Estaba al borde de un claro dominado por dos altas torres de piedra labrada. El muro que rodeaba las amedrentadoras estructuras negras formaba un triángulo equilátero, en cada uno de cuyos vértices sobresalía una torreta, como una amenazadora colmena negra.
—¡Wayreth! —susurró Sturm con voz ronca—. ¡La Torre de la Alta Hechicería!
A la que, según estaba escrito, uno sólo podía llegar si había sido invitado.
»
Pero ¿por qué? —preguntó Sturm—. ¿Por qué se me ha traído a este país de hechiceros?
Entonces oyó voces, y vio salir cabalgando de entre los árboles a Caramon y a Raistlin; se detuvieron irresolutos ante las torres, mientras sus ruanos cabrioleaban asustados. Estaban a bastante distancia y era imposible escuchar lo que decían o ver la expresión de sus rostros. Pero una voz suave, queda, murmuró al oído del Sturm, como si leyera un romance mayor de una leyenda o un viejo cuento.
Giró veloz sobre sí mismo y se encontró cara a cara con lord Silvestre, que señaló a la torre, a los gemelos, y reanudó la historia:
—"La legendaria Torre de la Alta Hechicería", musitó Raistlin con respeto reverente.
»Los altos minaretes de piedra semejaban unos dedos esqueléticos que surgieran de la tumba.
Cautelosamente, de mala gana, Sturm se volvió hacia la escena onírica desplegada con la narración de Vertumnus. Cuando lord Silvestre habló, Sturm vio que los labios de Caramon y Raistlin articulaban las palabras pronunciadas por el Hombre Verde.
—"Todavía estamos a tiempo de dar la vuelta", murmuró Caramon entre dientes, con la voz entrecortada.
»El mago lo miró estupefacto.
»Raistlin se volvió hacia Caramon.
Sturm sacudió la cabeza violentamente, luchando por librar su mente de telarañas, sueños y palabras enigmáticas e insinuantes.
—Que él recordara —
continuó Vertumnus—,
aquélla era la primera vez que veía asustado a Caramon. Sintió que lo inundaba una cálida sensación desconocida, reconfortante. Se acercó a su gemelo y puso una mano firme sobre su brazo tembloroso.
»"No temas, Caramon", dijo Raistlin. "Estoy contigo".
»El guerrero lo miró sorprendido. Después, sofocó una risita nerviosa, azuzó su montura y reemprendió la marcha.
Mecánicamente, como si los guiaran las palabras, Caramon y Raistlin se volvieron, hablaron, y después, mientras Vertumnus terminaba de relatar la historia, Raistlin entró por las puertas de la Torre y desapareció, dejando al otro lado a un tembloroso Caramon.
El corazón de Sturm se estremeció por el guerrero, solo en el límite del misterio. En la ausencia de su gemelo, la mitad del enorme corpachón del joven quedó sumida en sombras, y había algo insustancial en aquellos anchos hombros y musculosos brazos.
—¡Es…, es como una bandera ajada! —musitó Sturm.
A su lado, Vertumnus reanudó la historia.
—Por fin Raistlin salió de la Torre a la luz del sueño, y Caramon fue a recibirlo. Ya no era Raistlin, sino un joven encorvado, hundido y roto, que levantó las manos, apuntó con los pulgares a su hermano… y…
»La magia inundó su maltrecho cuerpo y brotó por sus dedos crispados en forma de llamas devastadoras. Se quedó inmóvil mientras contemplaba impasible la oleada de fuego abrasador que envolvía el cuerpo de su hermano.
Sturm gritó y se tapó los ojos. ¡No era posible! ¡No podía ser una profecía! Raistlin y Caramon estaban en Solace. Nada los haría viajar a Wayreth, aun en el caso de que Wayreth los admitiera.
Y Raistlin… Raistlin
jamás…
La mano de Vertumnus se posó en su hombro.
