—¿Y?
—Todos ellos llevaban monedas solámnicas.
* * *
El Bosque Sombrío pareció abrirse y recibirlos. Cabalgaron en fila por la estrecha senda situada justo al norte de la aldea. Después de penetrar varios metros en la floresta, las luces del pueblo desaparecieron repentina y totalmente, como si el denso follaje se hubiese tragado al grupo.
Sturm desenvainó la espada de inmediato. La hoja, recientemente forjada de nuevo, captó el último destello blanco de luz de luna antes de que Solinari desapareciera tras un denso soto de enebros. Durante un fugaz instante, dio la impresión de que aparecía un rostro en la pulida hoja, un rostro que no era el de Sturm, pero que resultaba familiar, como si alguien hubiese estado observando a través de sus ojos y la luz reflejada lo hubiera sorprendido repentina e inesperadamente. El muchacho sacudió la cabeza y envainó la espada.
Jack dirigía la marcha a lomos de
Bellota
y llevaba una linterna sorda en la mano. Una música lenta y sublime pareció alzarse de los árboles que tenían ante ellos, y el jardinero animó con resolución a la pequeña yegua para que apresurara el paso.
Bellota
avanzaba por la senda con seguridad, como si ya la hubiese recorrido en incontables ocasiones. Sturm tuvo que esforzarse por no quedarse atrás.
Luin
caminaba con cautela, con pasos vacilantes, y el llevar también a Mara montada a su grupa la hacía ir aún más despacio. Jack tuvo que pararse una y otra vez, varios metros por delante, y alzar la linterna para marcarles el camino; prosiguieron por la verde oscuridad, envueltos en la profunda y dulce fragancia del aire.
El bosque estaba sumido en una quietud expectante. De vez en cuando, se oía el trino de un pájaro y la respuesta de otro, pero reinaba un profundo silencio en el campo en torno a los viajeros, e incluso los primeros insectos de la primavera se habían callado.
—Jack —susurró Sturm. El jardinero tiró de las riendas de su yegua para que el joven lo alcanzara y cabalgara a su lado—. ¿Cómo es que sabías…?
Algo crujió y se quebró en la maleza. Una paloma torcaz alzó precipitadamente el vuelo, al tiempo que lanzaba un grito de pánico. Al punto, los dos jóvenes se llevaron las manos a las espadas, y de repente, como si hubiese sido uno de los árboles, un caballero verde se interpuso en su camino.
—Vertumnus —susurró Sturm.
—Nada de eso —siseó Jack—. Y, si tienes un poco de cabeza, darás un amplio rodeo para evitar un encuentro con él.
El gigantesco caballero no se movió. Una visera de brillante hiedra esmaltada le cubría la faz, y la jacerina era de gruesas enredaderas verdes entretejidas, en lugar de malla anillada. El escudo que portaba era tan grande como la puerta de un pajar, y de hecho tenía esa apariencia, con los listones de roble ensamblados y asegurados con estacas. Sin embargo, fue el arma que manejaba lo que atrajo la atención de los dos jóvenes. Un garrote tan grande como una pierna de Sturm reposaba sobre el hombro del gigantesco guerrero. Si el escudo estaba cortado y fabricado con tosquedad, el garrote tenía el aspecto de una rama recién arrancada de un árbol, con las marcas de rotura, y las varas secundarias de crecimiento podadas y afiladas, a guisa de atroces pinchos.
—Creo que habrá otro camino mejor en este bosque —sugirió Jack, y con un diestro tirón de las riendas condujo a
Bellota
a su búsqueda.
Tras recibir un codazo de Mara, Sturm fue en pos del jardinero, no sin antes lanzar una última mirada al caballero, que no se había movido de su posición en la senda.
—No me gusta —rezongó Sturm—. Ese hombre se ha interpuesto en nuestro camino, y rehusar el desafío… De acuerdo con la Medida, se supone que un caballero debe aceptar el reto a un combate…
—En defensa del honor de la Orden —lo interrumpió la elfa mientras ceñía los brazos en torno a la cintura del muchacho con tanta fuerza que por un instante lo dejó sin respiración—. Todos lo sabemos ya, Sturm. Sabemos lo que la Medida tiene que decir respecto a cualquier cosa, desde la gramática, pasando por los modales en la mesa, hasta llegar a la etiqueta de la esgrima. Hasta el momento, has defendido a la Orden de fantasmas, arañas inocentes y bandidos, y todavía no he oído que ninguno de ellos ofendiera las cosas solámnicas.
—¿Quién o… qué era ese guerrero? —preguntó Sturm.
Jack se volvió hacia él, con el rostro perdido en las sombras de la fronda.
—Es un treant, una antigua raza de gigantes, más vieja que el más vetusto vallenwood del bosque, más que la propia era. Dicen que ya estaban aquí cuando Huma no era más que un cachorro; vigilan la floresta, protegiendo sus plantas y sus secretos. Existen cosas en este bosque que están más allá de tu imaginación, o de la mía.
—¿Cómo sabes estas cosas, Jack Derry? —inquirió Sturm.
