Read El coche de bomberos que desapareció Online
Authors: Maj Sjöwall y Per Wahlöö
Tags: #Novela negra escandinava, #Novela negra
Y para aumentar sus dificultades, su mujer comentó lo sucedido, en tono frío y práctico:
—Será mejor que vayamos pensando en lo que Ingrid tiene que llevarse cuando se vaya. Y no debes preocuparte por ella; esa chica sabe arreglarse sola. Lo sé bien; he sido yo quien la ha educado.
Para añadir el insulto a su pena, eso era en gran parte verdad.
Su hijo, de trece años, recibió el anuncio de forma aún más lacónica. Se encogió simplemente de hombros y dijo:
—Muy bien. Así podré quedarme con su cuarto. Los enchufes eléctricos están mejor colocados allí.
Durante la tarde del sábado, en un momento dado Martin Beck se encontró a solas con Ingrid en la cocina. Estaban sentados uno frente al otro ante la mesa cubierta con un plástico, en la que tantas veces habían tomado leche con cacao juntos, tantas mañanas durante tantos años. De pronto, ella alargó la mano y la puso sobre la suya. Se quedaron silenciosos unos segundos. Luego ella tragó saliva y dijo:
—Ya sé que no debería decirte esto, pero voy a hacerlo de todos modos. ¿Por qué no haces lo mismo que yo? ¿Por qué no te vas?
El la miró sorprendido, pero Ingrid no apartó su mirada.
—Sí, pero... —dijo él vacilante, y luego se calló.
Simplemente, no sabía qué decir.
Pero sabía ya que a menudo volvería a pensar en aquella breve conversación durante mucho tiempo.
El lunes, día 29, tuvieron lugar, prácticamente al mismo tiempo, dos acontecimientos.
Uno de ellos no fue extraordinariamente importante. Skacke entró en el despacho y puso un informe sobre la mesa de Martin Beck. Estaba bien escrito y era todo lo minucioso que se podía exigir. Según sus averiguaciones, había seis cabinas telefónicas en Sundbyberg en las que todavía quedaban los antiguos anuncios. Además otras dos probables, es decir, en las que los anuncios podían haber estado todavía el siete de marzo, pero de las que, a partir de esa fecha se habían quitado. En Solna no existían cabinas telefónicas con ese tipo de avisos. Nadie le había pedido a Skacke que investigara todo esto, pero, evidentemente, él lo había hecho de todos modos. Martin Beck estaba sentado ante su mesa con la espalda inclinada, golpeando los papeles con el índice derecho. Skacke se mantenía a una distancia de dos metros y tenía un gran parecido con un perro sentado, con las patas delanteras levantadas y pidiendo un terrón de azúcar. Quizá debería decirle algo halagador, antes de que Kollberg entre y empiece con sus sarcasmos acostumbrados, pensó Martin Beck indeciso.
En ese momento el problema quedó resuelto por la llamada del teléfono.
—Sí. Soy Beck.
—Hay un inspector que quiere hablar con usted. No pude entender bien su nombre.
—Póngame con él... Sí, aquí Beck.
—Hola. Soy Per Månsson, de Malmö.
—Hola. ¿Cómo estás?
—No del todo mal. Siempre un poco deprimido los lunes. Y además hemos tenido todo ese jaleo con el partido de tenis. Contra Rhodesia, ya sabes. —Månsson calló durante un largo rato y luego dijo—: Creo que estáis buscando a alguien llamado Bertil Olofsson, ¿no es cierto?
—Sí.
—Lo he encontrado.
—¿Ahí abajo?
—Aquí en Malmö, sí. Muerto. Lo encontramos hace tres semanas, pero hasta hoy no he sabido quién era.
—¿Estás seguro?
—Sí, en todo caso, en un noventa por ciento. La huella dental de la mandíbula superior coincide. Y es bastante especial.
