El Código y la Medida (14 page)

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Authors: Michael Williams

Tags: #Fantástico

BOOK: El Código y la Medida
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El muchacho sacudió la cabeza. Alguien tenía que haber aflojado el clavo en el castillo Di Caela. La misma persona que lo había encerrado. Alguien que lo estaba siguiendo e intentaba hacerlo llegar tarde a su cita.

Sturm caminó durante el resto de la tarde, barajando posibilidades, dirigiéndose más o menos hacia el este.
Luin,
atada al ronzal, lo seguía plantando la pata con precaución y deteniéndose de vez en cuando para pacer la hierba agostada. En estas condiciones, era una incógnita cómo iban a poder llegar los dos al Bosque Sombrío.

* * *

Aquella tarde, la música casi fue un alivio, al surgir en la verde penumbra del soto que se alzaba al frente. Sturm condujo a la yegua al paso, desenvainó la espada, y se encaminó hacia el grupo de enebros y plantas perennes, con la mente fija en lo real y posible.

No era Vertumnus el que tocaba, como Sturm había esperado. Sin embargo, la muchacha que sostenía la flauta parecía casi tan salvaje y dotada como él. Sus almendrados ojos y sus puntiagudas orejas delataban su raza elfa, y los dibujos pintados en su cuerpo eran muy semejantes a los de los kalanestis.

Esto era todo cuanto Sturm sabía sobre el esquivo pueblo habitante de los bosques, ya que, de todos los elfos, los kalanestis eran los más reservados y, en la actualidad, los más escasos. Menos organizados, con una civilización mucho menos compleja que la de sus primos silvanestis y qualinestis, los Elfos Salvajes vivían en grupos reducidos o viajaban a solas por bosques y frondas de Krynn. Sturm se sorprendió al ver que una de ellos se había detenido en un sitio el tiempo suficiente para ponerse a tocar la flauta. El muchacho bajó la espada y, agazapándose tras unos matorrales, la observó maravillado.

La doncella elfa estaba en un claro abierto en el centro del soto, sentada con las piernas cruzadas sobre el techo de paja y cañas de una pequeña choza, y el oscuro cabello bañado por la luz de luna. Se cubría con pieles para resguardarse del viento y el frío, pero una de sus piernas asomaba entre los pliegues, desnuda de zorro blanco o armiño, morena y provocativa, mostrando unos dibujos verdes de espirales y volutas. Tenía en los labios una flauta de plata y tocaba una melodía lenta, sublime.

Hipnotizado por el verde y el tostado, por el diseño centrípeto de los dibujos, Sturm sintió que se quedaba sin aliento.

Sobre la muchacha, las ramas de las coníferas se mecieron con el viento y después se levantaron con elegancia, como si dejaran que la luz de la luna reluciera sobre ella con alguna finalidad misteriosa e intrincada.

Enseguida, como si la hubiese llamado con su tonada, la luna apareció por un hueco abierto entre las copas de los árboles y brilló directamente sobre la muchacha; o, mejor dicho, asomaron las dos lunas, pues la blanca Solinari, en su radiante plenilunio, se cernía en lo alto esperando a que Lunitari, su hermana roja, se reuniera con ella en el cenit absoluto del cielo. Despacio, la luna roja ascendió en el firmamento mientras la muchacha tocaba y la música inundaba el bosquecillo.

A despecho de las penalidades y los accidentes padecidos durante el día, Sturm se sintió extrañamente conmovido. Había en la escena un insondable sosiego, como si todas las cosas buenas —belleza, salud, virtud, pureza— danzaran por un instante al compás de la flauta. También tenía algo de tristeza. Aunque su presencia era casual, Sturm supo que aquello terminaría demasiado deprisa y de manera repentina, y que, de algún modo, él no tenía que encontrarse allí.

De hecho, empezaba a darse media vuelta hacia la calzada, al tiempo que enfundaba su arma, cuando divisó la tela de araña.

