Le dolía la cabeza. Se sentía adormilado. Los draconianos no estaban hechos para esta estación y este tiempo, y su sangre fría los inducía a dormir cuando la temperatura bajaba. Ya había tenido que despertar a uno de los heridos, dándole con la empuñadura de la espada y amenazándole con peores castigos si se volvía a dormir.
Lo había mirado taciturno bajo su negra capucha. Su actitud lo hizo anhelar la llegada del prometedor verano.
Sacudió la cabeza para librarse del molesto dolor. La imagen de la loma se fue haciendo más y más borrosa a medida que arreciaba la nevada, y en dos ocasiones la perdió de vista durante un segundo pavoroso. Había pensado entonces tomar él la iniciativa, abrir el dique y dejar que las aguas corrieran, temeroso de que Tivok hubiese hecho la señal y no lo hubiese visto.
Era una estupidez, lo sabía. Así pues, no lo hizo. Se sentó y refunfuñó malhumorado cuando la silueta de la loma se perfiló de nuevo contra la cegadora cortina blanca, y su momentáneo pánico dio paso a una leve incertidumbre.
Si esto era la primavera de Solamnia, se dijo Hawode algo amodorrado, no quería pensar lo que sería el…
La idea se interrumpió, inacabada, en el gélido aire. El draconiano dormitó; su sueño se hizo más profundo a la par que aumentaba la nevada y acabó por unirse a sus compañeros en el letargo invernal y sin ensoñaciones de los reptiles.
* * *
Tivok estaba furioso cuando el jinete alcanzó la otra orilla.
Siseó y descendió pesadamente el suave declive de la loma, resbalando sobre los cinco centímetros de nieve fresca, con la capa ondeando como la vela de un deslizador de hielo destrozado.
Le habían fallado: Nashif y el grupo de emboscada, Hawode y los que esperaban en el dique, río arriba. Había temido que ocurriera algo así, pero más temía la pérdida del oro solámnico.
Resbaló, cayó, y se incorporó al tiempo que maldecía en voz baja. La espada le había salido despedida de la mano, dejando una raya gruesa y verde en la superficie nevada, y yacía sobre su filo al pie de la loma, con la hoja reluciente, limpia.
Al fin y al cabo, pensó Tivok mientras recogía el arma, tenía sus propios planes para este lado del río. Con la mente centrada en la inminente lucha, enfundó la espada con gesto ausente y anduvo hacia la orilla occidental del vado.
* * *
Luin
tembló cuando el viento le golpeó los mojados flancos. Sturm desmontó rápidamente, cogió una manta del petate y secó a la yegua lo mejor que pudo.
El cruce había sido fácil, tan sencillo que casi resultaba sospechoso. La música había cesado a partir del centro del río, pero
Luin
había seguido cruzando la corriente a paso lento y constante. Aunque el cambio de tiempo prometía una cabalgada incómoda, la parte más larga del viaje había quedado ya atrás, y no le esperaban más peligros, salvo el último y más temible: el enfrentamiento con Boniface, en la Torre.
El muchacho reflexionó de nuevo sobre lo ocurrido en los pasados quince días, separando evidencia de rumores, y hechos de hablillas. Absorto, arrodillado junto a la yegua, con las manos y la mente ocupadas, habría sido una presa fácil de no ser porque Tivok se aproximó por el borde del agua y sus pisadas quebraron la capa de hielo.
Sturm se incorporó de un brinco, a la par que desenvainaba la espada y se giraba para hacer frente al gran draconiano. Con un siseo amenazador, Tivok desenfundó su arma y arremetió con un violento golpe de arriba abajo, que silbó en el aire. Sturm levantó su espada para frenar el ataque y sintió el choque y el rechinar de los aceros a todo lo largo de los brazos y en los hombros.
El draconiano era más fuerte que él. No podía esperar igualarlo golpe contra golpe.
Sturm retrocedió, agachándose para eludir una cuchillada lateral. Resoplando sorprendida,
Luin
se alejó al trote ribera abajo y dejó a los dos combatientes enzarzados en la lucha. Sturm se movió en círculo en torno al draconiano, agazapado y listo para la siguiente arremetida, sosteniendo la espada nivelada y hacia adelante.
Tivok, sin embargo, no era un principiante en estas lides ni un luchador sin instrucción. Esperó su oportunidad, girando al mismo tiempo que el muchacho, y, cuando llegó el momento, su acción fue súbita, precisa y casi mortal.
Sturm perdió el equilibrio y cayó hacia atrás ante el inesperado e impetuoso ataque, detuvo un golpe y desvió otro, al tiempo que reculaba deslizándose sobre el suelo helado hasta quedar fuera del alcance de la espada. Sólo la agilidad de su juventud y cierto letargo invernal que había en los movimientos de su adversario lo salvaron de una muerte segura bajo el filo aserrado de la espada draconiana.
Sin embargo, Tivok había logrado alcanzarlo de refilón. Sturm se incorporó tambaleante, agarrándose la pierna.
El draconiano dio un paso atrás y se apoyó en su espada con actitud burlona.