—¿Y todo lo demás? Las huellas digitales, el resto de los dientes, y...
—No hemos encontrado la mandíbula inferior. Y no pudimos comprobar las huellas digitales. Ha estado en el agua, durante mucho tiempo me temo.
Martin Beck se enderezó.
—¿Cuánto tiempo?
—Por lo menos dos meses, según dice el médico.
—¿Y cuándo lo sacasteis del agua?
—El lunes, día ocho. Estaba dentro de un coche en el fondo del puerto. Un par de chiquillos...
—¿Significa que debía estar muerto el siete de marzo? —interrumpió Martin Beck.
—¿El siete de marzo? Ah, sí. Por lo menos hacía ya un mes, o quizá más. ¿Cuándo se le vio por última vez ahí, donde estás tú?
—El tres de febrero. Tenía que irse al extranjero, entonces.
—¿Tenía que irse? Bien. Esto me ayuda a fijar la fecha. Debieron matarlo entre el cuatro y el ocho de febrero, más o menos.
Martin Beck se quedó callado. Era, sin embargo, demasiado fácil comprender lo que esto significaba. Cuando la casa de Sköldgatan se incendió, hacía un mes que Olofsson había muerto. Melander tenía razón. Habían seguido una pista falsa.
Månsson tampoco dijo nada.
—¿Qué aspecto tiene? —preguntó Martin Beck.
—Extraño. Condenadamente extraño. Le mataron con una piedra metida dentro de un calcetín y lo metieron dentro de un viejo coche abandonado, como ataúd. No había nada dentro del coche ni entre sus ropas. Excepto el arma y dos tercios de Olofsson.
—Iré por ahí tan pronto como pueda —dijo Martin Beck—. O irá Kollberg. Luego tendrás que venir tú aquí, supongo.
—¿Tengo que hacerlo? —dijo Månsson con un suspiro.
Para él, la Venecia del Norte era algo así como las puertas del Infierno.
—Bueno, ésta es una historia complicada —alegó Martin Beck—. Peor de lo que puedes imaginarte.
—Oh, me lo supongo —dijo Månsson con suave ironía—. Entonces, hasta pronto.
Martin Beck colgó el auricular, miró a Skacke con aire ausente y le dijo:
—Has hecho un buen trabajo.
Era la víspera de Walpurgis y la primavera había llegado por fin, al menos en la parte sur de Suecia. El avión de la mañana procedente de Bromma aterrizó puntualmente a las nueve menos cinco en Bulltofta, en Malmö, y dejó en tierra un puñado de hombres de negocios junto a un inspector jefe pálido y sudoroso. Martin Beck tenía un resfriado y dolor de cabeza y no le gustaba volar; el líquido que las Líneas Aéreas escandinavas llamaban café no le había ayudado a sentirse mejor. Månsson le esperaba en la salida, grande, sólido, de anchas espaldas, con las manos en los bolsillos de su abrigo y el primer mondadientes del día en la boca.
—Hola —dijo—. Pareces decaído.
—Lo estoy —reconoció Martin Beck—. ¿Hay un lavabo cerca de aquí?
La víspera de Walpurgis es un día importante en Suecia, un día en el que la gente se viste ropas de primavera, se emborracha y baila. Son felices, comen bien y esperan la llegada del verano. En Skäne, los bordes de las carreteras están floridos y las hojas empiezan a brotar. Y en el campo, el ganado pace la hierba de primavera y las otras cosechas están ya sembradas. Los estudiantes se ponen sus gorras blancas y los líderes de los sindicatos sacan sus banderas rojas de las bolsas antipolillas y tratan de recordar el texto de
Los hijos del trabajo
. Pronto será el primero de mayo y el momento de llamarse de nuevo socialista durante un corto lapso de tiempo, y, durante la simbólica marcha de la manifestación incluso la policía presta atención cuando la banda toca
La Internaciona
l. Ya que lo único que los policías tienen el deber de hacer es dirigir el tráfico y evitar que nadie escupa a la bandera norteamericana, o que alguien que intente realmente decir algo se infiltre entre los manifestantes.