Los hilos tenían el grosor de un dedo y una longitud de seis metros, y el eje central era del tamaño del escudo de Sturm, extendiéndose en espiral de árbol a árbol, como una inmensa red de pesca extendida sobre el claro. Sturm enarboló la espada. La araña que fuera capaz de tejer esa red debía de tener el tamaño de un perro…, el de un hombre…, el de un caballo. Con el escudo presto, el muchacho giró sobre sí mismo, buscando al monstruo, pero la telaraña estaba vacía, a excepción de unas hojas secas y los restos esqueléticos de cuervos y ardillas. Agazapado, Sturm avanzó hacia el claro, con el propósito de alertar a la joven.

Casi llegó demasiado tarde. Allí estaba la araña, bulbosa e inmensa y moteada en gris y blanco, con las patas delanteras arqueadas sobre la desprevenida doncella elfa, quien continuaba tocando con los ojos cerrados y el oscuro cabello meciéndose al compás. Sturm lanzó un grito de aviso e irrumpió en el claro a todo correr.

La música cesó de golpe, y la muchacha lo miró alarmada. La araña retrocedió, deslizándose por el costado de la choza con movimientos bruscos e increíblemente veloces. En un instante, se había situado entre Sturm y la muchacha, con las patas delanteras levantadas como si estuviera a punto de abalanzarse sobre él, en tanto que las largas y negras pinzas centelleaban y restallaban.

El monstruo medía al menos dos metros diez de altura, pero Sturm no perdió el tiempo en hacer un cálculo más preciso. El muchacho rodó hábilmente sobre sí mismo, quitándose de su alcance, y fue a chocar contra un arbusto, perdiendo el escudo en el proceso. La araña saltó en vano tras él y las pinzas chasquearon al cerrarse sólo sobre el aire.

Detrás del monstruo, la doncella elfa bajó del techo de la choza de un salto y, gateando como si fuera también una araña, se escabulló en el sombrío interior de la cabaña.

Irrumpiendo por otro lado del matorral, Sturm levantó la espada sobre su cabeza y descargó un golpe contra la araña que se revolvía en su dirección. La criatura lanzó un enloquecido gorjeo y, apartándose de un brinco, trepó por un vallenwood pelado, donde se quedó agazapada en las ramas bajas, por encima del muchacho. La araña saltó sobre él, y Sturm habría acabado aplastado de no ser porque se lanzó hacia adelante y chocó contra el tronco del vallenwood; aturdido y sin aliento, se incorporó con dificultad y tanteó entre los arbustos buscando la espada, que había dejado caer. La araña se le aproximó, balanceándose sobre sus patas traseras, y se abalanzó con malévolas intenciones. Pero sus pinzas se cerraron sobre el peto de la armadura del muchacho y presionaron inútilmente el duro metal.

Con un grito, Sturm se liberó de la presa de la araña y, al mirar en derredor, divisó la espada tirada a escasos tres metros de distancia. Corrió hacia el arma, la recogió con un rápido y acrobático movimiento, y rodó sobre sí mismo hasta incorporarse, ya con la espada dispuesta y apuntada hacia la araña…, que ya no estaba allí.

Mientras Sturm llevaba a cabo su maniobra gimnástica, la araña se había movido, trepando a la rama más alta del vallenwood; acto seguido saltó a un inclinado enebro al que se aferró, como un mono, con las dos patas delanteras. Después se deslizó veloz por una de las gruesas ramas y se dejó caer sobre el techo de la choza.

Con un grito, Sturm corrió hacia la cabaña, resbalando y tropezando con la maleza, raíces y arbustos. La araña saltó por encima de él y cayó con suavidad a sus espaldas, en tanto que expulsaba un hilo espiral viscoso. Reaccionando con rapidez, el muchacho se apartó de la pegajosa seda y se lanzó contra la criatura con la espada extendida.

