El coche de bomberos que desapareció (10 page)

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Authors: Maj Sjöwall y Per Wahlöö

Tags: #Novela negra escandinava, #Novela negra

BOOK: El coche de bomberos que desapareció
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«No está mal», pensó Melander.

Su esposa era una mujer parsimoniosa, fea, de constitución poco graciosa, metro setenta y siete de altura, con los pies planos y grandes pechos fláccidos. Tenía cinco años menos que él y se llamaba Saga. El creía que era una belleza y seguía pensándolo después de más de veintidós años. En realidad, no había cambiado mucho durante este tiempo; seguía pesando como antes, los 72 kilos, y usaba zapatos del número cuarenta; sus pezones seguían siendo pequeños, rosados y cilíndricos, como la goma en la punta de un lápiz nuevo.

Después de meterse en la cama y haber apagado la luz, él le cogió la mano y le dijo:

—Querida.

—¿Sí, Frederick?

—Ese fuego fue un accidente.

—¿Estás seguro?

—Sí, eso creo.

—Me alegro. Te quiero.

Luego se entregaron al sueño.

La mañana siguiente, Melander examinó las ventanas del apartamento de Göran Malm. Naturalmente, los cristales, lo mismo que los marcos, habían desaparecido, pero los pestillos estaban entre las cenizas, junto a trozos de tejas, astillas de cristal y otros restos. Algunos de los pestillos todavía colgaban de trozos chamuscados de las ventanas. Todos habían sido cerrados cuidadosamente desde dentro. La mayor parte del lado este del alero de la casa había volado y se había deshecho en pedazos con la explosión, pero algunos fragmentos de la pared no estaban tan destrozados como el resto del edificio.

Encontró dos objetos más.

En primer lugar, un trozo del marco de madera de la ventana de Malm. A lo largo de todo el borde había una capa pegajosa de color amarillo grisáceo. No dudó de que era el resto de una cinta adhesiva con la que se había recubierto el marco de la ventana.

En segundo lugar, un ventilador que había estado colocado en la pared. El ventilador se hallaba obstruido con algodón y con los restos de una toalla.

Con esto el caso quedaba claro. Göran Malm se había suicidado. Había cerrado la puerta y todas las ventanas, había cerrado los tubos de salida de las chimeneas, y había obturado los ventiladores. También había recubierto las grietas de las ventanas con cinta adhesiva. Para que fuese lo más rápido y menos doloroso posible había aflojado la abrazadera que sostenía la cañería del gas a la boquilla y había soltado el tubo de goma. Luego había abierto la espita principal y se había echado en la cama. El gas había fluido rápidamente a través de la cañería relativamente ancha, Malm se había quedado inconsciente en pocos minutos y había muerto en menos de un cuarto de hora. El monóxido de carbono en la sangre era debido entonces a una intoxicación de gas, y todo parecía indicar que su muerte se había producido un par de horas antes de empezar el incendio. Durante todo este tiempo, el gas había ido saliendo sin interrupción por la cañería principal. El apartamento se había transformado en una verdadera bomba, donde la menor chispa era suficiente para producir la aterradora explosión de gas y provocar el incendio de la casa.

La última medida de Melander consistió en examinar el destrozado contador de gas y comprobar la posición del reloj, para confirmar así con mayor certeza su teoría.

Luego se dirigió a Kungsholsmsgatan y expuso los resultados de sus investigaciones.

Los hechos eran irrefutables.

Hammar estaba encantado y ni siquiera trataba de ocultarlo.

Kollberg pensó: «Ya os lo dije», y acabó diciéndolo, después de lo cual se preparó para volver a la relativa calma de Västerberga.

Martin Beck parecía pensativo, pero aceptó los hechos y asintió confirmándolo.

Rönn suspiró con alivio.

La investigación se declaró completa y el caso cerrado.

Incluso Melander estaba satisfecho.

Técnicamente hablando sólo quedaba una pregunta sin contestar, pensó. Pero existían cientos de respuestas posibles, y clasificarlas hasta que la auténtica apareciese era no sólo innecesario, sino además casi imposible.

Al salir del retrete oyó el teléfono, sonando cerca en alguna parte, probablemente en su propia oficina, pero no le prestó atención. Se fue directamente al guardarropa a buscar el abrigo, y empezó así sus bien ganadas vacaciones de cuatro días.

Diez minutos más tarde, la pelirroja Madeleine Olsen fallecía. Con veinticuatro años de edad y después de cinco días y medio de horribles sufrimientos.

10

Gunvald Larsson no vaciló en hacer las preguntas sin respuesta en las que Melander había pensado. Estaba envuelto por fin en su propia bata y llevaba por primera vez su pijama nuevo y sus zapatillas blancas.

De pie junto a la ventana, trataba de no mirar las flores que Rönn le había traído, un horrible ramo compuesto de claveles y tulipanes a los que habían añadido una masa de hojas verdes para completarlo.

—¡Sí, sí! —exclamó, furioso, blandiendo los papeles que Rönn le había entregado—. Incluso un niño podría entenderlos.

—Bueno —dijo Rönn.

