Read El coche de bomberos que desapareció Online
Authors: Maj Sjöwall y Per Wahlöö
Tags: #Novela negra escandinava, #Novela negra
—Me parece que todo este embrollo suena como un cuento de colegiales —repuso Hammar—. Ahora tenemos a tres muertos, uno asesinado, otro que se suicidó y a la vez fue asesinado, y otro que sólo se suicidó. ¿Cómo explicas esta psicosis suicida?
Martin Beck suspiró.
—Imagino que Malm empezó a inquietarse y finalmente buscó a Karlsson para preguntarle si sabía dónde estaba Olofsson. Cuando oyó que Kalrsson estaba muerto, pensó en quitarse la vida.
Se hizo un momento de silencio.
—Sí —dijo Hammar—. Pudo en efecto ocurrir así. Pero nunca me he encontrado con un caso con tantos «peros» y tantos «si» y «quizás», o «probablemente». No sabemos casi nada con seguridad. Tendremos que reunimos pronto. Me encargaré de llamar a los demás y decírselo.
Colgó el auricular.
Martin Beck se quedó sentado un momento con la mano sobre el auricular, tratando de imaginar lo que Kollberg hubiera dicho; antes de que tuviera tiempo de levantar el aparato, sonó el teléfono.
—¡Bingo! —exclamó Kollberg.
—¿Qué? —preguntó Martin Beck.
—Contestación de la Interpol. Acerca de las huellas digitales de Lasalle.
—¡Diablos! ¿Y qué dicen?
—Reconocen la huella del pulgar, pero no el nombre de Lasalle.
—Entonces, ¿de quién son las huellas?
—Espera un momento, ¿quieres? El hombre del pulgar tiene muchos alias. La policía francesa le conoce por los nombres siguientes: Albert Corbier, Alfonse Benette, Samir Riffi, Alfred Lafey, August Cassin y August Dupont. Nos enviarán más nombres cuando los tengan. No saben quién es, pero creen que es ciudadano libanés y que últimamente ha pasado la mayor parte de su tiempo en Francia y África del Norte. Creen evidente que fue anteriormente un miembro de la OAS. Se le supone autor de una larga serie de crímenes o de complicidad en ellos. Tráfico de drogas, contrabando de divisas y muchas otras cosas.
—¿No le han detenido nunca?
—Aparentemente no. Parece una especie de demonio escurridizo. Cambia de pasaporte y de nombre y de nacionalidad con más frecuencia que de calzoncillos, y no tienen ninguna prueba concreta de sus crímenes.
—¿Cómo le han descubierto?
—Bueno, eso no está del todo claro. Han enviado una descripción pero dicen que es posible que no encaje completamente con el individuo. Muy amables, como ves. Déjame ver. Sí, edad alrededor de treinta y cinco años, altura metro setenta y cuatro y peso 72, pelo negro, buena dentadura, espera... esto está en francés y todavía no he tenido tiempo de traducirlo... pelo liso, cejas espesas y rectas, nariz ligeramente aguileña, con una pequeña cicatriz apenas visible en la parte izquierda; no se le conocen otros defectos físicos o marcas de identificación.
—Sí, todo esto encaja bien con Lasalle. No saben dónde está, por supuesto.
—No. Volveré a llamar dentro de poco. Tengo que traducir esto y transcribirlo.
Martin Beck se quedó silencioso, con el auricular en la mano. Cuando colgó, recordó que no había tenido tiempo de decirle a Kollberg lo de Ernst Sigurd Karlsson.
El martes por la mañana, veintitrés de julio, Månsson se fue a Copenhague. Como creía que la rapidez en ese momento era esencial, tomó un transbordador hovercraft. Se llamaba
El Pez Volador
y atravesaba el estrecho en treinta y cinco minutos exactamente. Aparte de esto no era nada divertido. Uno se acomoda en él como en una butaca de avión, sacudido y sin ventana junto al asiento, con lo que las posibilidades de vislumbrar el mar son muy remotas.
En Dinamarca, las conexiones internacionales de Månsson eran excelentes. Se saltó todos los obstáculos ordinarios y las complicaciones interestatales, y fue a ver directamente a un inspector de policía llamado Mogensen.
—Hola —le dijo—. Estoy buscando a una mujer. No conozco su nombre.
—De acuerdo —asintió Mogensen—. ¿Qué aspecto tiene?
