Brown debe virar para responder el fuego. Los demás buques argentinos quedan a sotavento, con dificultades para cambiar de frente. La batalla ya no será entre una poderosa escuadra brasileña y una pequeña escuadra argentina, sino entre la
escuadra
brasileña y el
desamparado navío
de Brown. En efecto, tres corbetas rodean la
25 de Mayo
atorándola con sus cañones. Otros buques disparan contra el resto de la flota argentina para mantenerla al margen del combate. Sólo unas pocas cañoneras logran acompañar a la
25 de Mayo
en la acción, sufriendo terribles impactos. La espesura del humo le permitiría evadirse del cinturón mortífero. Pero no quiere abandonar a las leales cañoneras que se han plegado a la lucha. Continúa pues el intercambio de disparos, brutal, desigual, hasta que al atardecer un bergantín consigue ingresar en su ayuda. Brown decide que entre ambas naves abran camino a las sufridas cañoneras. Después burla a sus sitiadores escabulléndose por un canal considerado obstruido a la navegación y que él hizo sondar y balizar.
Sobre cubierta se amontonan los cadáveres. Mientras brinda asistencia a los heridos, el almirante repite su profunda indignación. Había estado en condiciones de arremeter contra los brasileños y tomarles varios buques, que tanta falta le hacían para completar la escuadra. Acusa a los comandantes del resto de su flota, diciendo que su cobarde marginación del combate "fue tan notable, que muchos supusieron un designio contra el jefe". La consternación es grande en Buenos Aires y se constituye un consejo de guerra para juzgarlos.
La situación sigue siendo tan grave como al principio del bloqueo.
El 21 de febrero Brown intenta un ejercicio naval, con esperanzas de conseguir algún cambio en la relación de fuerzas. En el cuidadoso trayecto que realiza, descubre ocho buques brasileños fuera de formación y simula retirarse. En realidad comienza una sigilosa maniobra para ponerlos como blanco de sus cañones. Los brasileños advierten su propósito y se refugian en Colonia. Brown entonces los sigue hasta allí y empieza su táctica de tenazas: Lavalleja atacará por tierra y él desde el río. Despacha a un parlamentario con exigencias precisas: que el jefe brasileño entregue las fuerzas marítimas, surtas en el puerto en un término de veinticuatro horas. Si acepta, "serán respetadas todas las propiedades existentes en la plaza, y no se incendiará la población ni las embarcaciones" y "espera del señor gobernador que por humanidad, y a fin de evitar toda efusión de sangre, accederá a esta intimación".
El gobernador no se acoquina:
—La suerte de las armas es la que decide la suerte de las plazas —responde al emisario.
La falta de viento demora el retorno del mensajero, quien puede ver a Brown recién a las cuatro de la madrugada. Brown asume el desafío y decide atacar. Se viste enseguida con su uniforme de gala y ordena comenzar la acción. Avanza hacia el puerto por la boca del este, desencadenando una tormenta de fuego al que los brasileños responden en forma nutrida. Brown sabe que Lavalleja atacará por tierra, obligándolos a dispersarse en dos frentes. Considera ganado el combate, aun cuando un bergantín de su escuadra embica en el islote de San Gabriel, a tiro de cañón de las fortificaciones enemigas. Manda una brigada de socorro, sin éxito. Un impacto de cañón despedaza al capitán del Balcarce. Espantoso. Que siga el fuego. Y que sigan re flotando el bergantín. Inútil. A pesar de los esfuerzos desplegados bajo la metralla infernal, la nave sigue prendida a la arena.
—Que se trasborde el armamento durante la noche; será abandonada.
Brown considera inminente el ataque de Lavalleja, según los planes acordados. Para evitar una destrucción de Colonia, manda otro mensaje al gobernador. Pero éste ni siquiera se digna escribir la respuesta. Señalando la salida, grita al emisario:
—Diga al señor general en jefe, que lo dicho ¡dicho! Lavalleja no abre el segundo frente. Es incomprensible. Y desastroso. Tranquilas sus espaldas, el obstinado gobernador brasileño concentra sus fuerzas contra Brown, que no puede embestir la plaza con sus buques de calado por carecer de prácticos eficientes; debe limitarse a destruir algunos barcos de la flota imperial. Pero desde las fortificaciones de tierra están en condiciones de destruido a él. Sus hombres asaltan varias embarcaciones cariocas prendiéndoles fuego. La única que tienen orden de respetar es el hermoso buque
Real Pedro
, al que se trataría de sacar a cualquier precio para compensar la pérdida del bergantín.
La acción continúa durante la noche. Las llamaradas iluminan con resplandores siniestros a los diablos que corren, saltan, se arrojan al agua y vuelven a emerger con teas en la mano, mientras las arboladuras se quiebran con horribles quejidos y los mástiles caen sobre la cubierta de otro buque contagiándole las llamas que saltan a las velas y, cuando introducen sus lenguas en la santabárbara, provocan explosiones devastadoras.
