«Es una tentación —pensó, contemplando la suave curva de sus pechos, que se atisbaban bajo el atuendo verde—. La envía el Hombre Verde, eso es. Tengo que…, que… No sé qué tengo que hacer, salvo rechazarla.»
El aire olía a cedro, y en alguna parte, más allá de la noche, de la luz de luna y de los reflejos, retornó el sonido de la flauta.
«Quizás ésta sea la última argucia —pensó Sturm—. Quizá Vertumnus aguarda tras este sueño y por fin la búsqueda llegará a su fin.»
La mujer se detuvo y retiró la mano tendida. Cruzó los brazos sobre el pecho y sus labios se movieron articulando palabras que sobrepasaron los pensamientos de Sturm más allá de toda fantasía. No podía afirmar que las
oía,
ni era la voz de Ragnell la que las pronunciaba, sino otra más profunda, familiar, pero que escapaba a su memoria.
Era la voz de un hombre, e invocaba algo relacionado con nieve, la medianoche y marchas apresuradas.
Sturm abrió su túnica y miró la herida del hombro. La espina erizada de púas había penetrado casi hasta el esternón, profunda y horrible. Vio con sobresalto que seguía introduciéndose. Pronto se hundiría hasta quedar tapada, sin posibilidad de extracción, abriéndose paso en su interior, donde causaría el último e irreparable daño.
Ragnell se inclinó sobre él y tocó el desgarro. Sturm gritó y le apartó la mano.
—¡No! —chilló—. ¡Este bosque ya me ha herido más que suficiente! ¡Has causado un gran daño… a mí, a la Orden, y a mi padre en el asedio al castillo Brightblade!
La druida sacudió la cabeza lentamente y sonrió.
—Fueron muchos los caballeros que cayeron en aquella… «rebelión», como tú la llamas. Pero tu padre era un hombre decente, y no está entre los que maté.
—Entonces…, entonces… —intentó responder Sturm, pero el claro fluctuó bajo sus pies y el joven se tambaleó y cayó de rodillas.
Ragnell lo agarró por la túnica, pero él se apartó con brusquedad.
La druida esbozó una sonrisa hermosa, incrédula.
—Muy bien —dijo suavemente, introduciendo la mano en las turbulentas aguas—. Si soy una tentación, veamos las condiciones de esa seducción.
A su contacto, el estanque se remansó, y, enmarcada por la luz de luna, Sturm contempló su imagen, extrañamente transformada en la de un muchacho moreno vestido de verde, cubierto totalmente con hojas y enredaderas, el cabello trenzado con rocío y coronado con acebo y laurel.
—¡Por Huma! —juró—. ¡Es Jack Derry!
—No es Jack Derry, sino tú —proclamó Ragnell—. Es tu propio yo transfigurado, Sturm Brightblade. Más allá del Código y la Medida, en las profundidades de tu ser.
—¡Otro sueño druida! —replicó el joven con desprecio, apartando los ojos de la visión.
El estanque seguía ante él, y su rostro todavía lo miraba, sereno, selvático, invariable. Se puso de rodillas junto a la tranquila alberca, y la imagen reflejada se arrodilló frente a él.
—¿Se…, se encuentra
eso
en lo hondo de mi ser? —preguntó Sturm.
Ragnell le puso una mano sobre el hombro. Su reflejo apareció en el agua, encorvado y viejísimo sobre la arbórea imagen arrodillada.
—Eso y mucho más, Sturm Brightblade —dijo—. Una gran sabiduría bajo el Código y la Medida. Tuya es la elección, sin embargo. Puedo sacar la espina, o… transformarla en música.
—¿En música?
La druida asintió.
—Una música interior que atravesará y unirá tu corazón dividido como la aguja de un sastre cose en una pieza lo desgarrado. La música permanecerá contigo el resto de tu vida y te cambiará totalmente. O puedo sacar la espina. —Se inclinó hacia adelante y removió las aguas del estanque—. En un sentido o en otro, la elección es tuya.
Sturm tragó saliva.
»
Elige —instó la druida. Señaló la herida de su hombro. Mientras hablaba, la espina se había introducido más en la carne de Sturm. Ahora estaba bajo músculo y hueso; el joven apenas podía mover el brazo, que se había puesto verde hasta el codo; el color se propagaba hacia arriba, despacio.
»
Penetrará más y tendrá un efecto mortal —anunció—. No temas la música. Pronto, Sturm Brightblade, serás parte del bosque y del grandioso verdor de pleno verano.
—¡No! —gritó Sturm. Oyó a su alrededor los píos penetrantes y asustados de los sobresaltados pájaros—. ¡Saca la espina, Ragnell!
—Si lo hago —amenazó la druida—, jamás verás a tu padre.
Se apartó del muchacho y caminó hacia el borde del claro.
