El Código y la Medida (33 page)

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Authors: Michael Williams

Tags: #Fantástico

BOOK: El Código y la Medida
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Mucho antes de llegar a las afueras de la aldea, Sturm dejó de ver el humo y la luz parpadeante que había divisado desde el norte. Intentó orientarse recurriendo a la memoria, echando desesperadamente en falta la guía de la música de Vertumnus, pero la linde del bosque era monótona, informe, y el único sonido consistía en las llamadas intermitentes de los pájaros. Justo cuando pensaba que nunca encontraría Rolde de Cerros Pardos, llegó a lo alto de una loma, cuya vertiente opuesta terminaba en las afueras del pueblo.

El lugar había cambiado de manera grotesca, como si algo anónimo y enorme hubiese tomado una terrible venganza en sus aledaños. Chozas y cabañas aparecían ladeadas de manera absurda, los cimientos desplazados por enredaderas, retoños de árbol y el constante empuje de la maleza. Rolde de Cerros Pardos había sido invadido por las plantas, que cubrían hasta los propios tejados.

Sturm deambuló a través de la jungla de follaje y casas, con el furioso zumbido de los insectos resonando en sus oídos y su sentido del olfato saturado por el penetrante perfume de siemprevivas y la fragancia de flores. La vegetación se había extendido de este a oeste, o ésa era la impresión que daba, y el enorme pabellón central estaba cubierto de enredaderas y casi levantado en sus cimientos por las gigantescas raíces de un almez de sesenta metros.

Sturm caminó en silencio por callejones secundarios, con la espada desenvainada, mientras se dirigía hacia la fragua de Weyland dando un rodeo. Cruzó la aldea invadida por la vegetación, hacia el oeste, a través de un viñedo y un campo de calabazas de crecimiento espontáneo, en dirección al otro extremo de la ciudad donde, si su memoria no le fallaba totalmente, se encontraban los establos y la herrería. Su armadura resonaba en los silenciosos callejones tapizados de hiedra, y su esperanza se alternaba con el temor del descubrimiento.

Las calles adyacentes al establecimiento de Weyland estaban silenciosas y desiertas. Era como si esta parte de la aldea hubiese sido abandonada, o los lugareños se hubiesen alejado durante una hora porque algo trascendente y secreto estuviera ocurriendo cerca de la forja y los establos. Aunque los aldeanos no se encontraban en la vecindad, sus pertenencias sí estaban: dagas, torques, leznas y husos aparecían esparcidos sobre la vegetación, y más de una vez Sturm pisó utensilios de loza rotos, que crujieron bajo sus botas como los esqueletos externos de insectos enormes. Un espejo de bronce se recostaba en un ángulo absurdo contra la puerta de una casa, su superficie oscurecida por el verdín. No lejos de él, curiosamente indemne al deterioro del desmedido crecimiento vegetal y el abandono, había un velo dorado con bordados de rosas verdes en los bordes. Sturm se agachó y recogió la prenda, que alzó tristemente a la luz del sol.

La lanzó al aire. El velo se meció con la brisa, ondeó y se posó en el alféizar de una ventana de una cabaña abandonada. En ese preciso momento, el sonido vibrante del martillo contra el yunque se escuchó al extremo de la aldea.

Sturm echó a correr, sintiendo que su esperanza renacía. Mejor que cualquier otro hombre del pueblo, Weyland sabría cómo encontrar a Jack Derry. Y Jack sabría cómo llegar hasta Vertumnus.

Las puertas del establo estaban abiertas de par en par, y el relincho y resoplido de un caballo sonaba en la cálida y profunda oscuridad; se veía luz y movimiento a través de la ventana de la herrería, e incluso se escuchó el agradable sonido de la voz de un hombre que cantaba para sí mismo mientras iba y venía por la forja.

Sin la menor vacilación, Sturm se acercó al establecimiento y abrió la puerta.

