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Y fue entonces cuando la floresta empezó a cambiar. Los árboles echaban flores y hojas, las raíces surgieron a través de la tierra, y los frutos caían de las copas.
—¿Frutos? —preguntó Sturm incrédulamente.
—Oh, el tiempo y las estaciones han estado un poco revueltos últimamente, maese Sturm —explicó Reza—. Sin duda habrás visto algo tú mismo. En cualquier caso, fue como si el parque hubiese decidido convertirse en un bosque, un Silvanost o… o un Bosque Oscuro, maese Sturm. Y se volvió contra nosotros… metiendo un susto morrocotudo a los jóvenes, ya lo creo. El joven maese Dauntless Jeoffrey salió arrojado de su caballo cuando un pequeño lagarto amarillo cayó de las ramas de un vallenwood sobre el hocico de la bestia. El otro gemelo Jeoffrey, maese Balthazar, ¿no?
—Beaumont, Reza —lo corrigió Sturm mientras ponía un pie en el estribo. La silla estaba algo floja y el joven bajó el pie, frunciendo el entrecejo.
—Bueno, pues maese Beaumont chocó con una telaraña y se llevó un buen susto, y la cosa empeoró cuando vio que la araña que había tejido la tela tenía el tamaño de mi pulgar, y le picó. —Sturm sonrió sin poder evitarlo—. Así que maese Beaumont hizo dar media vuelta a su potranca y se alejó al galope, y nadie lo vio hasta tres días después, cuando todos pensábamos que el bosque también se lo había tragado a él. Volvió por la noche, casi irreconocible, pues tenía la cara muy hinchada a causa del picotazo de la araña. —Reza apretó la cincha de la silla y se alejó un paso para admirar su obra de arte.
—¿Pero qué pasó con lord Stephan? —preguntó Sturm.
—¿Qué tal si te cuento antes lo que le ocurrió a maese Derek? —sugirió el viejo sirviente con actitud ladina, al tiempo que guiñaba un ojo al muchacho.
—De acuerdo. ¿Qué le ocurrió a Derek?
—Se dio de bruces contra un árbol.
—¿Un árbol?
—Uno espinoso. Maese Derek dice que brotó delante sin darle tiempo de frenar su caballo. Una rama baja lo golpeó en la cara y lo siguiente que supo es que estaba en la enfermería de la Torre y que habían pasado dos días desde entonces.
Sturm sofocó una carcajada. Aquel episodio casi había logrado desplazar de su ánimo la tristeza de la derrota y la marcha.
—Pero, Reza —insistió, recobrando la compostura y cargando su petate a lomos de
Luin—,
¿qué hay de lord Stephan? Me entristece no despedirme de él.
—Fue una cosa de lo más extraña —dijo el criado, tambaleándose bajo el peso de la armadura hasta que Sturm se la cogió y la cargó en la yegua—. Porque, entretanto, mientras todo esto ocurría, sonaba una música.
—¡Música! —exclamó Sturm alarmado.
—Todos la oímos, pero ninguno sabía de dónde venía.
El joven frunció el entrecejo, abrió la boca para decir algo, pero permaneció en silencio ya que la cháchara de Reza no cesaba.
—Sonaba a nuestro alrededor. Era una flauta, y las ramas se mecían siguiendo el ritmo, y los pájaros se unían con sus trinos a la melodía. No pasó un momento antes de que lord Stephan respondiera a las notas con esa abollada trompa de caza suya, que, por primera vez, sonó como un instrumento musical, y los pájaros respondieron a su vez a las notas de la trompa.
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Entonces se abrió ante nosotros un sendero verde. Yo lo vi. Comenzaba a menos de un metro de mis pies. Avanzaba serpenteante entre los árboles, ya lo creo, como una alfombra que lleva al estrado para una coronación. Lord Stephan empezó a reír como si la luna roja le hubiera afectado la cabeza. Luego dijo: "¡Por fin! ¡Después de tanto tiempo, algo!", y salió a galope por el sendero como si fuera un loco.
—¿Nadie intentó…? —empezó Sturm, pero el viejo sirviente estaba decidido a finalizar el relato y lo interrumpió.
—Salió a galope tendido, y mientras cabalgaba su armadura empezó a echar brotes verdes; y reía y reía, con tanta fuerza que sus carcajadas sobrepasaban el canto de los pájaros y el sonido de la flauta. Lord Alfred espoleó su montura y fue en pos de él. Quiso frenarlo y agarrar las riendas de su caballo, pero lord Stephan lo rechazó y dijo: «No. Hace años que deseo hacer esto». Luego se echó a reír otra vez y azuzó a su montura hacia un denso robledal, y fue como si los árboles que se alzaban ante él se abrieran para dejarlo pasar y después se cerraron a sus espaldas silenciosamente, de manera que el bosque tenía el mismo aspecto que cuando llegamos allí. Buscamos a lord Stephan hasta últimas horas de la tarde, llamándolo y utilizando los perros para rastrearlo, pero todos los que no habíamos sido tragados por la floresta ni habíamos huido estábamos un poquito suspicaces y asustados, como puedes imaginar…
Sturm asintió con expresión ausente, pensando en lord Stephan. Era una historia extraña, pero, al igual que muchas historias raras que había oído, tenía un tufillo a algo familiar. No lamentaría la desaparición de lord Stephan Peres, ni tampoco se sentía inclinado a salir en busca del anciano caballero. Había algo repentino y sabio en esa desaparición, como si lord Stephan hubiese echado una mirada a su alrededor y hubiera descubierto que había sobrevivido a la Orden.