La dominante fortaleza del oeste abre una atroz andanada contra los incendiarios. El intrépido teniente Robinson avanza bajo la metralla con el uniforme salpicado de sangre, sin gorra, agitando en una mano la espada y en la otra una mecha que aplica al cañón. En eso le destrozan una pierna. Cae, pero sigue agitando la espada, excitando a sus compañeros para que completen la tarea. Una segunda bala lo aplasta contra el piso. El gobernador en persona se lanza al puerto encabezando nuevas tropas. Los argentinos son diezmados por la turbonada de proyectiles.
El
Real Pedro
ya no puede ser secuestrado: entonces decide prenderle fuego. Los argentinos saltan a su cubierta barrida por las balas y cayendo, relevándose, lo hacen arder por los cuatro costados. Tres cañoneras patriotas quedan inutilizadas, cubiertas de cadáveres. Muchos heridos y moribundos son trasbordados a nado. Sobre las aguas flotan fragmentos de madera carbonizada, remos, trozos de vela, armas rotas y pedazos de cuerpos.
Brown inicia la retirada. Ha sufrido la derrota más severa por fallas de la coordinación con tierra. Está amargado, maldice en voz baja a los responsables del fracaso. Pero se abstiene de hacer pública esta falencia de las armas nacionales para no alertar a los brasileños.
En su cámara revisa los informes sobre los movimientos de la escuadra enemiga. La magnífica fragata imperial
Nictheroy
flota en la rada de Montevideo. Brown urde un golpe psicológico que lo reponga del descalabro. Escribe, tacha, dibuja, suma, resta, y por fin decide acometer el abordaje de la fragata. Elige los hombres, transmite sus instrucciones y hace distribuir los elementos: machetes, arpones, hachuelas, granadas de mano y camisetas blancas que los marineros deberán ponerse sobre los uniformes para evitar la confusión en la oscuridad. También lleva herreros para cortar las cadenas que tengan amarrado al buque y timoneles baquianos.
Sale de Buenos Aires con sigilo. Otea en derredor y cree no haber sido descubierto. Evita los catalejos enemigos y navega hacia su meta por los recodos secretos que le ha confiado el río ancho y misterioso. Aprovecha una noche fuliginosa para deslizarse hacia el fondeadero. Los faroles débiles como trémulas flores amarillas denuncian a las embarcaciones del Brasil. Pasa en silencio junto a siete naves de guerra cuyos contornos apenas se traslucen en la penumbra. Llega a la popa de una gran fragata, que se bambolea suavemente. Duda. ¿Será la
Nitcheroy
? Está rodeado de enemigos flotantes, que por ahora duermen. Para no suscitar sospechas, hace bocina con la mano y pregunta en inglés:
—
What vessel is that
?
[2]
Una voz metálica le contesta al cabo de tres segundos: —
That is nothing to you
[3]
.
¿Será entonces la fragata
Doris
, inglesa? Camina hasta donde lo espera el capitán de su buque.
—¿Será ésta la fragata inglesa o la enemiga que estamos buscando?
Su capitán se rasca el mentón, dudando también.
—Este es el fondeadero de la
Doris
, si no me engaño, y también de la corbeta americana
Cyano
, según notamos el otro día... Es raro que no haya pronunciado el ¡quién vive!
—Es verdad, muy raro.
El secretario de Brown se permite gastarle una broma: —Señor, a juzgar por la altanería de la respuesta que le han dado, este buque tiene que ser inglés.
Brown inclina su busto sobre la borda para perforar las tinieblas. Este inconveniente altera sus cálculos. ¡Qué absurdo abordar ahora una nave de Gran Bretaña! Le armarían un escándalo político y sería una vergüenza militar.
Sólo oye el batir de las olas contra los flancos; no hay voces ni movimiento de la gente. Tanto silencio también es sospechoso. Mira su reloj: medianoche. La pesada quietud es destruida por el canto de un gallo, al que siguen los ladridos de un perro. Tomás Espora, con los maxilares contraídos, se acerca a Brown.
—Juro que esta fragata es brasileña, porque ningún buque inglés consiente perros ni gallos a su bordo, ni que sus centinelas omitan dar el grito de alarma al que se acerque.
Brown es sacudido por la observación de Tomás Espora y pregunta de nuevo.
—
What vessel is that?
Pero ya nadie contesta. El único farol de la misteriosa fragata alumbra tenuemente el velamen recogido y porciones de cubierta, completamente vacías. La luna en cuarto menguante se tapa con un velo morado, negándose a mirar el estallido que se avecina. Los marinos tienen puesta la camiseta blanca sobre el uniforme y aferran en sus manos los instrumentos de abordaje. Esperan la orden. Brown se instala en su puesto, la
25 de Mayo
rebasa al buque desconocido, vira a estribor y dispara resueltamente fuego de mosquetería. El buque fantasma adquiere súbita vida y responde con furiosas andanadas. El resplandor de los disparos denuncia su identidad: es la fragata brasileña
Emperatriz
.