—No temas, Sturm —susurro lord Silvestre, apretándole el brazo—. Estoy contigo. No te escondas de mí.
El muchacho tiró para soltarse de Vertumnus, cuyos dedos apretaban de manera insistente y dolorosa.
—¿Entiendes, Sturm? —susurró el Hombre Verde.
Entonces el joven sintió que se elevaba. Las ramas se apartaban a su paso y de repente flotó, sostenido por una brisa fresca, en el cielo otoñal, donde el signo azul de infinito parpadeaba sobre él, y cayó en un sopor brillante, carente de sueños.
~ ~ ~
—Ahora lo enviaremos al segundo sueño —apremió Acebeda mientras se apartaba el oscuro cabello del rostro—. El chico vivirá. De eso estoy segura. Se ha levantado de la espesura de la muerte, y vivirá. Los cuervos decidirán cómo lo hará.
Los cuervos habían volado en círculo en lo alto durante la primera canción e infusión, cernidos como un presagio. Ahora las tres aves se posaron ominosamente en las ramas de un enorme vallenwood. Eran tan grandes como pequeños perros, y graznaban su canto secamente, como si lo hicieran de mala gana. Acebeda puso otra planta en los labios del muchacho, esta vez una flor de loto gris, y Sturm se estremeció a su tacto y su sabor. Durante un momento, pareció que un hacha de guerra flotaba sobre él, dispuesta a descender, indiferente, sobre culpables o inocentes. Bajo esta amenazante luz, el joven experimentó el segundo sueño, apresado en la música de los cuervos.
~ ~ ~
Esta vez estaba en la Torre del Sumo Sacerdote, en las almenas que se alzaban sobre el patio.
Sturm flotaba por encima de los soldados en el humo de las hogueras de campamento. Porque había soldados acampados en la Torre, agrupados tras las protectoras murallas contra el viento, la nieve y algo más: algo que estaba al otro lado de las murallas, aguardando.
Era como todos los asedios que había imaginado. Tragó saliva con nerviosismo y flotó de hoguera en hoguera, sustentado por el humo de las llamas.
Los hombres eran soldados de infantería, plebeyos. Algunos llevaban la insignia de Uth Wistan, otros la de Markenin, y otros la de Crownguard, nada menos. Todos llevaban la impronta de un ejército derrotado, y sus ojos estaban apagados y sus miradas eran furtivas. Los caballeros paseaban entre ellos como pastores, y no se cruzaba una palabra entre comandantes y tropas.
—¿Qué pasa? —preguntó Sturm a uno de los caballeros—. ¿Qué ha…? ¿Es que Neraka…?
El caballero, que no lo había oído, se volvió hacia Sturm y miró a través de él, sin verlo. Era Gunthar Uth Wistan, casi irreconocible con el cabello y la barba grises.
Fuera lo que fuera lo ocurrido, la batalla parecía haberlo envejecido diez años. De pronto, el sonido se apagó en el patio; cesó el murmullo de la tropa, el crepitar de los fuegos, el resonar metálico de las armas, y una voz familiar se alzó a su lado.
Vertumnus se encontraba en las almenas… ¡equipado con la armadura Brightblade, nada menos! Estaba desgreñado y desarreglado, y casi parecía una versión frondosa de Angriff Brightblade. La semejanza sobresaltó a Sturm. Lord Silvestre señaló el patio y de nuevo empezó a recitar con voz queda y obsesiva.
Mientras hablaba, una desolada columna de tropas se alineó en formación ante las puertas. Un sargento, que estaba a la cabeza de la columna, alzó la vista a las almenas y sus ojos se encontraron con los de Sturm, al tiempo que Vertumnus recitaba la cruda, inevitable historia.
—Los hombres parecían empequeñecidos, frágiles en sus armaduras, espadas y picas mientras se agrupaban, pateaban el suelo para librarse del frío y formaban en línea detrás de los caballeros.