«Está mintiendo —pensó Sturm mientras iba en pos de ella—. Miente. Lo mismo que Caramon y Raistlin no estaban en la Torre de la Alta Hechicería, ni Vertumnus en la Espuela de Caballeros. Es un sueño, y está mintiendo, y todo eso de la interpretación de sueños es sólo una estupidez, y lo que debería hacer es…»
—¡Ragnell! —gritó. Detrás de la mujer, entre la frondosidad de las plantas perennes, algo se escabulló y se alejó corriendo—. ¡Saca esta espina de mi hombro!
—No. —Su respuesta sonó queda, irresoluta.
—Puedo elegir —dijo el joven con tono triunfante. Las palabras acudieron a su memoria tan raudas y firmes, tan seguras, que por un instante pensó que no eran suyas—. Hasta el final de esto y de cualquier cosa, puedo elegir.
—En efecto, Sturm Brightblade —admitió la druida tras un largo silencio. El sonido de la flauta dio paso al solitario canto de una alondra y, al cabo de un instante, también esa música se apagó—. Toma tu espada, pues, y tu Código y Medida.
Se volvió hacia el muchacho y, con una extraña expresión de tristeza, alzó la mano hasta su hombro y le arrancó la espina.
—Recobrarás las fuerzas de inmediato —declaró, al tiempo que todo, espina y druida, estanque y claro, empezaba a desdibujarse ante los atónitos ojos de Sturm—. Y nunca tendrás que volver a elegir.
* * *
Mara llevó el cuerpo de la araña hasta un montecillo en el linde del bosque, donde los árboles daban paso a la hierba, la roca y la luz de luna, y donde, si se miraba hacia el oeste a través del follaje que se aclaraba con rapidez, podían verse las luces de la aldea de Rolde de Cerros Pardos.
Para ser una criatura de gran tamaño, Cyren resultaba sorprendentemente ligero. Era como si, al morir, hubiese dejado tras él una delgada cáscara de papel, semejante a un capullo de seda roto o el caparazón vacío de una cigarra.
Sus patas tenían ya un aspecto reseco y quebradizo.
Mara apenas era consciente de hacia dónde lo llevaba, y menos aún de por qué lo hacía. A su alrededor, el bosque era ruidoso y amenazador, un paisaje oscuro de gruñidos, silbidos y chasquidos de maleza. Tuvo que pasar por encima de un arce derribado, y después a través de un matorral de zarzas que la arañaron y engancharon sus ropas.
Muy de vez en cuando, la luz de luna conseguía colarse entre las ramas y Mara podía divisar sin obstáculos el cielo, el profundo violeta del firmamento y las lejanas estrellas.
Era como si el bosque se hubiese vuelto en su contra, y todo en su sangre elfa fuera espantoso y abrumador. Una y otra vez, se repetían los ruidos ásperos y extraños en la maleza, algo voraz, herido y furioso. Poco después se alzaba, fugaz y cercano, el sonido de una flauta, tan bello y límpido que la joven pensó si no lo habría imaginado. Más de una vez, deseó dejar el cadáver de Cyren, correr a terreno abierto y a la luz y a la fresca brisa, trepar por un vallenwood y escalar hasta lo más alto del bosque, donde el cielo se manifestaría en todo su esplendor.
Y, durante todo este tiempo, estuvo sollozando.
—¡Sortilegios! —musitó amargamente, arrastrando a la criatura muerta alrededor de un afloramiento rocoso—. No se supone que sean de este modo. Príncipes y reyes están atrapados en el disfraz de ranas o pájaros, o se vuelven de piedra o están condenados a dormir durante un siglo. Los viejos cuentos mienten, pues una piedra, o una rana o un pájaro pueden transformarse también en un príncipe, al parecer. Yo me enamoré de una ilusión conjurada por Calotte.
De pronto, todo el asunto le pareció algo cómico. Soltando una risa destemplada, tomó asiento en una de las piedras, contempló largo rato los apagados ojos múltiples de la araña, y rió hasta que el llanto volvió.
Entonces, por pura casualidad, captó un olorcillo a humo, en alguna parte a su derecha, tan débil que podía haber sido imaginación suya; de nuevo levantó el cuerpo de Cyren, que se volvía más pesado a medida que pasaba el tiempo, y se encaminó hacia la dirección de donde procedía el olor.
Con la araña cargada a los hombros, remontó una cuesta, casi arrastrándose los últimos metros, haciendo palanca con los pies en el delgado tronco de un joven sauce. Entonces se encontró en un claro bañado por la luz y el soplo de aire fresco, por encima del dosel del bosque.
Tumbó a la araña en el suelo con ternura. Se arrodilló en lo alto del cerro y desenvainó su daga. Absorta, casi reverentemente, empezó a cavar una tumba en el suelo rocoso. Mientras lo hacía, entonó una canción fúnebre originaria del oeste, aprendida durante su viaje con la criatura que estaba enterrando.
Antes de lo esperado, la primavera volvía.
El mundo, alegre, giraba en torno a los soles.
El aire, impregnado de aromas de hierba y flores,
la cálida caricia del sol recibía.
Siempre, antes, podía explicarse
de la tierra la creciente oscuridad;
cómo la lluvia, en su voluptuosidad,
engendraba helechos donde posarse.