El joven no respondió, sino que les indicó por señas que rodearan un vallenwood, cuyas ramas crecían muy bajo. Sturm se agachó para eludir una de ellas, casi esperando que Mara estuviera muy ocupada con sus reprimendas para evitar golpearse contra ella y salir despedida de la silla. Pero la muchacha estaba alerta y se inclinó, sin dejar de parlotear sobre injurias, caballerosidad, Código y Medida.
—Tampoco oí que el hombre a quien hemos dejado atrás hablara mal de tu preciosa Orden —dijo Mara—. Ves agravios donde no los hay, y encuentras desafíos en el viento y en la lluvia.
Sus brazos aflojaron la presión, y se sumió en el silencio. Pero fue incapaz de guardarse una última opinión. Agarró a Sturm por la oreja y le hizo echar la cabeza hacia atrás.
—El mayor peligro que te amenaza está en ti mismo —susurró.
* * *
Rodeando espesos zarzales hasta encontrar un paso, Jack condujo al grupo a otra senda. Para entonces, empezaba a amanecer en el bosque, y los rayos de sol trazaban franjas en las sombras, moteando el suelo de la floresta con una variada gama de tonalidades verde pálido. Encontraron un pequeño estanque, desmontaron y dieron de beber a los animales.
Mara atendió, soñolienta, a Cyren, que había empezado a tejer una tela en un aliso situado a cierta distancia. Desde que habían salido de Rolde de Cerros Pardos, la araña parecía sentirse más segura de sí misma, casi valerosa; ya no iba detrás del grupo, medio escondida entre hojas, ramas y maleza, sino que había caminado al lado de
Luin,
parloteando alegre y misteriosamente para sí misma.
Se oyeron los aullidos apagados de unos perros, en alguna parte, por el oeste.
Sturm se arrodilló junto a Jack Derry, y los dos se inclinaron sobre el agua y bebieron hasta saciarse, utilizando las manos como un cuenco. Mientras la superficie del estanque recuperaba su habitual quietud, Sturm miró sus imágenes reflejadas, una al lado de la otra, enmarcadas por el dosel de hojas.
De nuevo vio una gran semejanza, y entonces arrojó una piedra al estanque.
Jack se volvió hacia él, cuando todavía le escurría agua por la barbilla. Contempló a Sturm con una mirada penetrante, firme, y de nuevo su rostro se ensanchó con una sonrisa misteriosa.
—El sonido de ladridos es el anuncio de una cacería que, a mi entender, se despliega desde Rolde de Cerros Pardos. Supongo que, a estas alturas, la vieja Ragnell ya conoce tu fuga; y, si la conozco bien, ha organizado la persecución para encontrarte y llevarte de regreso.
—¿Qué podemos hacer, Jack? —preguntó Sturm con tono suplicante, sin el menor atisbo de la fatuidad solámnica en su voz.
Jack lo miró con actitud pensativa; luego asintió con la cabeza.
—Creo que puedo… ocuparme de los guardias fronterizos occidentales, Sturm Brightblade —repuso enigmáticamente—. Borraré nuestras huellas con ramas y dispersaré nuestro olor con agua de rosas y alcohol de semillas. Con astucia, puedo darte una hora de ventaja, tal vez dos, o incluso hasta mediodía, antes de que los perros encuentren de nuevo tu rastro. —Escudriñó el bosque a sus espaldas. Luego susurró:— Utiliza ese tiempo con inteligencia.
Sturm asintió en silencio, agradecido, y se inclinó sobre el agua para beber otro sorbo. Cuando levantó la cabeza, Jack había desaparecido. El bosque se había tragado al montaraz joven. En la quieta mañana, sin el menor soplo de viento, no se movía una rama, una hoja, una brizna de hierba, y no se veía señal alguna de su paso.
Sturm se puso de pie y llamó con un gesto a Mara.
—Será mejor que nos pongamos en marcha —apremió. Ayudó a la doncella elfa a subir a la silla y montó a continuación—. Seguramente el corazón del bosque está todavía a una buena tirada de aquí, y, si damos crédito a lo que ha dicho Jack, la mitad de los habitantes de Rolde de Cerros Pardos viene pisándonos los talones…
Enmudeció al advertir que se había hecho un profundo silencio en el claro. Se habían acallado los trinos de los pájaros, y el estanque al que miraban los dos se tornó súbitamente remansado y transparente. Sturm no se atrevió a alzar la vista. Escudriñó las imágenes reflejadas en la superficie del agua, el vasto encaje de las hojas, la filtrante luz.
Allí, en la otra orilla del estanque, estaba el treant, el monstruoso guerrero, montado sobre un inmenso corcel. Lenta, resueltamente, levantó el garrote.
Una batalla en el claro
Sturm agarró las riendas con firmeza e hizo que
Luin
girara despacio, en tanto que chasqueaba la lengua para tranquilizar a la asustada yegua. La condujo al paso por la orilla del estanque a fin de mirar más detenidamente al guerrero de madera, pero su mirada iba de manera continua hacia detrás del gigante, buscando un sendero, una trocha que evitara con un rodeo la amenazadora figura.