Estaba sentado en la silla de las visitas, mirando de vez en cuando, con modesto orgullo, su composición floral.

—Pero incluso si el apartamento estaba tan lleno de gas como un globo en el Día de Mayo, algo debió incendiarlo, ¿no es cierto?

—Bueno...

—Bueno, ¿qué?

—Bueno, casi cualquier cosa puede causar una explosión en una habitación llena de gas.

—¿Casi cualquier cosa?

—Sí, la chispa más insignificante es suficiente.

—Pero esa chispa tiene que haber salido de algún sitio, ¿no es verdad?

—Yo tuve un caso de una explosión de gas, en una ocasión. Un chico había abierto las llaves del gas y se había suicidado. Entonces llegó un vagabundo, llamó al timbre de la puerta y la chispa de la batería hizo volar la casa por los aires.

—Pero en este caso ocurre que ningún vagabundo llamó a la puerta de Malm.

—Bueno, pero quizá... haya cientos de explicaciones.

—No puede haberlas. Sólo hay una explicación, y nadie se ha molestado en encontrarla.

—Es imposible encontrarla. Todo está destruido. Date cuenta, un cortocircuito en un interruptor o un cable mal aislado es suficiente para producir una chispa.

—Y durante el incendio, todo el sistema eléctrico se fue al diablo —prosiguió Rönn—. Todos los fusibles se fundieron. Nadie puede probar cuál de los fusibles se fundió antes que los otros, por ejemplo.

Gunvald Larsson siguió guardando silencio.

—Un despertador eléctrico o una radio o un televisor —continuó Rönn—. O una chispa que se desprendiese de pronto de alguna de las dos estufas.

—Pero, ¿los tiros estaban cerrados?

—Una chispa puede saltar de todos modos —dijo Rönn con tozudez—. El tiro de la chimenea, por ejemplo.

Gunvald Larsson arrugó el ceño con disgusto y se quedó mirando hacia fuera, hacia los árboles desnudos y los tejados estremecidos por el viento.

—Pero, ¿por qué se mataría Malm, a fin de cuentas? —preguntó de pronto.

—Estaba hecho polvo. No tenía dinero y sabía que la policía le buscaba. El hecho de que no le detuvieran no significaba que estuviera a salvo. Lo hubieran detenido de nuevo, tan pronto como Olofsson hubiera aparecido.

—Hum —rezongó Gunvald Larsson, con reticencia—. Sí, eso es verdad.

—Por otra parte, su situación familiar también era terrible —dijo Rönn—. Estaba solo y era un alcohólico. Tenía una historia criminal. Se había divorciado dos veces. Tenía hijos, pero no había pagado su manutención durante años. Estuvo a punto de ser enviado a un campo de trabajos forzados por delitos de alcoholismo.

—¡Vaya!

—Y además, tenía algún tipo de enfermedad. Había estado encerrado varias veces.

—¿Quieres decir que estaba algo mal de la cabeza?

—Era un maníaco depresivo. Tenía depresiones fuertes cuando bebía o debía enfrentarse con cualquier clase de contrariedad.

—Sí, ya es suficiente. Ya es suficiente.

—Bueno, había intentado suicidarse antes —continuó Rönn, incansable—. Por lo menos dos veces.

—Pero eso no explica de dónde salió la chispa.

Rönn se encogió de hombros. Hubo un momento de silencio.

—Un momento antes de la explosión, yo vi algo —dijo Gunvald Larsson, pensativo.

—¿Qué?

—Alguien encendió una cerilla o un encendedor en el piso alto. En el piso de encima del apartamento de Malm.

—Pero la explosión se produjo en casa de Malm, no en el piso de arriba —objetó Rönn.

Se frotó la nariz con un pañuelo doblado.

—No hagas eso —dijo Gunvald Larsson sin mirarlo—. Sólo consigues enrojecerla todavía más.

—Lo siento —se excusó Rönn. Guardó el pañuelo, pensó durante un momento y luego dijo—: Aunque la casa era vieja y estaba mal construida, Melander dice que probablemente debería haber también algo de gas en el apartamento de arriba, aunque la concentración no fuese fatalmente peligrosa.

—¿Quién interrogó a los supervivientes?

—Nadie.

—¿Nadie?

—No. No tenían nada que ver con Malm. En cualquier caso, no hay ningún indicio de ello.

—¿Cómo lo sabes?

—Bueno...

—¿Dónde están ahora todos ellos?

—Todavía están en el hospital. Aquí, creo. Excepto los niños. El departamento de infancia se ha hecho cargo de ellos.

—¿Y van a sobrevivir? Me refiero a los adultos.

—Sí, excepto esa Madeleine Olsen. No tiene muchas posibilidades, pero lo último que oí fue que todavía no había muerto.

—Entonces, ¿a los otros se les puede interrogar?

—Ahora no. El caso está cerrado.

—¿Tú crees en esa historia de que todo ha sido un accidente?

Rönn bajó la vista hacia sus manos. Al cabo de un largo rato, asintió.

—Sí. No hay otra explicación. Todo está comprobado.

—Sí. Excepto el problema de la chispa.

—Bueno, eso es verdad. Pero es imposible encontrar pruebas acerca de eso.