Mas ahora todo aquello olvido:
cómo sobrevive una veta de oro,
cómo la primavera ofrece sus tesoros.
De la vida reniego, y también del nido.
Ahora recuerdo la invernal estación;
y el otoño, y el calor del estío,
dejan paso en la noche de mi ser baldío
a una negrura que empaña el corazón.
Siguió cavando y repitiendo la canción, hasta que un caballo relinchó a sus espaldas y una sombra se proyectó sobre ella. Jack Derry se acercó y se arrodilló a su lado. En silencio, con esa tranquila seguridad en la que Mara había aprendido a confiar mientras viajaban juntos, y también con una seriedad desacostumbrada, el jardinero desenvainó su cuchillo y se sumó al trabajo de cavar la tumba.
A medianoche, la criatura descansaba sobre un lecho de hojas y Jack la cubrió mientras Mara tocaba una antigua melodía elfa, dulce y elegiaca, bajo el nocturno manto púrpura. La joven siguió tocando, y lenta, increíblemente, la roja Lunitari salió por detrás de un grupo de álamos y se unió en lo alto a la blanca Solinari.
Perpleja, Mara miró más allá de la sorprendente conjunción de las lunas, al cielo despejado. Allí relucía la brillante lemniscata de Mishakal, azul y blanca, en el cercano amanecer. Jack sonrió.
* * *
Fue más tarde, esa mañana, o una mañana poco después, cuando Sturm despertó en medio del bosque. Vestido con la armadura, yacía junto a un arroyo cuyas aguas corrían plácidamente entre el musgo, en un lugar extraño y solitario que no había visto hasta entonces. A su alrededor crecían con gran profusión enredaderas, zarcillos y rosales silvestres. Todo el follaje del entorno estaba intacto, como si el joven hubiese caído suavemente en este punto desde una gran altura.
Se frotó los ojos y se incorporó. Pasó un instante antes de que reparara en el cambio operado en sus movimientos, la renovada fortaleza de su brazo, y el vigor de sus piernas. Pasmado, se miró las manos, que eran rubicundas y familiares, libres del verde que había corrido por sus venas y obsesionado sus sueños.
—Sueños… —musitó. Se tocó el hombro. La piel estaba suave, sin cicatrices, y su brazo tenía flexibilidad, recuperado por completo—. ¿Dónde terminan los sueños? —se preguntó mientras penetraba en la espesura, ruidosa y torpemente.
Durante toda una mañana y una tarde, Sturm Brightblade deambuló por el Bosque Sombrío, con una creciente aprensión. Recordaba las palabras de lord Silvestre en Yuletide: «Si no te reúnes conmigo en el sitio acordado, en la noche acordada, tu honor quedará comprometido para siempre». Así pues, buscó la senda de Vertumnus, pero su entusiasmo se fue viniendo abajo con el desconcierto, a medida que un camino tras otro lo conducía sin remedio a las llanuras de Lemish, al norte del humo y las apiñadas chozas de Rolde de Cerros Pardos. Como un laberinto diseñado por un antojadizo habitante de los bosques, cada senda lo llevaba de regreso al mismo punto, y en cada ocasión Sturm se sorprendía, pues el sendero que salía del bosque parecía ser diferente.
Se instaló en la linde del bosque para pasar la noche, pero tuvo la impresión de que los árboles se retiraban de su pequeña hoguera, y por la mañana descubrió que el campamento había variado de lugar o la fronda había retrocedido, pues se encontraba tumbado a más de cien metros de donde se había acostado.
Desconcertado, todavía algo adormilado, se acercó a los árboles y comprobó con sorpresa que el sendero había desaparecido. Varias salidas de corta extensión, que desembocaban en la linde del bosque, lo condujeron de nuevo al mismo punto; por fin llegó a la conclusión de que la propia fronda lo rechazaba. Podía meterse una y otra vez en la floresta, pero cualquier camino que tomara lo volvería a llevar al exterior.
—La primera noche de primavera ha pasado —se dijo Sturm con creciente desánimo cuando otra senda más lo condujo de regreso al lugar donde había acampado—. No he acudido a la cita con lord Silvestre; he malgastado el tiempo en ensoñaciones. Me he deshonrado al incumplir lo prometido.
Y sin embargo seguía vivo. La herida de su hombro no había «florecido» en algún modo ominoso, fatal. De hecho, al examinarse el hombro, no había encontrado ni rastro de la herida… Nada salvo un leve cosquilleo desagradable cuando apretaba con fuerza ese punto.
Algo le decía que la contienda no había terminado, que acabaría por encontrar a lord Silvestre si persistía en la búsqueda un poco más. Resguardándose los ojos con la mano, escudriñó el horizonte de norte a sur, por encima del denso e impenetrable frente de árboles y zarzas, y luego se volvió hacia Rolde de Cerros Pardos.
—De todos los sitios en los que he estado —susurró mientras se echaba la espada al hombro como si fuera la pica de un soldado de infantería—, creo que es esa aldea donde sería peor recibido, pero estoy seguro de que el secreto se esconde allí.
El rechazo