—Tiene el pelo corto, rubio y rizado, ojos azules, facciones marcadas, boca grande, buenos dientes y un hoyuelo en la barbilla. Mide alrededor de metro setenta, tiene los hombros y las caderas anchos y la cintura estrecha. Piernas cortas y fuertes, y pantorrillas bien formadas. Debe tener alrededor de treinta y cinco años. Es sueca, seguramente de Skäne y probablemente de Malmö.
—Todo eso suena muy bien —dijo Mogensen.
—No estoy del todo seguro. Acostumbra a llevar suéters tejidos a mano, largos y oscuros, y pantalones largos, o camisas cortas a cuadros; probablemente, en esta época del año deberá ser esto último. Usa cinturones muy anchos y apretados. No se descarta que pueda tomar drogas. Debe tener algunas relaciones de tipo artístico. La gente que la ha visto dice que siempre lleva las manos manchadas de pintura o algo parecido.
—Bien —dijo Mogensen.
Y eso fue todo.
La buena amistad de Månsson con este hombre era bastante antigua. Se conocieron después de la guerra, cuando Mogensen había ido a Trolleborg desde Alemania. Era uno de los millares de policías daneses arrestados por la Gestapo durante la gran redada de septiembre de 1944 y enviados a los campos de concentración alemanes. Habían mantenido contactos desde entonces; su relación era informal y práctica, útil para los dos. Lo que a Månsson le hubiera costado meses averiguar utilizando los canales habituales, Mogensen podía solucionarlo en un día. Y cuando Mogensen quería algo concreto de Malmö, Månsson solía conseguirlo en un par de horas. La diferencia de tiempo se debía a que Copenhague es cuatro veces mayor que Malmö.
Suele decirse en favor de las buenas relaciones escandinavas que la cooperación entre la policía sueca y la danesa es excelente. Sin embargo, en la práctica las cosas son algo diferentes, en gran parte a causa de las dificultades del lenguaje.
La creencia de que los suecos y los daneses se entienden entre ellos con muy poco esfuerzo, es una idea cuidadosamente cultivada en las altas jerarquías de ambos países. Pero esto es a menudo una verdad a medias y con frecuencia incluso algo más grave, una especie de fantasía o de ilusión o, para decirlo sin rodeos, una falsedad.
Dos de las muchas víctimas de este pensamiento fantástico eran Hammar y un famoso criminólogo danés al que conocía hacía muchos años y con quien solía competir en sus conferencias para policías. Eran buenos amigos y los dos acostumbraban a hacer afirmaciones altisonantes sobre su respectivo dominio de la lengua del otro, cosa que según ellos, cualquier escandinavo normal debería poseer. Esta era una de las alusiones sarcásticas que pocas veces olvidaban hacer.
La cosa continuó así hasta que, después de una década de hablar juntos en conferencias y reuniones de alto nivel, coincidieron un final de semana en la casa de campo de Hammar, donde se puso en evidencia que no podían comunicarse en los asuntos más simples y cotidianos. Cuando el danés pedía un mapa, Hammar le enseñaba una fotografía suya. Después de esta experiencia la ilusión se acabó. Parte de su universo se había derrumbado y, después de organizar verdaderas orgías de malentendidos formales durante horas, acabaron hablando en inglés y descubrieron que se detestaban mutuamente.
Parte del secreto de las buenas relaciones entre Månsson y Mogensen estribaba en que se entendían verdaderamente. Ninguno de los dos era lo bastante presuntuoso para pretender que entendía fácilmente el idioma del otro, y como consecuencia solían hablar en el llamado idioma escandinavo, una mezcla casera que quizás eran los únicos capaces de entender. Eran además buenos policías y a ninguno de los dos les gustaba complicar las cosas.
A las dos y media de la tarde, Månsson regresó a la comisaría de Polititorvet, en Copenhague, y allí le entregaron un papel en el que había escrito a máquina un nombre y una dirección.
Un cuarto de hora después estaba frente a un viejo bloque de apartamentos en Laederstraede, comparando las palabras escritas en el trozo de papel con el número borroso colocado sobre la entrada oscura y estrecha de la casa. Entró y subió por una escalera exterior de madera que se balanceaba peligrosamente bajo su peso, y llegó por fin a una puerta desconchada, sin nombre alguno. Llamó y una mujer salió a abrirle.