El último día de abril es un día de preparativos: para la primavera, para el amor y para los cultos políticos. Es un día feliz, especialmente si el tiempo es bueno.
Martin Beck y Månsson pasaron este día feliz examinando los restos de Bertil Olofsson y dando vueltas alrededor del viejo coche que estaba tristemente parado en el aparcamiento de la policía. Examinaron también la piedra y el calcetín negro, el molde de los dientes de la mandíbula superior de Olofsson, y pasaron un largo rato hojeando el informe de la autopsia. No dijeron gran cosa, pero la verdad era que no había nada especial que decir. Månsson preguntó en una ocasión:
—¿Existe alguna conexión entre Olofsson y Malmö? ¿Aparte del hecho de que le asesinaran aquí?
Martin Beck meneó la cabeza. Luego dijo:
—Parece que Olofsson se dedicaba especialmente a coches robados. Algo de drogas, también. Pero sobre todo coches, que repintaba y a los que ponía matrículas falsas. Luego les procuraba cédulas de identificación, los sacaba fuera del país, probablemente para venderlos en el extranjero. Parece muy probable que por lo menos pasase por la ciudad bastante a menudo. Y quizás incluso se quedara aquí de vez en cuando. Y sería raro que no tuviera aquí algunos conocidos.
Månsson asintió.
—Evidentemente, se trata de un pobre ejemplar —dijo, más bien para sí—. Y además en mal estado físico. Por eso el médico se equivocó al calcular su edad. Un tipo miserable y desgraciado.
—Lo mismo puede decirse de Malm —aseguró Martin Beck—. Pero eso no mejora las cosas, ¿no es cierto?
—No, claro que no —dijo Månsson.
Unas horas más tarde estaban sentados en el despacho de Månsson mirando hacia el patio asfaltado, con sus coches blancos y negros, aparcados, y algunos policías que vigilaban de vez en cuando.
—Bueno —dijo Månsson—. Nuestro punto de partida no es tan malo como parece.
Martin Beck le miró con cierta sorpresa.
—Sabemos que Olofsson estaba en Estocolmo el tres de febrero y el doctor asegura que murió lo más tarde el siete. El tiempo real se reduce a tres o cuatro días. Probablemente encontraré a alguien que lo conocía, aunque me cueste.
—¿Cómo puedes estar tan seguro de eso?
—Esta ciudad no es muy grande y los círculos en los que Olofsson se movía son todavía más pequeños. Tengo ciertos contactos. El hecho de que hasta ahora no me hayan servido de mucho se debe a que no sabían a quién buscaba. Y estoy tentado de dejar que la prensa se ocupe de esta historia.
—No podemos publicar nada. Y en todo caso sería cosa del fiscal público.
—Ese no es mi modo de hacer las cosas.
—¿Pero no vas a implicarnos a nosotros?
—Lo que ocurre en Estocolmo no me interesa lo más mínimo —dijo Månsson con apasionamiento—. Y todo eso del fiscal es sólo una cuestión de forma. Por lo menos aquí.
Martin Beck regresó a su casa en avión aquella noche. Llegó a Estocolmo alrededor de las diez, y dos horas después estaba echado en su sofá-cama en la sala de estar de Bagarmossen, con la luz apagada.
Pero no dormía.
En cambio su mujer sí dormía y sus ronquidos ligeros y regulares se oían claramente a través de la puerta cerrada.
Los chicos habían salido. Ingrid estaba pintando posters para la manifestación juvenil del día siguiente, y Rolf probablemente había ido a una fiesta sin padres, con cerveza y música de tocadiscos.