Reza siguió hablando un poco más…, un relato enmarañado sobre cómo todo el mundo culpaba a los demás por la desgracia acaecida en el parque. Retrocedió un paso mientras Sturm montaba en la yegua.
—Hay más de uno de nosotros, maese Sturm —dijo el viejo sirviente, en tanto palmeaba la grupa de
Luin—,
que aguardamos expectantes la llegada de nuestro ochenta y cinco cumpleaños y lo que ello nos traiga.
—Espero que el mío sea como el de lord Stephan Peres —respondió Sturm. Luego tiró de las riendas e hizo que
Luin
se encaminara hacia las puertas.
* * *
Hacía dos días que Sturm viajaba de regreso a Solace; había cruzado las colinas Virkhus y avanzaba por las Llanuras de Solamnia, siguiendo el mismo camino que había tomado dos semanas antes: una estación, una vida entera. Su única compañía era una creciente sensación de pérdida, de algo irrecuperable que permanecía al filo de su memoria, sin terminar de desaparecer, como una melodía recordada a medias.
Ahora el Bosque del Ciervo tuvo un significado para él cuando pasó al sur del parque. Relucía verde y ordenado, al límite del alcance de su vista, y por un breve instante Sturm pensó en desviarse al norte y registrar a fondo sus limitados escondrijos en busca del desaparecido lord Stephan.
Desechó la idea. ¿Acaso Stephan no había apartado a los que iban con él y se habían zambullido en los verdes árboles y las verdes sombras por propia voluntad?
Allá cada cual con sus decisiones, pensó amargamente Sturm. Pero sabía que eso no lo resumía.
Cabalgó por la llanura, manteniendo a su izquierda el río. Las torres dobles del castillo Di Caela asomaron durante un rato en la brumosa distancia, por el oeste, pero el joven no sentía ningún deseo de regresar allí. Continuó galopando, dejando atrás el alcázar de Thelgaard, más allá de la frontera de Southlund, donde una jornada de marcha lo llevó a Caergoth y al mar. Durante todo el camino, aguardó expectante el sonido de una música que nunca regresó.
Mantuvo a buen recaudo la armadura, envuelta en tela y guardada en secreto, hasta que estuvo en el estrecho de Schallsea. Era como había dicho Raistlin: el norte podía devorarte. Solamnia era un lugar peligroso para los solámnicos, y más peligroso aún para la inflexible y atrincherada Orden.
No miró atrás mientras cruzaba el estrecho.
Después de llegar a tierra firme, en el extremo más septentrional de Abanasinia, el viaje fue fácil. El paisaje familiar surgía como la niebla o la música sobre una llanura distante. Allí estaban las montañas —las redondeadas cumbres de la Muralla del Este y la imponente cordillera de las Kharolis detrás—, y una vez atisbo una tribu de Hombres de las Llanuras avanzando rápida y silenciosamente por el horizonte occidental, enmarcada por el ocaso, la distancia y su enigmática tradición.
—El hogar —susurró, e intentó descubrir algún sentimiento hogareño: añoranza, un cálido cosquilleo en lo hondo de su corazón. No percibió ninguna de esas hipotéticas sensaciones. De hecho, no sintió otra cosa que una especie de identificación, de reconocer los sitios que había visto antes, y la confianza de que, a partir de aquí, no se extraviaría en el camino.
Ningún sitio era el hogar, decidió. Ni Solamnia, ni Abanasinia.
La vuelta a casa significaba reencuentros placenteros.
* * *
Sturm entró cabalgando en Solace y en la plaza encontró a Caramon muy atareado, con un martillo y clavos, dando los últimos toques a un curioso andamiaje y estrado.
La acogida del fornido joven fue entusiasta, vivaz. Mientras se frotaba el hombro dolorido a causa del abrazo de oso dado por Caramon, Sturm examinó la obra que tenía delante.
—Es para Raist —explicó el mocetón con orgullo, sentándose despreocupadamente en la hierba y cogiendo una jarra de agua—. Para conseguir fondos, ya sabes.
Luego guiñó un ojo y se frotó las manos en una imitación inocente de un avispado mercader.
—¿Tan mal os van las cosas? —preguntó Sturm, observando discretamente a su amigo.
—Siempre viene bien un poco de dinero. Pero la idea es empezar a ahorrar algo para cuando llegue el momento de viajar.
—Qué excitante. ¿Y adonde pensáis viajar?
—A la Torre de la Alta Hechicería —susurró Caramon, haciendo una seña a Sturm para que se acercara más—. En el bosque de Wayreth. Allí es donde los aprendices de mago deben pasar la Prueba.
—¿Es que habéis sido… invitados?