Gunvald Larsson se arrancó un pelo rubio del interior de su nariz y se quedó mirándolo pensativamente. Luego se dirigió a la cama, se sentó en ella, dobló los papeles que Rönn le había entregado y los dejó sobre la mesilla de noche, como si de este modo también él diera el caso por concluido.

—¿Te van a dar de alta pasado mañana?

—Eso parece.

—Luego tendrás otra semana libre, supongo.

—Probablemente —contestó Gunvald Larsson con aire ausente.

Rönn miró su reloj.

—Bueno, es mejor que me vaya. Mi chico celebra su cumpleaños mañana y tengo que comprarle un regalo.

—¿Qué vas a regalarle? —preguntó Gunvald Larsson, sin interés.

—Un coche de bomberos —contestó Rönn.

El otro se le quedó mirando como si hubiera dicho algo obsceno.

—Quiere uno —prosiguió Rönn imperturbable—. No es muy grande, y cuesta treinta y dos coronas.

Levantó dos dedos para indicar el tamaño del coche.

—Ah, sí —dijo Gunvald Larsson.

—Bueno... hasta luego, pues.

Gunvald Larsson asintió. Esperó a que Rönn tuviera la mano en el pestillo de la puerta para decir:

—¿Einar?

—¿Sí?

—Esas flores, ¿las has cogido tú mismo? ¿De alguna tumba, quizás?

Rönn le miró ofendido y se marchó.

Gunvald se echó en la cama, de espaldas, cruzó sus enormes manos detrás de la cabeza y se quedó mirando el techo.

El día siguiente era miércoles, catorce de marzo para ser más exactos, y nada parecía indicar la proximidad de la primavera, a pesar de que según el calendario estaba a punto de llegar. Por el contrario, el viento era más frío y penetrante que nunca y en el exterior de la Comisaría Sur, ráfagas de niebla helada golpeaban los cristales de las ventanas. Kollberg estaba sentado bebiendo a grandes sorbos café de un vaso de cartón, hartándose de pastas dulces y esparciendo migas sobre la mesa de Martin Beck. Martin Beck bebía té con la esperanza de que sería bueno para su estómago. Eran las tres y media y Kollberg había dedicado gran parte del día a meterse con Skacke. En los entreactos, cuando el objeto de sus ataques no podía oírle, se había reído de tal modo que le dolía el estómago.

Se oyó una llamada suave en la puerta y entró Skacke. Lanzó una tímida mirada a Kollberg y colocó cuidadosamente un papel sobre la mesa de Martin Beck.

—¿Qué es eso que traes? —preguntó Kollberg—. ¿Otro caso de muerte simulada?

—Es una copia de un informe de los laboratorios forenses —contestó Skacke casi sin voz y retirándose hacia la puerta.

—Dinos, Benny —inquirió Kollberg con expresión inocente—. ¿Cómo se te ocurrió hacerte policía?

Skacke se paró, vacilando, y cargó el peso de su cuerpo sobre el otro pie.

—Muy bien —dijo Martin Beck cogiendo ostensiblemente el papel de la mesa—. Gracias. Puedes irte. —Cuando la puerta se cerró, miró a Kollberg y le dijo—: ¿No te has metido ya bastante con él todo el día?

—Bien —dijo Kollberg haciéndose el gracioso—. Siempre puedo continuar mañana. ¿Qué es eso?

Martin Beck echó una mirada al texto.

—Es de Hjelm —explicó—. Ha analizado una serie de tests y objetos procedentes del incendio de Sköldgatan. Para cerciorarse de cualquier posible conexión con la causa del incendio, según dice. Resultados negativos.

Suspiró y volvió a dejar el papel sobre la mesa.

—Esa chica Olsen murió ayer —dijo.

—Sí, lo vi en los periódicos —comentó Kollberg con indiferencia—. Y a propósito, ¿sabes por qué ese chinche se ha hecho policía?

Martin Beck no contestó.

—Yo sí lo sé —afirmó Kollberg—. Está escrito en su informe. Dice que quiere utilizar la profesión como una palanca en su carrera. Se propone llegar a ser jefe de policía...

Kollberg sufrió otro ataque de risa y casi estuvo a punto de atragantarse con su bollo.

—No me gusta nada este asunto del incendio —dijo Martin Beck, como si estuviera hablando para sí.

—¿Qué estás murmurando ahí sentado? —preguntó Kollberg cuando recobró la respiración—. ¿Acaso es algo que puede gustar a alguien? ¿No es suficiente que cuatro personas hayan muerto abrasadas y que a ese gigantón imbécil le hayan dado una medalla?

Kollberg se puso serio, miró atentamente a Martin Beck y dijo:

—Todo está bastante claro, ¿no es cierto? Malm abre el gas y se suicida. Lo que ocurre después le importa un pito; sólo le preocupan sus cosas y además, cuando la explosión se produce, él es ya un fiambre. Tres personas inocentes mueren también y la policía pierde un testigo y la ocasión de pescar a ese Olofsson, o como se llame. Y todo eso no tiene que ver contigo ni conmigo. ¿No tengo razón?

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