Se sentía solo. Echaba de menos algo. Por ejemplo, el deseo de entrar en la habitación y rasgar el camisón de su mujer. Pensó que, por lo menos, debería sentir el deseo de hacerlo con alguna otra persona, con la mujer de otro, por ejemplo. Y en este caso, ¿de quién?
Estaba todavía despierto cuando, a las dos, llegó Ingrid. Probablemente su mujer debía haberle dicho que no regresara más tarde. Rolf, en cambio, no tenía horario fijo, a pesar de ser cuatro años menor que su hermana, bastante menos inteligente y muy lejos de poseer el instinto de propia defensa y la capacidad de cuidar de sí misma que caracterizaba a ésta. Era un chico, claro está.
Ingrid entró en el living, se inclinó y le besó ligeramente en la frente. Olía a sudor y a pintura.
«Ridículo», pensó su padre.
Otra hora pasó antes de que pudiera conciliar el sueño.
Martin Beck llegó a la comisaría de Kungsholm la mañana del dos de mayo y se encontró en medio de una conversación entre Kollberg y Melander.
—¡Es ridículo! —exclamó Kollberg, dando un puñetazo en la mesa que hizo saltar todo lo que había en ella, excepto Melander.
—Sí, es curioso —dijo Melander con voz grave.
Kollberg estaba en mangas de camisa y se había aflojado la corbata y desabrochado el cuello. Se inclinó sobre la mesa y dijo:
—¿Curioso? Quizá los curiosos seamos nosotros. Alguien pone una bomba en el colchón de Malm. Creemos que es Olofsson. Pero Olofsson había muerto hacía un mes porque alguien le abrió el cráneo y metió su cuerpo en un coche viejo abandonado y lo condujo hasta arrojarlo al mar. Y ahora nosotros estamos aquí como pájaros en un desierto.
Se calló, para recobrar el aliento. Melander no dijo nada. Los dos saludaron con la cabeza a Martin Beck, pero maquinalmente, como si no estuviera allí en realidad.
—Si suponemos que existe una conexión entre el intento de asesinar a Malm y el asesinato de Olofsson...
—Esto es sólo una suposición, a pesar de todo —dijo Melander—. No tenemos ninguna prueba que demuestre que tal conexión existe. Aunque parece poco probable que los dos acontecimientos sean totalmente independientes.
—Perfectamente correcto. Coincidencias así son poco probables. Así que hay motivos para suponer que el tercer componente de esta historia tiene una conexión natural pon los otros dos.
—¿Te refieres al suicidio? Al hecho de que Malm se matase.
—Claro.
—Sí —dijo Melander—. Tal vez lo hizo porque sabía que el juego se había acabado.
—Exacto. Y porque pensó que era más agradable abrir las llaves del gas en comparación con lo que le esperaba si no lo hacía.
—Estaba asustado, en resumen.
—Y tenía muy buenas razones para estarlo.
—La conclusión sería entonces que no esperaba que le permitiesen seguir viviendo —dijo Melander—. Que temía que le matasen. Pero si era así, ¿quién era el presunto asesino?
Kollberg reflexionó. Luego dio un salto adelante en su reflexión y dijo:
—¿Quizá fue Malm quien mató a Olofsson?
Melander cogió media manzana del cajón de su mesa, cortó un trozo con un cortapapeles y lo metió en su bolsa de tabaco.
—No parece muy probable —dijo sin levantar los ojos—. Me resulta difícil imaginar que un desgraciado como Malm fuera capaz de cometer un crimen de ese calibre. Moralmente, quizá no hubiera tenido escrúpulos, pero el hacerlo requería además la capacidad de dirigir los detalles técnicos.
—Excelente, Frederik. Tu lógica es impecable. Bien, ¿qué conclusiones sacamos de todo esto?
Melander no dijo nada.
—¿Cuáles son las brillantes consecuencias lógicas? —preguntó Kollberg obstinadamente.
—Que se deshicieron de los dos, Olofsson y Malm —contestó Martin Beck, con cierta resistencia.