—Oh, no. Todavía, no. Pero Raistlin está convencido de que no pasará mucho tiempo antes de que lo consideren merecedor de ello.
La faz de Caramon se iluminó y señaló al extremo de la plaza. Allí, bajo el deslumbrante resplandor del sol, se distinguía una figura vestida con túnica roja que murmuraba y movía las manos mientras revoloteaban a su alrededor unos pájaros oscuros.
«¿Hacerse merecedor de pasar una prueba y acceder a su hermandad? —pensó Sturm mientras observaba las prácticas del joven mago—. Hábiles juegos de manos, supongo, y quizás una gama de espejos y cortinas de humo. No es tan sencillo cuando te aventuras más allá, Raistlin, porque la totalidad de este mundo verde es engañoso y te susurra misterios con una música de flauta desde lugares que escapan a tu comprensión.»
«Es una melodía que casi acabó conmigo. Pero, a despecho de todo, todavía me quedan el Código y la Medida. —Sturm frunció el entrecejo. La idea no parecía muy consoladora—. Sin embargo, pude tener otras cosas, de haberlo elegido. Tienes elecciones ahí afuera, Raistlin. Y la parte mejor de la magia es que puedes escoger. Hasta el final de esto o de cualquier otra cosa, puedes elegir. Espero que tu elección sea honorable.»
Sin percatarse de la llegada de su amigo, el joven mago se desperezó, estremecido con el viento primaveral cuando una nube tapó el sol, y remontó los peldaños del recién terminado escenario. A Sturm todo aquello le parecían juegos de una fiesta, el espectáculo mágico de un chiquillo, en tanto que botellas, pájaros y llamas azules surgían en el aire y se desvanecían.
Poco después se había reunido un público, habitantes de Solace, granjeros de los campos limítrofes, incluso uno o dos enanos y un kender curioso, que estiraba el cuello para no perderse lo que ocurría en el escenario. En alguna parte, entre los murmullos de la multitud reunida, donde el tono gutural de los enanos se entremezclaba con el acento cerrado de los campesinos y la melodiosa entonación sureña de Haven, Tarsis y la lejana Zeriak, se alzó el quedo sonido de una flauta, prolongándose y sembrando de esperanzas el aire hasta que desapareció poco a poco.
De recuerdos y posadas
El año llegó de nuevo a su fin, y después vino otra primavera, fría y desapacible. Lord Gunthar Uth Wistan pasó por Solace.
Su estancia fue breve. La solitaria cabaña de Sturm era un poco pequeña y humilde para un prominente Caballero de Solamnia, y había algo en lord Gunthar que se resistía a la idea de que el hijo de su buen amigo tuviera que vivir bajo un techo de paja y dormir sobre el duro suelo de tierra prensada.
El caballero dejó provisiones y suficiente plata para que el muchacho no pasara apuros hasta el verano. También le llevó información y, después de su partida, Sturm se dirigió presuroso a la posada El Último Hogar, con pan y noticias para sus amigos.
Raistlin se calentaba las manos en el fuego de la chimenea cuando Sturm entró en la sala. Caramon estaba de pie, asomado a una de las ventanas orientadas al sur, contemplando una ligera y tardía nevada que caía sobre las ramas del inmenso vallenwood que albergaba la rústica posada.
Parecía que los gemelos estuvieran perdidos en sueños separados. Raistlin vestía ahora la Túnica Roja, pensando sin duda en la Prueba que, antes o después, habría de pasar en la Torre de la Alta Hechicería de Wayreth. Los recelos de Caramon acerca de aquel viaje habían contagiado a Sturm también, y a la vista de las prendas rojas vestidas por el aprendiz se sintió desasosegado y aprensivo.
Raistlin se volvió hacia Sturm, sonrió débilmente, y se sentó a una mesa desordenada.
—Algo en ti habla de novedades, Sturm Brightblade —susurró mientras apartaba vasijas de loza y cubiertos con una mano delgada y pálida—. Esa premura de antaño e importancia solámnica. Siéntate.
Caramon permaneció junto a la ventana, en tanto Sturm tomaba asiento y desenvolvía el pan. Otik se acercó silencioso a la mesa. Sturm le dio una moneda y el orondo posadero se marchó a la cocina, donde se lo oyó preparar una tetera.
—Tengo noticias, Raistlin —anunció Sturm—. Lord Gunthar me las trajo.
Caramon volvió la cabeza y se estremeció.
—¿Nunca hará calor, Raist? La nieve se mete en los huesos y parece que la primavera no acaba de llegar.
Raistlin desestimó el comentario de su hermano con un ademán y sonrió irónicamente, sin apartar los ojos de Sturm.
—Ya has hablado bastante del tiempo, Caramon. Nuestro amigo Sturm Brightblade tiene noticias acerca de las intrigas a alto nivel de la Orden, traídas sin duda por su augusto visitante.
Sturm rebulló inquieto en la silla; su mirada era intensa y reluciente.
—Esto es lo que se cuenta ahora en la Torre del Sumo Sacerdote: Vertumnus regresó en el Yuletide, y ello significa que mi largo destierro ha concluido.