Vertumnus se encontraba ante él, sosteniendo unas tenazas y un martillo, y sonriendo con expectación.

Dejó las herramientas y se limpió las manos con un trapo de burdo lienzo, en tanto que Sturm se quedaba parado en el umbral, bañado por el rojizo reflejo de la forja, luchando con los recuerdos.

El muchacho bajó la espada, desconcertado. De repente, todo pareció encajar en su sitio. Los sueños y las elecciones parecían tener un oscuro sentido, aunque a Sturm todavía le costaba trabajo encontrarles una explicación. Empezó a hablar, a abrumar a Vertumnus con cientos de preguntas, pero lord Silvestre alzó la mano para imponerle silencio.

—Tienes aspecto de estar profundamente agotado —observó—. Y yo sería un mal anfitrión si no te ofreciese pan y bebida.

—No, gracias. Es decir, sí. Sí, un poco de pan me vendría bien. Y agua.

Vertumnus se encaminó a la puerta trasera y al pozo, con el cucharón en la mano. Sturm fue tras él y chocó torpemente con el yunque.

—Eres un jovencito inexperto, solámnico —dijo el Hombre Verde con jovialidad, pasando junto a Sturm en su camino a la despensa para coger pan—. Inexperto y tozudo, aunque las dos cosas tienen remedio y tampoco es que sean tan malas. Tu inexperiencia te ha protegido de la corrupción y el compromiso, y tu tozudez te ha hecho llegar lejos.

—Me ha llevado al fracaso —dijo Sturm furioso—, pues el primer día de primavera llegó y pasó. Me has eludido, Vertumnus, ¡y has vencido con tecnicismos!

—Es el solámnico que hay en ti quien lloriquea por los tecnicismos —replicó Vertumnus, jovial—. Recuerdo que dije que, si no te reunías conmigo en la fecha acordada, tu honor quedaría comprometido para siempre.

El muchacho asintió con gesto enfurruñado, tomó asiento en el banco y aceptó el pan y el cacillo rebosante de agua.

—Fue culpa de esa druida —afirmó—. Ragnell me encarceló durante tres días y después me hizo dormir una semana. De otro modo, habría llegado a la cita con tiempo de sobra.

Vertumnus se sentó en el suelo.

—Estabas a salvo en la celda. Te iba siguiendo los pasos un enemigo implacable, y cuando la señora te mandó encarcelar… él renunció a la persecución.

Sturm resopló con actitud enfadada. Otra vez el cuento de conspiraciones y Boniface.

—¿Y bien? —preguntó Vertumnus mientras cruzaba las manos sobre el regazo. Parecía una antigua estatua oriental, un símbolo de fría serenidad—. ¿Sientes la herida? ¿La derrota? ¿La pérdida de lo empeñado?

—Yo… no comprendo —protestó el joven.

—Creo que tu honor sigue intacto —insistió Vertumnus—, a menos que te sientas obligado a perderlo a causa del calendario… ¡Oh! —exclamó, como si acabara de recordar algo—. Tengo un regalo para ti.

Lord Silvestre se puso de pie, se acercó a unas baldas y, encaramándose a una silla, bajó un objeto alargado, empaquetado en un lienzo. Despacio, con gesto orgulloso, lo desenvolvió y lo sostuvo frente a Sturm.

Era una vaina para espada, con un labrado impecable e intrincado. Una docena de rostros miraban a Sturm, con los realces de plata. Eran como las imágenes reflejadas en una docena de espejos, o como la colección de estatuas del castillo Di Caela, a kilómetros y años de distancia. Cada faz compartía su expresión y sus ojos, y todas estaban bordeadas con hojas de cobre y rosas entrelazadas, rojas y verdes, de manera que parecían estar ardiendo… una docena de astros, o girasoles, o brotes de plantas.