»Divisé a Breca en la primera columna, aventajando en una cabeza a cuantos lo rodeaban. Me pareció que alzaba la vista hacia donde yo estaba asomado, y distinguí la inexpresividad de su mirada a despecho de la distancia, a despecho de las sombras proyectadas por la muralla y la mortecina luz del amanecer. Tal vez fuera la oscuridad la que me impidió ver expresión en su faz, pero hay una expresión que sí recuerdo…
»Pues, si existe una expresión sin expresión, vacía de temor y de terror y finalmente de esperanza, en la que si hay algo es sólo una especie de resignación y resolución, ésa era la de Breca y la de sus compañeros. Y en ella se leía (si es que en ese vacío, en esa nada puede leerse algo): "Esto es tan malo como imaginaba, pero peor de lo que esperaba". Y eso era todo. Eso fue todo cuando las malditas puertas se abrieron…
»
No temas, Sturm —susurró Vertumnus, mientras sus ojos giraban como lunas fuera de su órbita—. Estoy contigo. ¿Entiendes, Sturm? ¿Entiendes ahora?
—Creo…, creo que sí —respondió el joven a la reluciente mirada de lord Silvestre—. Significa que… incluso el Código y la Medida pueden ser traicionados por… la locura.
—No —dijo Vertumnus, su voz un susurro en la mente de Sturm—. No exactamente. —Sonrió de nuevo, esta vez de un modo más malicioso—. Verás… el Código y la Medida
son
la locura.
Lord Silvestre cogió al muchacho por los hombros y lo hizo volverse para mirar el ejército congregado en el patio.
—Esos son los que la Medida mata —
susurró insistentemente mientras los soldados rebullían inquietos, poniendo el peso ora en un pie, ora en otro, y manoseando sus armas
—. Ésa es la sangre sobre la que se alza vuestro honor; ésos, los huesos sobre los que se asienta vuestro Código. Este grandioso juego solámnico está siempre con nosotros; ¡tan simple y ponzoñoso como nuestros propios corazones arrogantes!
«Peroratas de un demente», pensó Sturm, y se hundió en una negrura perturbadora. Nunca sabría durante cuánto tiempo durmió.
~ ~ ~
—Es suficiente —anunció la druida.
La tarde daba paso al anochecer. En la distancia, el bosque resonaba con las llamadas y las respuestas de los animales nocturnos, y sobre el claro empezaban a brillar las primeras estrellas, verdes en el arpa de Branchala, con la roja Sirrion flotando como un galeón en llamas sobre la bóveda celeste.
Acebeda alzó la vista hacia Vertumnus; su rostro estaba aún más joven que al iniciarse la curación.
—Ha sobrevivido a los dos primeros sueños. El tercero es fácil, si tiene la voluntad y el aguante necesarios.
—Ninguno es fácil, Acebeda —contestó lord Silvestre con una curiosa sonrisa—. Tú no eres solámnica y, por lo tanto, el Sueño de Elección te parece más sencillo que los otros. De hecho, es el más doloroso.
En la distancia, la alondra alzó su voz. Acebeda asintió con gesto sereno y rozó los párpados de Sturm con una rosa doble, un capullo rojo, y el otro verde como una hoja. Vertumnus empezó a tocar la flauta y, al mismo tiempo, la plateada Solinari asomó en el claro arrancando destellos en las hojas del vallenwood y del roble, en la corona de acebo del cabello de la druida, y en los verdes rizos de lord Silvestre.
El último sueño
El canto de los pájaros era penetrante e insistente a su alrededor: arrendajo y gorrión, el trino impetuoso del petirrojo y, sobrepasando todos ellos, el canto de la alondra, que persistió en sus oídos cuando se movió y los cantos cesaron.