—Eso será suficiente, solámnico —anunció.
Sturm permaneció callado, pero preparado para otro ataque.
—La hoja estaba envenenada, ¿sabes? —explicó Tivok—, como tenemos por costumbre hacer, aunque vuestra Orden lo considere una práctica deshonrosa.
—¿Qué tiene que ver mi Orden con esto? —preguntó Sturm encolerizado, levantando de nuevo su arma.
—Su dinero ha pagado el veneno —replicó Tivok con una risa seca. Zahiriente, alzó también su espada y le dio la vuelta despacio.
—¿Qué…, qué quieres decir? —inquirió Sturm. La pierna le palpitaba dolorosamente y se tambaleó.
—El dinero solámnico nos pagó a mí y a mis camaradas —explicó Tivok con voz suave y pausada, como si estuviera enseñando una lección a un muchachito torpe—. El mejor espadachín de tu Orden me entregó oro y me ordenó que aguardara aquí tu regreso.
—¿Boniface? —preguntó el joven, aunque ya sabía la respuesta.
El draconiano empezó a girar a su alrededor al tiempo que su negra lengua se movía vibrante como la de las serpientes.
—No te acalores —se mofó mientras se cambiaba de mano la espada—. El veneno se extiende con más rapidez al subir la temperatura de la sangre. —Se echó a reír y dio un paso hacia el muchacho—. Pero era Boniface, sí —susurró con tono dramático, y los ojos brillantes por un cruel regocijo—. Dijo llamarse Grimbane. ¡Ja! Como si no hubiésemos oído hablar del gran espadachín solámnico, o no hubiésemos escuchado la conversación que mantenía con su escudero mientras se acercaban al Vingaard. Era Boniface, sí, y me dará más oro por tu cabeza, que cogeré cuando el veneno haya hecho su trabajo.
El draconiano se acercó a Sturm muy seguro de sí mismo, empañando con su aliento la hoja dentada de su espada.
—Si estoy envenenado, ¿qué puede importar lo demás? —declaró fríamente Sturm. La idea era descabellada y le produjo la sensación de sentirse extrañamente liberado.
Tivok se encogió de hombros con actitud irónica. Entonces la música surgió a su alrededor.
Era una melodía de flautas de aire guerrero, una antigua canción fúnebre de Solamnia, alta y penetrante. Tivok dio un respingo, y sufrió un momentáneo sobresalto; fue sólo un instante, pero bastó para que Sturm saltara sobre él antes de que tuviera tiempo de reaccionar, cantando tan alocadamente como aquella mañana gélida en el patio de la Torre.
Permite que su último aliento
se refugie en el tibio aire,
por encima de los sueños de las aves de rapiña,
donde sólo el halcón recuerda la muerte.
Pronto se alzará a la sombra de Huma,
más allá del cielo imparcial…
Tivok retrocedió a trompicones, azotando el barro helado con la cola. Las dos espadas —reliquia solámnica y aserrado sable draconiano— se trabaron al instante. Sturm se deslizó ágilmente entre los aceros, rodó bajo las piernas de Tivok e, incorporándose de un salto a espaldas de la criatura, le golpeó la cola con la parte plana de su espada, en actitud burlona.
—Aquí atrás, Vuestra Graciosa «Anfibiedad» —lo zahirió el muchacho. Giró sobre sí mismo y trazó con su espada un fulgurante arco.
El draconiano tuvo que hacer uso de toda su rapidez para frenar el fulminante golpe.
Tivok se tambaleó. El muchacho que tenía frente a él era un prodigio con la espada, en movimientos e inventiva. Dondequiera que fuera el arma del draconiano, Sturm la frenaba, como si el propio acero percibiera dirección y propósito. El joven se mantenía justo fuera del alcance de la espada, lanzando veloces y breves arremetidas, como un colibrí, propinando golpes, pinchazos y latigazos con la larga hoja.
Parecía que fueran dos, chapoteando con arrojo en las márgenes del Vingaard.
Poco a poco, el temor se apoderó del draconiano. Algo había ido mal con el veneno, pues a estas alturas el humano tendría que haber estado paralizado, indefenso.
Tivok miró frenético en derredor, buscando un terreno más alto, o refuerzos, o alguna vía de escape. Sus ojos volvían siempre a la espada, un fugaz centelleo dirigido contra su garganta, su pecho, su rostro. Sturm danzaba y cantaba mientras combatía, y el aire silbaba con el sonido del viento en el metal y el tenue acompañamiento de una lejana flauta.
El draconiano hizo acopio de valor y saltó sobre el muchacho, desesperado. Suspendido en el aire, se volvió torpemente y arremetió con la espada, pero su maniobra resultó fallida, ya que Sturm se apartó a un lado…
Y descargó un golpe certero en la base del cráneo de la criatura.
El final fue rápido. Aunque el último grito de Tivok llegó río arriba, hasta donde se encontraban sus compinches, nadie acudió en su auxilio ni a vengar su muerte a manos del chico, que montó de un salto en su yegua y, demasiado juicioso para aguardar a que surgieran nuevas dificultades, la espoleó hacia el oeste, a través de las descampadas y desiertas llanuras.