—Es…, es magnífica, señor —dijo quedamente Sturm, imponiéndose sus modales a su perplejidad. Admiró la funda a distancia, casi temeroso de rozarla. Absorto, se sentó en el yunque y estrechó los ojos para contemplar la maestría del trabajo artesanal—. Deduzco que sólo puede ser obra de Weyland.

—Obra de su maestro —repuso Vertumnus con voz queda—. Yo diría que ningún otro hombre vivo ejecutaría algo semejante.

Enmudeció y se puso en cuclillas frente a la forja abierta.

—Estas amabilidades son bienvenidas por el viajero —anunció Sturm con sus más escrupulosos y comedidos modales mientras giraba la vaina en sus manos—. Y sin duda dan testimonio de tu honor y buena crianza, como prueba este maravilloso regalo.

Una risa sofocada se alzó en el rincón de la herrería donde Vertumnus estaba acuclillado en la penumbra violeta y la luz dorada del fuego, echando turba sobre los ardientes carbones de la forja. Sturm carraspeó y siguió con su alocución.

—Pero no he olvidado un acuerdo al que llegamos los dos, sellado en un banquete del Yuletide. «Reúnete conmigo el primer día de primavera, en mis dominios, en el corazón del Bosque Sombrío. Ve solo. Zanjaremos este asunto espada contra espada, de caballero a caballero, de hombre a hombre.» Ésas fueron tus palabras. También dijiste que había defendido el honor de mi padre y que lanzabas un reto al mío.

Vertumnus asintió con la cabeza, y su sonrisa enigmática dio paso a una expresión severa y de rígida solemnidad.

—De modo que volvemos a ocuparnos de asuntos serios —susurró. Tras soltar el último trozo de turba en el fuego, se puso de pie, imponente en su estatura, que sobrepasaba en una cabeza al muchacho que estaba frente a él.

Sturm se quedó boquiabierto. No recordaba que el Hombre Verde fuera tan alto, tan impresionante.

—Ésas no fueron las únicas palabras que cruzamos —insistió lord Silvestre—. Vosotros, solámnicos, con vuestra pasión por las reglas y los compromisos, deberíais recordar todo ese frágil mundo de lo dicho y de las palabras exactas con las que se dijo.

—Yo, al menos, sí me acuerdo —replicó Sturm—. «Porque ahora te debo un golpe y tú me debes una vida».

—Entonces nuestros recuerdos coinciden —murmuró Vertumnus—. Acompáñame al patio de la forja. Allí daremos pleno cumplimiento a los términos del acuerdo.

Sturm dejó la vaina de espada y salió de la forja a la luz del atardecer. Vertumnus lo aguardaba junto al pozo, en medio de una capa de hojas, artefactos defectuosos y ornamentos medio terminados. Al punto, una música queda se alzó de la tierra a su alrededor, y Sturm presentó su espada desnuda con una prontitud nerviosa y resuelta.

—¡Coge un arma, lord Vertumnus! —desafió, con los dientes apretados.

Con movimientos perezosos, de felino, Vertumnus se recostó contra las piedras del pozo.

Y entonces, en un visto y no visto, su mano verde se cerró sobre la mano armada del muchacho con una fuerza irresistible.

—Espada contra espada —musitó, al tiempo que apretaba los dedos.

Sturm hizo una mueca de dolor. Una sensación avasalladora, casi electrizante, le recorrió el brazo. El joven intentó gritar, soltarse, pero la fuerza era paralizadora, fascinante e implacable.

Contempló, conmocionado, a Vertumnus, que le devolvió la mirada con una expresión salvaje y gozosa en los ojos, pero en la que había también una sorprendente afabilidad. En el corazón del muchacho surgió una tremenda sensación de dulzura.