Pero de nuevo la araña no estaba ya en el mismo sitio. Sturm miró a su alrededor con gesto aturdido; luego alzó la vista, a tiempo apenas de agacharse y eludir al monstruo, que se dejaba caer desde una altura de seis metros. Sturm corrió hacia el enebro, con la inmensa telaraña reluciendo sobre su cabeza, y propinó uno, dos, tres tajos a los gruesos hilos, hasta que uno de ellos cayó, suave y resistente, en su mano enguantada.

—Y ahora, puesto que la espada ni la fuerza me han servido de ayuda… —dijo entre dientes, mientras se volvía para mirar a la criatura que cargaba contra él.

Acabó de girar sobre sus talones y se zambulló de cabeza entre las patas de la araña, arrastrando consigo el filamento. Las pinzas resonaron al cerrarse sobre su cabeza; un instante después se encontraba detrás de la criatura, dos de cuyas patas habían quedado enredadas con los pegajosos hilos. De inmediato, el muchacho ató con fuerza el filamento en torno a un árbol y, volviéndose de nuevo, gateó bajo la araña otra vez. Una de las pinzas le arañó la espalda, protegida por la armadura, sin causar el menor daño, y Sturm se apartó del monstruo rodando sobre sí mismo, a la par que tiraba del hilo con fuerza para tensarlo.

Ahora, con cinco patas enredadas y atadas, la araña se derrumbó sobre el suelo del bosque, levantando polvo y hojas secas mientras se revolvía furiosa. Su grito era como el zumbido de cigarras, ensordecedor y penetrante. Sturm se quitó el guante, dejándolo pegado al filamento, levantó la espada y fue hacia la inmovilizada bestia. Enarboló el arma con gesto triunfante… Y la doncella elfa se asomó por la puerta de la choza y chilló horrorizada.

—¡No! —gritó—. ¡Detén tu mano, humano!

Mudo de asombro, Sturm retrocedió un paso y bajó la espada. Encolerizada, con los almendrados ojos echando chispas, la muchacha salió de la cabaña y cruzó el claro a todo correr.

—¡Desata a la pobre criatura, rufián!

Sturm no podía creer lo que oía.

—¡He dicho que la desates, o por Branchala que…!

Desenvainó una daga. De manera automática, Sturm alzó su escudo, pero ella se plantó a su lado en un visto y no visto, se arrodilló junto al monstruo y empezó a cortar con frenesí los hilos que lo ataban.

—Yo…, yo no… —comenzó Sturm, pero la elfa le lanzó una mirada tan rebosante de ira y odio que calló sin acabar de dar la explicación iniciada. Se quedó parado junto a ella, incómodo, observando cómo cortaba los filamentos.

Por fin, de mala gana, se arrodilló a su lado y empezó a sesgar los pegajosos y gruesos hilos con la hoja de su ancha espada.

Un minuto más tarde, la araña estaba libre. Se incorporó vacilante, como si acabara de despertarse o de nacer. Sturm la observó con cautela, con la espada baja y el escudo alzado, pero la criatura se tambaleó, farfulló y echó a correr hacia la arboleda mientras emitía un extraño gemido ahogado, casi como si estuviera llorando. Completamente desconcertado, Sturm la siguió con la mirada hasta que desapareció entre cedros y pinos, arrastrando una pata herida.

—¿Qué…? —empezó, pero no terminó la frase. La bofetada de la doncella elfa lo alcanzó de lleno, desprevenido por completo.

—¿Cómo osas irrumpir en mi claro, para herir y mutilar con una espada? —exclamó, y volvió a alzar la mano dispuesta a abofetear de nuevo al muchacho, pero éste retrocedió.

—Creí que estabas en peligro —explicó, encogiéndose sobre sí mismo al hacer ella un movimiento brusco, si bien, en esta ocasión, la muchacha se limitó a apartarse el oscuro cabello, de manera que al dejar a la vista su rostro se apreció una expresión de pena mezclada con la ira.

