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Authors: Maj Sjöwall y Per Wahlöö

Tags: #Novela negra escandinava, #Novela negra

El coche de bomberos que desapareció (24 page)

BOOK: El coche de bomberos que desapareció
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—¿Quién?

—No lo sabemos.

—No. Eso es verdad, en efecto. Pero por lo menos podemos deducir, maldita sea.

—Sí —dijo Melander—. Probablemente tienes razón.

—Es el trabajo de un profesional —murmuró Martin Beck para sí.

—Exacto —asintió Kollberg—. Un profesional. Sólo ellos usan cosas como una piedra dentro de un calcetín y esa condenada bomba.

—De acuerdo —dijo Melander.

—Y por esta razón estamos sentados aquí, rascándonos la cabeza, con los ojos saliéndose de las órbitas como si hubiéramos visto un milagro. Porque sólo hemos tratado con aficionados y hemos estado haciendo lo mismo tanto tiempo que también nosotros nos hemos convertido en una especie de amateurs.

—El noventa y ocho por ciento de todos los crímenes son de amateurs. Incluso en los Estados Unidos.

—Eso no es una excusa.

—No —dijo Melander—. Pero es una explicación.

—Un momento —atajó Martin Beck—. Esto encaja con otros puntos, además. Desde que Gunvald escribió su memorándum o como lo llamen, he estado pensando en algunas cosas.

—Sí —dijo Kollberg—. ¿Por qué la persona que puso la bomba en la cama de Malm fue después a telefonear al departamento de bomberos?

Treinta segundos después contestó a su propia pregunta:

—Porque era un profesional. Un criminal profesional. Su trabajo consistía en acabar con Malm y no tenía el menor interés en ver a diez personas más muertas también.

—Hum —gruñó Melander—. Ese argumento tiene cierto sentido. He leído que los profesionales son a menudo menos sanguinarios que los aficionados.

—Yo he leído lo mismo —dijo Kollberg—. Ayer. Y si miramos el otro lado de la moneda y pensamos en un típico amateur como nuestro respetado colega de otros tiempos, Hedin, el policía que mató a nueve personas en Skäne hace diecisiete años, en ese caso no pesaron sobre él tales consideraciones. Incendió todo un asilo de ancianos sólo porque pensó que su prometida estaba en juego.

—Pero estaba loco —alegó Martin Beck.

—Todos los aficionados que matan están mentalmente enfermos, aunque sea tan sólo en el momento en que cometen el crimen. Los profesionales no son así.

—Pero ahora ya no hay profesionales del crimen en Suecia —dijo Melander, pensativo.

Kollberg le lanzó una mirada inquisitiva y dijo:

—¿Pero qué prueba hay de que ese individuo sea sueco?

—Si es extranjero, entonces encaja con el informe de Gunvald —dijo Martin Beck.

—En primer lugar y principalmente, encaja con nuestras suposiciones —dijo Kollberg—. Y ya que estamos haciéndolas, podríamos continuar con ellas. ¿Creéis, por ejemplo, que quienquiera que fuese el que puso la bomba en la cama de Malm y le partió el cráneo a Olofsson está ahora en Suecia? ¿Creéis que esperó siquiera hasta el día siguiente para salir de aquí?

—No —contestó Melander—. ¿Por qué iba a hacerlo?

—Claro, no tenemos ninguna prueba de que se trate del mismo asesino —dijo Kollberg, ceñudo.

—Es cierto —asintió Melander—. Esa es otra pequeña cuestión.

—Sí —dijo Martin Beck—. Hay una cosa que hace probable esa suposición. Para cometer el crimen en Malmö y provocar el incendio en Sköldgatan, es preciso un cierto conocimiento local del país.

—Hum —hizo Kollberg, frunciendo los labios—. Alguien que haya estado aquí, en Suecia, antes.

—Alguien que hable el sueco bastante bien —dijo Melander.

—Alguien que conozca algo de Estocolmo y de Malmö.

Este era Kollberg.

—Pero que al mismo tiempo tenga un conocimiento lo suficientemente incompleto para cometer la equivocación de dar la alarma a la estación de bomberos de Sundbyberg, en lugar de la de Estocolmo.

Este era Martin Beck.

—Y por cierto, ¿quién pudo dar la dirección de la casa en Sköldgatan, treinta y siete Ringvägen? —preguntó de pronto Kollberg—. Aparte de las personas del departamento de autopistas, de algunos policías. Aparte del personal administrativo, quiero decir.

—Alguien que tuviera la dirección escrita, en lugar de tenerla señalada en un mapa —respondió Melander encendiendo la pipa.

—Una persona con un conocimiento limitado de las calles de la ciudad —dijo Martin.

—Un extranjero —agregó Kollberg—. Un profesional extranjero. En ambos casos utiliza un arma que nunca se había usado en Suecia. Hjelm mantiene que el mecanismo explosivo fue inventado en Francia y llegó a usarse con frecuencia en Argelia. Si un gángster sueco hubiera querido matar a Olofsson, lo habría hecho con un trozo de cañería o con una cadena de bicicleta.