Sturm se sentó y miró en derredor. Por lo que recordaba de los febriles y esporádicos momentos en que había estado despierto, se encontraba en el lugar adonde lo habían transportado con el carro. Allí estaban el estanque, el roble y el herboso y soleado claro, pero Vertumnus y su grupo se habían marchado; todos: Jack Derry, ninfas, druida. Se hallaba solo, tendido al pie del roble, con su armadura y su espada colocadas ordenadamente junto a él.
Tendió la mano y tocó el peto. El martín pescador broncíneo estaba anormalmente caliente, verde por la herrumbre y el desuso, como si la armadura hubiese estado tirada allí durante un tiempo. Meditabundo, Sturm arrastró hacia sí el escudo, y parpadeó con el apagado resplandor del sol reflejado en su abollado relieve.
De pronto, alguien tosió a sus espaldas. El ruido lo sobresaltó y se volvió con rapidez.
Ragnell se encontraba al borde del claro, con sus oscuros ojos prendidos en él.
—¡T… tú! —balbució el joven, al tiempo que tendía la mano hacia la espada. Se frenó de inmediato. Al fin y al cabo, era una anciana, y la Medida prohibía…
—Mis intenciones son pacíficas —anunció la druida—. Pacíficas pero instructivas.
—Debo…, debo de estar herido —explicó Sturm, sintiendo que la luz le dañaba los ojos y el claro parecía flotar y girar a su alrededor—. Tienen que haberme…, haberme…
Ragnell hizo un gesto de asentimiento con la cabeza.
—Hace siete noches —dijo—. Llevas durmiendo una semana. Y tuviste sueños, espero. Importantes sueños de cosas por acontecer, que puedes llamar profecías, pero que yo llamaría visiones…
Sus palabras lo desconcertaban, pero su voz era queda e insinuante. Se entrelazó con los pensamientos de Sturm con la sutilidad de las malas hierbas y la vegetación exuberante, hasta el punto de no estar seguro de si las palabras las pensaba él o las decía ella. Sacudió la cabeza intentando librarse de su voz y, al no conseguirlo, quiso incorporarse.
—Aún estoy herido —dijo con voz ronca, jadeante.
—Por supuesto que lo estás, Sturm Brightblade —contestó la druida; su faz curtida y arrugada carecía de expresión—. La espina sigue clavada profundamente en tu hombro, cerca del corazón. —Ragnell lo observó con atención y luego ordenó:— Mira tus manos.
Sturm hizo lo que le pedía, y lo que vio le hizo dar un respingo. El verde fluía por sus venas. Sus uñas también estaban verdes. Sus manos tenían una apariencia oscura y correosa, como las de lord Silvestre.
—¿Qué…? —empezó.
Pero la voz de Ragnell se alzó irresistible en el fondo de su mente, extendiéndose sobre sus pensamientos como envolventes y gruesas enredaderas.
—Ha despertado… —comenzó la voz.
Y el claro se disolvió en niebla, dejando sólo a la mujer, el agua reluciente y la noche. De repente, la luna blanca surgió tras ella, formando una aureola plateada en torno a sus ondeantes ropajes verdes, reflejándose como un fuego fatuo sobre la superficie del estanque. A Sturm le dio vueltas la cabeza al comprender, consternado, que todavía soñaba.
La herida del hombro tiñó de verde su túnica, después de violeta, luego de un negro profundo e indeleble, a medida que la savia corría y cesaba de fluir. Estupefacto, se miró las manos. En lugar de palidecer por la pérdida de sangre, o savia o lo que manara de su hombro, ahora relucían con un verde brillante que se hizo iridiscente.
El semblante de Ragnell cambió mientras la druida se aproximaba a él con serenidad. De ser una vieja marchita, malvada y astuta, pasó a ser una criatura de singular belleza —cabello oscuro, piel oscura y ojos oscuros en una deslumbrante oscuridad—, que le sonreía con tal dulzura que su corazón se conmovió. Cayó de rodillas, anhelando estar con ella, ya fuera para que lo amara como un niño o como un hombre, no estaba seguro.