Brown ordena al timonel hundirle el bauprés para tener ventajas en el abordaje, pero el bergantín argentino Independencia, ignorando sus propósitos —¡otra vez las fallas de la coordinación!— se interpone para intentar un abordaje directo; el oficial Murguiondo, ebrio de entusiasmo, tira su gorra a la cubierta de la
Emperatriz
como un guante de desafío. Pero frustrada la embestida de Brown y puesto en alarma el resto de la escuadra imperial, ni uno ni otro pueden fijar los ganchos y saltar a la codiciada fragata.
Mientras, en el puerto de Montevideo suena la generala, se encienden las luces y desde las fortificaciones empiezan los disparos. El comandante de la
Emperatriz
, Luis Barroso Pereira, cae perforado por la metralla: es el marino brasileño de mayor graduación que perecerá en esta guerra. Convertida la
Emperatriz
en un inmenso tizón y habiendo provocado el pánico en la ciudad, Brown ordena el regreso.
No consiguió su objetivo inicial; aún le es retaceada la victoria. Pero tiene la certeza —y la, pétrea voluntad— de alcanzada. Por lo menos ha convencido al Brasil de que no le resultará apacible el dominio de la Banda Oriental ni perfecto el bloqueo de Buenos Aires.
Varias operaciones navales entrenan a los argentinos para los enfrentamientos concluyentes que se avecinan.
El 23 de mayo emergen del Río de la Plata, ante Buenos Aires, veinte buques u con osado alarde", como se expresa Brown. El pueblo pispea con miedo y curiosidad a lo largo de la Alameda, sobre terrazas y campanarios.
Guillermo Brown, fiel a su modalidad, sale al encuentro del enemigo, que le abre fuego desde excesiva distancia, como si buscara disuadir al Almirante. Los disparos brasileños son mal dirigidos, irregulares, y no consiguen frenar su avance vertiginoso, casi suicida. La flota imperial, entonces, en un extraño cálculo opta por emprender la retirada. Brown dice a su secretario:
—No se alegre mucho: puede ser una treta.
Dos días después, el día 25 de mayo, la escuadra de las Provincias Unidas se engalana y hace tronar sus cañones celebrando el aniversario. Y los brasileños han programado sorprender a Brown hábilmente durante el clímax del festejo: le demostrarán que también saben utilizar la iniciativa de la sorpresa. Pero no todas las sorpresas son iguales: el enfrentamiento dura una hora, sin obtener rápido éxito. Al caer la noche los brasileños comienzan a alejarse.
El comandante Norton, nuevo jefe de la escuadra imperial, se convence tras estas acciones fallidas de que no podrá vencer a Brown en la posición que ya ocupa. Elabora otro plan e incorpora refuerzos. Le crujen los dientes al recibir fastidiantes órdenes del emperador:
—¡Exijo una acción definitoria! ¡Liquide la insignificante escuadrilla del Plata! ¡Estos movimientos navales ya me resultan demasiado costosos por lo ineficientes!
El comandante Norton contesta:
—Sí, Majestad, la liquidaré.
El 11 de junio amanece despejado y frío. Trozos de escarcha se mueven como vidrios rotos. La enorme flota brasileña cruza delante de Buenos Aires. Es una caravana irreal, interminable: tres divisiones con 31 buques, 266 cañones y 2.300 hombres. Desde la torre de San Ignacio los catalejos cuentan esas unidades mortíferas. La desigualdad con los argentinos es opresiva. Parece haber llegado el fin de la resistencia porteña.
En el fondeadero se iza al tope la bandera azul con dado blanco al centro, para llamar a los que se encuentran en tierra. Guillermo Brown embarca y asume el mandó. Su gallarda presencia y su radiante uniforme de gala operan —como siempre— un vuelco en el ánimo de la tropa que olvida transitoriamente el peligro. Ordena disponer las naves en un amplio arco para el choque inverosímil: cuenta tan sólo con 4 buques, 7 cañoneras y sus hombres apenas llegan a sumar 750.
En contraste, la escuadra carioca con las velas desplegadas y los cañones erectos parece un inmenso bosque blanco. Avanza con los gallardetes echados al viento y las baterías preparadas.
Brown distribuye una proclama:
¡Marinos y soldados de la República!
¿Veis esa gran montaña flotante? Son 31 buques enemigos. Pero no creáis que vuestro general abriga el menor recelo, pues no duda de vuestro valor y espera que imitaréis a la 25 de Mayo, que será echada a pique antes que rendida.
Camaradas: ¡confianza en la victoria, disciplina y tres vivas a la Patria!
Guillermo Brown
Pozos, frente al enemigo, 11 de junio de 1826.