Pero Cyren fue a elegir el peor momento para hacer gala de un coraje que hasta entonces no había demostrado. De pronto, en uno de esos instantes horribles en que los acontecimientos escapan a todo control y se desarrollan con tal rapidez que la memoria no puede reconstruirlos, la araña saltó de su tela al tiempo que lanzaba un grito penetrante, corrió a través del claro, con sus diez ojos fijos en el impasible gigante, y se zambulló en el agua, trastornada, con el abdomen arqueado y las patas delanteras cernidas y amenazadoras.
Cyren remontó la orilla y se acercó de costado, como un cangrejo, hacia el inmenso guerrero. Mara gritó y azuzó a la pequeña yegua, pero
Bellota
se mantuvo firme, sin moverse de la seguridad de la ribera. Entretanto, el gigantesco caballero, sin hacer la menor concesión a la cortesía, enarboló el enorme garrote en una actitud puramente agresiva. Con un rápido movimiento de barrido, tan indiferente como el viento o el súbito cambio de estaciones, descargó el arma sobre el lomo de la araña con un ruido de ramas mojadas quebrándose.
Las patas de Cyren se doblaron. Aturdido, se apartó tambaleante moviendo las extremidades como si tejiera, mientras las pulsantes glándulas esparcían al tuntún los finos hilos. Giró sobre sí mismo a la vez que lanzaba un grito, rodó por el suelo, y después abandonó el claro cojeando.
Mara desmontó en un visto y no visto, corrió por el suelo del bosque sembrado de ramas, y se metió entre árboles y sombras en una desesperada búsqueda de su transformado amante. En cuestión de segundos, tanto la araña como la muchacha habían desaparecido; el silencio volvió al claro, y una vez, tal vez dos, se oyó la nítida voz de la joven llamándolo en la frondosa distancia.
Sturm se sentó en la silla y desenvainó el arma.
—Quién eres ya no me concierne —gritó, enarbolando la espada—. Tampoco tu linaje, tu país, o tus propósitos.
Al otro lado del estanque, el caballero permaneció inmóvil sobre su corcel.
—Pues ahora —prosiguió Sturm—, más allá de toda palabra o consideración, has hecho daño a uno de mis compañeros. Y, aunque antes estaba indeciso, por Paladine, Huma y Vinas Solamnus que ya no tengo la menor duda.
»
No sé mucho sobre bosques y viajes, pero conozco el Código y la Medida. Y la Orden de la Rosa toma su Medida en actos de honor y justicia. Y un Caballero de la Rosa debe procurar, mediante palabra, acción y espada, que ninguna vida se malgaste o se sacrifique en vano.
El gigante no dijo nada, pero desmontó despacio, pesadamente. El corcel, libre de su monumental jinete, relinchó y se metió en el bosque, en tanto que el guerrero se quedaba de nuevo inmóvil, con el enorme garrote enarbolado. En la punta del arma, tres largas y negras púas brillaban amenazadoramente con la mortecina luz.
Sturm desmontó también, con movimientos rápidos y sistemáticos. De la grupa de
Luin
cogió el pesado bulto del escudo y el peto y lo soltó en el suelo. Bajo la encubierta mirada del gigante, se puso la armadura y, algo encorvado por el desacostumbrado peso, vadeó el agua, con la espada ya desenvainada. El acero forjado nuevamente brillaba a la luz del bosque, y, tras salir del estanque, Sturm extendió el arma en el establecido saludo solámnico ante la imponente figura que se erguía frente a él.
Sturm apenas tuvo tiempo de levantar su escudo.
El impacto del garrote hizo que el muchacho cayera de rodillas y, por un instante, sus sentidos también se tambalearon. Se imaginó a sí mismo en la posada
El Último Hogar
, y los ojos de sus amigos, Caramon y Raistlin, y los de su madre centellearon en el fondo verde de la espesura. Aturdido, sacudió la cabeza. Parpadeó y de nuevo levantó el escudo al tiempo que el segundo golpe caía a plomo sobre él.
Resbalando en el barro, y entre los crujidos de su armadura, Sturm retrocedió tambaleante hacia el agua, con su enemigo afianzado ante él, hablando en una extraña jerigonza que más que palabras semejaba el soplo del viento entre las ramas, o el susurro de las hojas muertas.
—Fracasaste —parecía decir el gigante—, después de los kilómetros, los años y las aventuras en la oscuridad hueca y ponzoñosa; y has fracasado, sí, más allá de tus peores temores y a causa de esos temores.
La visera de su yelmo cayó hacia atrás en un súbito movimiento, y bajo aquella visera no había un rostro, sino una superficie de madera y corteza de roble, carente de rasgos. Entonces, de la gola, las coderas y las grebas, serpentearon una docena, después dos docenas de ramas, entrelazándose, enredándose y azotando a Sturm con los movimientos sinuosos de su súbito crecimiento. La copa del árbol brotó de lo alto del yelmo, que se resquebrajó con el chirrido de metal rajado. Sturm retrocedió de un brinco, boquiabierto, procurando recobrar el equilibrio, con el agua hasta los tobillos. El árbol empezó a moverse.