—El truco de la piedra dentro del calcetín fue utilizado durante la guerra —dijo Martin Beck—. Lo emplearon espías y agentes especiales, gentes de este tipo. Gentes a las que se encargaba liquidar a los colaboracionistas y a otros individuos considerados indeseables. Personas que no se atrevían a correr el riesgo de que si los perseguían les encontrasen con un cuchillo o una escopeta encima.

—Hubo casos como ésos en Noruega —manifestó Melander.

Kollberg se rascó su cabeza rubia.

—Sí, todo eso está muy bien —dijo—. Pero debe haber alguna razón.

—Sin duda —afirmó Martin Beck—. La conexión entre Malm y Olofsson parece más evidente. ¿Por qué causa los asesinos profesionales suelen deshacerse de ciertas personas?

—Porque son incómodas —dijo Melander—. Es fácil imaginar la relación entre Olofsson y Malm. Probablemente, eran los que robaban los coches. En todo caso se ocupaban de los coches robados.

—En algunas ocasiones, un coche robado no tiene mucho valor para el ladrón —dijo Martin Beck—. Suele venderlo muy barato, al precio que le ofrecen.

—Y Olofsson y Malm repintaban los coches y se procuraban matrículas y papeles falsos. Luego los pasaban a través de la frontera. A algún país en el que o bien los vendían ellos mismos, o simplemente los entregaban a alguien.

—Lo último parece lo más probable, ¿no es cierto? —dijo Kollberg. Sacudió la cabeza, irritado, y continuó—: Junto con alguna otra persona, o con varias, eran los que dirigían la rama sueca de una importante empresa relacionada con muchos otros asuntos. Pero debieron cometer alguna equivocación y la «empresa» decidió deshacerse de ellos.

—Sí, algo parecido —asintió Melander.

Kollberg adoptó una expresión pesimista y dijo:

—¿Y qué creéis que nos dirá la gente de aquí cuando les expongamos esta teoría? ¿Quién diablos se va a creer una cosa así?

Nadie contestó a la pregunta y unos treinta segundos después Kollberg cogió el teléfono y marcó un número; esperó y luego dijo:

—¿Einar? Estoy en el despacho de Melander. ¿Podrías venir un momento?

Menos de treinta segundos después, Rönn apareció en la puerta. Kollberg le miró seriamente y le dijo:

—Hemos llegado a la conclusión de que Malm y Olofsson trabajaban para un sindicato criminal internacional, una especie de Mafia. Creemos también que esta mafia se cansó de ellos y mandó un asesino extranjero, pagado, para acabar con ellos.

Rönn recorrió con la mirada los rostros de los hombres que tenía delante. Por último exclamó:

—¿A quién se le ha ocurrido semejante tontería? Esas cosas sólo pasan en las películas y en los libros. ¿O me estáis tomando el pelo?

Kollberg se encogió de hombros expresivamente.

24

Benny Skacke había señalado las ocho cabinas telefónicas en el mapa de la ciudad de Sundbyberg con cruces negras. Luego, con la ayuda de un compás había trazado un círculo alrededor de cada cruz. A pesar de que algunas de las cabinas estaban situadas en el centro de Sundbyberg y varios de los círculos se sobreponían entre sí, las secciones marcadas por los círculos cubrían un área de más de un kilómetro cuadrado. Gunvald Larsson no confiaba demasiado en los resultados de su investigación cuando envió a Skacke para descubrir en esta zona densamente poblada alguna huella del hombre que había telefoneado desde allí al departamento de bomberos, el día siete de marzo. Que el hombre hubiese llamado desde una de las ocho cabinas no era más que una suposición, y aun cuando esto resultase cierto, el problema de encontrar una persona de la que no se sabía nada, excepto que hablaba sueco con un acento extranjero, continuaba sin resolver.

Skacke, sin embargo, aceptó el encargo con gran entusiasmo y, después de recibir alguna ayuda poco entusiasta de la policía de Solna-Sundbyberg durante las primeras semanas, se quedó solo en su tarea. Su trabajo consistía en visitar a los inquilinos de todos los edificios situados dentro de las áreas rodeadas por los círculos, e incluso para un joven de piernas acostumbradas al ejercicio, resultaba algo cansado. Pero Skacke era obstinado, y a pesar de que Gunvald Larsson y Martin Beck hacía tiempo que habían perdido toda esperanza de obtener algún resultado y ya no se preocupaban ni de preguntarle cómo iban las cosas, él continuó llamando a las puertas de Sundbyberg siempre que tenía un momento libre. Por la noche se desplomaba literalmente en la cama y durante las últimas semanas había abandonado su programa de ejercicios y los estudios de leyes. También había descuidado a Mónica, lo que era aún peor.

Skacke había conocido a Mónica ocho meses antes, mientras los dos participaban en un concurso de natación. Desde entonces se habían visto cada vez con mayor frecuencia y, aunque en realidad nunca habían hablado claramente de matrimonio, daban por supuesto que se cambiarían de casa para vivir juntos tan pronto como encontrasen un apartamento aceptable. Skacke vivía en una pensión y Mónica, que tenía veinte años y estudiaba para fisioterapeuta, vivía todavía en casa de sus padres.