A su alrededor todo era música: la flauta, el pandero, el violoncelo elfo y, en alguna parte, alzándose en medio de los otros instrumentos, el débil y vibrante toque de trompeta que oiría una y otra vez hasta ese día en las almenas de la Torre, cuando el Señor del Dragón se aproximara en la distancia mientras él aguardaba en lo alto de la Espuela de Caballeros, y escuchara la canción por última vez, comprendiendo, al fin, lo que significaba…

Cayó de rodillas en el suelo, entre rejas de arado, herraduras y espadas dobladas. Vertumnus se erguía sobre él, con la espada brillando en su mano.

—De caballero a caballero, y de hombre a hombre —concluyó lord Silvestre con voz queda.

Sturm era incapaz de mirar a su victorioso adversario. Lentamente, humillado, se inclinó ante lord Silvestre.

—Los términos casi están cumplidos —dijo el joven, asustado y vencido—. Puedes propinarme el golpe que me debías y tomar la vida que te debía yo.

Arrodillado ante Vertumnus, Sturm luchó por dominar el terror. Musitó el canto funerario solámnico, preparándose para el golpe descendente de la espada…

Que tocó su hombro izquierdo y luego el derecho con un roce suave, afectuoso y juguetón.

—Levántate, sir Sturm Brightblade, Caballero de los Bosques —dijo lord Silvestre con una risita divertida.

Consternado y furioso, Sturm levantó la vista hacia su adversario…

Que se había mofado de él, había menospreciado su honor, y había cogido su espada…

Que había arrancado la Medida incluso de una muerte caballerosa…

—La vida que me debes, muchacho —dijo Vertumnus—, es la que emplearías en el manejo de la espada y en la venganza.

Sturm lo contempló interrogante, enmudecido por la sorpresa.

—¿Te ha hablado mi hijo de… lord Boniface Crownguard? ¿Has visto sus manejos contra ti en el camino al Bosque Sombrío?

—Eh…, no puedo decir que haya sido un camino fácil, lord Vertumnus —contestó el muchacho titubeante—. Pero me es imposible creer que estuviera preparado por lord Boniface.

—¡Piensa! —instó Vertumnus airadamente—. Bandidos y asesinos pagados con dinero solámnico, desde aquí hasta la Torre del Sumo Sacerdote. Una sucesión de accidentes y desgracias. El regalo que recibiste de Boniface, dañado a propósito… ¡Simplemente con sumar dos y dos tendrías la respuesta si tu Código y Medida no te hicieran cerrar los ojos a la verdad!

—¿Pero por qué? —preguntó Sturm—. Aun en el caso de que lord Boniface Crownguard fuera capaz de cometer semejante felonía, ¿por qué malgastarla en alguien como yo?

—¿Que por qué? —repitió Vertumnus. De repente la música inundó el patio, como si, a saber cómo, el aire pasara a través de la flauta que llevaba en su cinto y creara una melodía—. Escucha, y mira la hoja nuevamente forjada de tu espada…

No pudo evitar que su vista se prendiera en el acero y, en el corazón de la hoja, vio un paisaje nevado cuando el metal cambió de plateado a blanco. Sturm estrechó los ojos y observó con más atención…

Un siniestro y sombrío grupo de hombres, cubiertos con capas y embozos para resguardarse de la tormenta, estaban agrupados en un paso remoto. A la cabeza de la columna había un hombre montado a caballo, con la capucha echada hacia atrás a despecho de la inclemencia del tiempo. Su rostro barbudo y con cicatrices parecía tallado en roca y ramas secas.

El hombre estaba inmerso en una conversación con otro que iba elegantemente vestido con una armadura solámnica, tachonada con gotitas al derretirse los copos de nieve. Él caballero llevaba una parca escolta: otro caballero, al parecer, y tres soldados de infantería. El caballero al mando puso un rollo de pergamino en la nudosa mano del hombre y señaló a través del arremolinado viento hacia un oscuro pasaje entre las caras rocosas del desfiladero.

—Vendrán por ese paso —dijo.

Sturm reconoció la voz. Empezó a gritar, pero la música brotó a su alrededor y lo silenció.

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