Montevideo el general Martín Rodríguez, considerado "salvaje unitario" aunque la patria le debe grandes servicios. Entonces ordena poner a media asta las banderas de todos los mástiles. Un oficial le pregunta si no teme las consecuencias que originará el inoportuno homenaje. Brown lo mira a los ojos.
—En este momento ignoro si el muerto era amigo o enemigo de Rosas. Sólo sé que fue un gran patriota, un gran corazón y un ciudadano insigne, y ése es al que honro.
En enero de 1845 escribe al Restaurador "para hacerle presente el estado de desnudez en que se hallan los oficiales, tripulaciones y guarniciones de los buques a mi mando".
Los roces con la escuadra anglofrancesa, especialmente con el almirante británico Purvis, se toman peligrosos. Purvis le advierte que un conflicto entre sus respectivas flotas puede colocarlo bajo la ley que declara piratas a súbditos británicos que atacan la bandera de su propio país... Este golpe ruin afecta la sensibilidad del viejo marino. ¡Ahora le recuerdan su carácter de súbdito británico, cuando han hecho todo lo posible para despedazarlo en cuerpo y alma! ¿No lo vienen persiguiendo desde chico? ¿No arruinaron su pueblo, su familia, la vida de sus parientes? ¿No lo convirtieron en botín, robaron su heroica
Hércules
y casi dejaron morir de fiebre y de sed en las Antillas? ¿Le llaman súbdito británico después de haberle infligido cien heridas y humillaciones?
—¡Malditos, canallas!
Retornan los espíritus malignos. Es la locura que asusta a Elizabeth. Brown está hosco y a menudo delira. Cuando le sirven de comer, devuelve los platos temiendo que los hayan envenenado y pide a uno de sus muchachos que le dé su modesta carne asada y una simple jarra de vino. Los espíritus redoblan su tormento por las noches. Brown suda, se levanta desorbitado: si quieren matarme, entonces ¡peleen!, pero no así, ¡asesinos perversos!, ¡cobardes! Apoya el oído en la pared, mira con la vista excitada. Los gigantes transparentes le susurran: ¡renegado!, ¡vendido! Brown los corre por el camarote a puñetazos. Sale al aire rielado por la luna con el rostro transido de dolor. Lleva la gorra ladeada; sus hombres comprenden que se desarrolla un combate en su cabeza y, respetuosamente, se apartan de su camino, desvían los ojos.