Cuando Mónica le telefoneó la noche del dieciséis de mayo, y por séptima vez en aquella semana no consiguió ninguna cita con él, se quedó algo desconcertada.

—¿Es que tienes que hacer tú todos los trabajos en ese maldito cuerpo de policía? —dijo enfadada—. ¿O no hay otros policías?

Era la primera vez que Benny Skacke oía esa pregunta, pero probablemente no sería la última. La mayoría de sus superiores, sin exceptuar a Martin Beck, oían a menudo a sus esposas preguntar lo mismo y hacía tiempo que habían dejado de intentar contestarla. Pero Benny Skacke no lo sabía. Por consiguiente respondió:

—Claro que hay. Estoy decidido a encontrar al tipo que llamó desde una cabina en Sundbyberg, pero desgraciadamente tengo otros deberes que cumplir. De todos modos, mañana me dedicaré todo el día a llamar a las puertas, así que he pensado levantarme temprano y no tengo más remedio que irme a dormir temprano. 

—Oyó a Mónica aspirar con fuerza para decir algo y añadió rápidamente—: 

No te enfades conmigo, querida. Claro que quiero verte, pero tengo que dedicarme al trabajo si quiero llegar a alguna parte.

Mónica no se calmó y por fin colgó con fuerza el aparato después de amenazarle con salir con un entrenador de gimnasia llamado Rulle. Skacke conocía muy bien a este odioso individuo. Se le consideraba no sólo excepcionalmente guapo, sino que había demostrado ser superior a Skacke en la mayor parte de las ramas del deporte, incluyendo la natación. El fútbol era en realidad el único deporte en el que Skacke podía afirmar con cierta seguridad que sobresalía, y a menudo soñaba con el día en que pudiera atraer al caballero en cuestión a un campo de fútbol, de la manera que fuese. Se trastornó de tal manera al pensar en Mónica con aquel idiota engreído, que tuvo que beber dos vasos de leche para calmarse antes de llamarla otra vez.

En el momento en que iba a coger el auricular, el teléfono sonó de nuevo. Era Mónica, maravilla de las maravillas, arrepentida y pidiéndole que la perdonase, y después de hablar durante más de una hora, decidieron encontrarse en Sundbyberg al día siguiente y comer juntos, algo tarde, después de que Mónica hubiese acabado sus clases en la escuela.

El viernes por la mañana, Skacke se marchó directamente a su querido Sundbyberg para continuar la Operación llamapuertas. Cada día había tachado en su mapa las zonas que había cubierto, y había hecho además una lista de los apartamentos en los que no había encontrado a nadie. La oficina de Inmigración le había proporcionado otra lista, en la que constaban los ciudadanos no escandinavos registrados en Sundbyberg, con sus direcciones. Había salido antes de las siete con la intención de ir a algunas de las direcciones de la Costa, que todavía no había visitado, antes de que la gente se hubiese ido al trabajo.

Hacia las nueve había reducido a la mitad el número de nombres de la lista, pero éste era el único resultado conseguido.

Benny Skacke atravesó Sundbyberg en dirección al barrio residencial que había decidido visitar aquel día. Entró en un parque que ascendía suavemente hacia un grupo de altos edificios en la cima de una colina. El parque no parecía artificial; era más bien un trozo de campo que había sido respetado y al que se le había permitido, con una generosidad desacostumbrada, permanecer allí cuando se planificó la zona. La hierba a cada lado del camino era fresca y verde, y algo más lejos, entre los pinos de una ladera boscosa, rocas de granito gris y piedras recubiertas de musgo sobresalían de la tierra cubierta de agujas de pino. El camino por el que andaba no estaba ni asfaltado ni enarenado, sino que se había ido formando con el continuo tránsito de las personas que pasaban por él y lo habían abierto por entre los abedules y los robles. La luz del sol se filtraba a través del ligero follaje y lanzaba trémulas manchas de oro sobre la tierra seca y dura del camino y las viejas raíces de los árboles. Skacke aminoró la marcha y de pronto percibió el aroma de la pinaza y de la tierra caldeada por el sol, pero sólo por un momento. La próxima vez que aspiró aire, sólo pudo oler los vapores de la gasolina y el olor rancio del aceite de freír que despedía un grill abajo en la calle. 

Skacke pensaba en Mónica. Tenían que encontrarse a las tres y estaba esperando ese momento. Pocas veces había transcurrido toda una semana sin verse.

En el primer edificio halló a alguien en todos los apartamentos excepto en dos. Nadie conocía a ningún extranjero que hubiera vivido allí al principio de marzo, ni habían oído nada sobre una llamada de alarma al departamento de bomberos. En el edificio siguiente había dos extranjeros, pero uno era finlandés y hablaba un sueco bastante incomprensible y sin el acento que Doris Mårtensson había descrito. El otro era un italiano que se había quedado a salvo en su casa de Milán el día siete de marzo. Sin habérselo pedido le enseñó su pasaporte sellado con la fecha correspondiente. ¿Tenían alguna de estas dos personas amigos que fueran extranjeros? Sí, tenían cantidad de amigos extranjeros, ¿y qué?

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