Tumbado en el dique, Hawode rebulló al sonar un ruido distante; luego se sumió en un sueño más profundo.
Siempre el primer día de primavera
Vertumnus bajó la flauta y suspiró. Sentados a sus pies, los aldeanos miraban a lo alto, traspasados por la canción. No habían visto lo que las aguas del estanque le habían mostrado a él: la imagen de Sturm cruzando el Vingaard y la lucha que tuvo lugar en la orilla occidental.
Jack carraspeó.
—No mucho, pero algo queda de tu eminente amigo en ese hijo suyo —observó guasón, con la vista prendida en lord Silvestre.
—Podrías haber aprendido mucho de él, Jack —replicó Vertumnus—. La mayor parte del mundo, ahí fuera, es como él.
—¡Quisiéramos que el lagarto se lo hubiese comido! —siseó Diona.
—¡No es cierto! —arguyó Evanthe, al tiempo que le tiraba del pelo a su hermana, hasta que la pequeña ninfa chilló de rabia y dolor. Pelearon como ardillas en lo alto del árbol, y luego se detuvieron súbitamente cuando Evanthe se quedó colgando de una rama, de manera precaria.
—Pero ¿por qué, lord Vertumnus? —preguntaron al unísono—. ¿Por qué no hizo efecto el veneno del lagarto?
—Lo limpió la nieve de nuestra canción —explicó él—. ¡Y basta ya de riñas y pendencias, vosotras dos! —Agitó la flauta señalando a las ninfas, y el aire silbó al pasar por ella. Al instante, empezaron a brotar ramas del vallenwood alrededor de las dos dríades, que quedaron atrapadas en una jaula de madera.
El Hombre Verde bajó la vista al estanque, donde las hojas flotaban a la deriva y el agua creaba ondas y remolinos. La débil llamada de los pájaros en la linde del bosque anunciaba el regreso de la primavera, y una cálida brisa oriental sopló entre las ramas.
—Es una persona noble —observó Jack tras un largo silencio, en el que los aldeanos, creyendo que la música y el drama habían terminado y lo que se hablara ahora era una conversación privada entre padre e hijo, se dispersaron por el claro para ocuparse de distintas tareas—. Honrado y valiente, aunque un poco aburrido. Se destaca en espada y honor.
—Es todo cuanto ha elegido saber —hizo notar Vertumnus—. Y puede perecer por esa falta de conocimiento. —Al poner a un lado la flauta, la música llenó de nuevo el claro.
Los que estaban por los alrededores regresaron rápidamente hacia la fuente de la melodía. La doncella elfa, Mara, se encontraba en la orilla opuesta del estanque, ataviada con un vestido de gasa, fina y suave como una telaraña, adornado con hojas. Una guirnalda de acebo se entretejía con los mechones de su oscuro cabello, y sus ojos se realzaban con los sutiles colores de las bayas.
Acebeda estaba detrás de la muchacha, con una mueca satisfecha por el resultado de su trabajo y el modo en que Jack Derry abría los ojos y su sonrisa se ensanchaba al ver a la chica.
Mara se llevó la flauta a los labios y empezó a tocar el majestuoso himno de Branchala, para el que sólo los elfos tenían estrofas. Los aldeanos, presintiendo que iba a ocurrir algo maravilloso y más allá de su comprensión, dejaron sus quehaceres y escucharon. De pie, en medio de un círculo de chiquillos, Weyland el herrero se volvió para mirar a la doncella elfa y se quitó el sombrero con actitud respetuosa.
—¡Bruja! —siseó, furiosa, Diona, pero enmudeció ante la mirada admonitoria que le dirigió Vertumnus.
Jack se incorporó y bajó del árbol, sin apartar los ojos un solo instante del resplandeciente espectáculo de doncella y música, con la mente llena de pensamientos de adoración e insinuación.
Vertumnus apartó la vista, dejando la intimidad del momento a su hijo y a la muchacha.
—El primer día de primavera siempre está cerca —musitó con actitud sagaz.
* * *
La noche había caído y las estrellas se colocaron en las constelaciones invernales. A Sturm se le ocurrió de repente la idea de que, tal vez, los días hubieran retrocedido y el año hubiese vuelto a los hielos, en espera de la llegada de la primavera.
Por un instante, sus pensamientos retornaron al Bosque Sombrío.
Quizá, si la primavera se había pospuesto, todavía tenía tiempo de dar media vuelta al caballo y desandar el camino recorrido…
Pero ya se había internado mucho en Solamnia, y estaba a tres horas escasas de cabalgada de la Torre del Sumo Sacerdote. Había elegido regresar, y es lo que haría ahora, a despecho de enjuiciamientos, críticas y la amenaza de lord Boniface. Su honor lo obligaba a llevar este asunto hasta el final, y a afrontar la censura de lord Gunthar, lord Alfred y lord Stephan en favor de la justicia. Y por venganza.