—Eres un necio —dijo con voz queda—. No tienes idea de lo que has hecho, ¿verdad?

Sturm no respondió.

Con una débil y melancólica sonrisa, la doncella elfa señaló el firmamento.

—Mira arriba —indicó—. ¿Qué ves?

—Un hueco entre los árboles —contestó Sturm con incertidumbre—. El cielo nocturno, las dos lunas…

Su cabeza se bamboleó cuando ella volvió a abofetearlo.

—¡Exacto, las dos lunas, imbécil! ¡Insensato, petimetre, cerebro de mosquito, remedo ridículo de espadachín!

La elfa se tambaleó y se agarró al tronco de un vallenwood en busca de apoyo.

—Las dos lunas —repitió más calmada—, que se unen en el cielo invernal bajo el signo de Mishakal cada… ¿Cada cuánto tiempo, dirías tú?

—No soy astrónomo, señora —confesó Sturm—. Ignoro cuan a menudo ocurre.

—Oh, sólo cada cinco años, aproximadamente —dijo la chica, con los dientes apretados y los ojos relucientes fijos en el muchacho, conteniendo a duras penas la cólera—. Cada cinco años, en cuyo momento, una melodía específica, en el modo noveno de las armonías branchalinas, tocada por un músico entrenado durante tres años en el aprendizaje de sus complejidades, puede ser utilizada para deshacer la magia de druidas y hechiceros.

—No comprendo —murmuró Sturm mientras retrocedía al ver que la muchacha adelantaba un paso con actitud agresiva.

—No comprendes —repitió ella con frialdad, al tiempo que volteaba en el aire la daga y la cogía por el mango o la hoja de manera alternativa—. La canción anula encantamientos, levanta maldiciones, restaura la naturaleza de los metamorfoseados.

—¿Metamorfoseados?

—¡Aquellos que han sido convertidos en arañas! —
gritó la joven, lanzando la daga, que pasó silbando junto a la oreja de Sturm.

Él se quedó paralizado, desconcertado, oyendo el cimbreo de la daga, que se había clavado en el tronco de un roble, a unos seis metros detrás de él. Un mechón de cabello, limpiamente cortado por debajo de la oreja, cayó con suavidad sobre su hombro.

—Y tuviste que llegar a este claro en el peor momento de esos cinco años —dijo la elfa—. ¡Y, al hacerlo, has garantizado que Cyren de la Casa Real de Silvanost, descendiente de reyes y dueño de mi corazón, se arrastre por telarañas, solo, con ocho patas y seis ojos, comiendo bichos asquerosos y desechos durante la próxima media década, hasta que la blanca Solinari y la roja Lunitari, cada una por su propio camino, viajen por todo el maldito firmamento, pasando ante estrellas fijas y movibles, y converjan de nuevo!

—Yo…, yo… —balbució Sturm, sin saber qué decir.

—Nada de disculpas —dijo la muchacha, esbozando una sonrisa torcida, en tanto que Solinari se ocultaba tras las copas de los enebros movidos por el viento y dejaba el claro iluminado con la luz roja y ominosa de Lunitari—. Nada de disculpas, por favor, pues todavía no he descartado la idea de matarte.

Sturm consiguió calmar a la doncella elfa tras unos cuantos minutos de ofrecerle disculpas y admitir que, sí, era el muchacho más estúpido de todo el continente, y que para encontrar a alguien más necio que él habría que aventurarse entre los goblins de Throt. Aquello pareció satisfacerla por el momento. La joven suspiró y sacudió la cabeza, y después miró a su alrededor con expresión consternada, como si el claro donde había vivido durante dos meses a la espera de la convergencia de las lunas se hubiera convertido de repente en un verdadero nido de arañas.

—No puedo quedarme aquí —anunció, y se metió en la choza.

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