Era baja y robusta, pero bien formada, de espaldas y caderas anchas, cintura estrecha y unas buenas piernas. Aparentaba unos treinta y cinco años, tenía el pelo rubio y rizado, corto, una boca sensual, ojos azules y un hoyuelo en la barbilla. Iba con las piernas desnudas y llevaba una bata manchada de pintura, que debió de ser blanca alguna vez. Bajo la bata vestía un pullover negro. Månsson no podía ver nada más porque llevaba la bata sujeta con un ancho cinturón de piel. Detrás de ella, se veía una cocina. Era oscura y pequeña.
Se quedó mirándole con aire inquisitivo y luego dijo en el típico dialecto de Malmö:
—¿Quién es usted?
Månsson no contestó a la pregunta.
—¿Se llama usted Nadja Eriksson?
—Sí.
—¿Conoce a Bertil Olofsson?
—Sí.
Entonces ella repitió la primera pregunta.
—¿Quién es usted?
—Perdone —dijo Månsson—. Sólo quería comprobar que no me había equivocado de sitio. Mi nombre es Per Månsson y trabajo para la policía en Malmö.
—¿La policía? ¿Qué está haciendo aquí la policía sueca? No tiene ningún derecho a entrometerse aquí.
—No, tiene usted razón. No tengo ningún permiso ni nada parecido. Sólo quiero hablar con usted un momento. Y quería que supiera quién soy yo. Si prefiere no hablar, me marcharé.
Ella le miró pensativa un momento, dándose golpecitos con un lápiz amarillo en la oreja. Por último dijo:
—¿Qué quiere usted?
—Sólo hablar, como le dije antes.
—¿Acerca de Bertil?
—Sí.
Se limpió la frente con la manga de la bata y se mordió el labio inferior.
—No me interesa demasiado la policía —dijo.
—Puede considerarme como...
—¿Como qué? —le interrumpió ella—. ¿Una persona privada? ¿Como el vecino de enfrente?
—Lo que usted quiera —dijo Månsson.
Ella se rió de pronto con una risa apagada.
—Empiece —dijo—. Entre.
Luego dio media vuelta y atravesó la diminuta cocina. Mientras la seguía, Månsson observó que tenía los pies sucios.
Detrás de la cocina había un cuarto-estudio grande, con ventanas basculantes y que, a pesar del primer efecto que producía, no podía llamarse sucio. Cuadros, periódicos, tubos de pintura, pinceles y ropas estaban esparcidos por todas partes. Los muebles consistían en una mesa grande, dos alacenas, unas pocas sillas de madera y una cama. De las paredes colgaban posters y cuadros, y sobre algunos pedestales y estanterías se veían esculturas envueltas en telas húmedas y una claramente inacabada. Sobre la cama estaba echado un joven menudo y de piel oscura, en camiseta y calzoncillos. En el pecho tenía pelo negro y rizado, y un crucifijo de plata le colgaba de una cadena alrededor del cuello.
Månsson miró a su alrededor. La habitación estaba desordenada, pero daba la impresión de un lugar muy vivido. Lanzó una mirada inquisitiva al hombre echado en la cama.
—No se preocupe por él —dijo ella—. De todos modos no entiende lo que decimos. Por otra parte, puedo deshacerme de él.
—No lo haga por mí —dijo Månsson.
—Es mejor que te vayas, chico —indicó ella.
El joven se levantó en el acto y cogió unos pantalones caquis del suelo, se los puso y se fue.
—
Ciao
—dijo.
—Es marica —comentó la mujer lacónicamente.
Månsson miró tímidamente la escultura. Por lo que él podía deducir, representaba un pene erecto, atravesado en todas direcciones por clavos viejos y trozos de hierro oxidado.
—Esto es sólo un proyecto —explicó ella—. En realidad, tiene que medir unos cien metros de altura —frunció el ceño, pensativamente—. Es horrible, ¿verdad? ¿Cree que lo comprará alguien?
Månsson pensó en las obras de arte que adornaban su ciudad natal.
—¿Por qué no? —dijo.
—¿Qué sabe usted de mí? —preguntó ella, introduciendo otro trocito de hierro en la escultura con un destello de placer sádico en los ojos.
—Muy poco.
—No hay mucho que saber —dijo ella—. He vivido aquí durante diez años. Me dedico a esta clase de trabajo. Pero nunca seré famosa.
—¿Conoció usted a Bertil Olofsson?
—Sí —dijo tranquilamente—. Le conocí.
—¿Sabe que está muerto?
—Sí, los periódicos dijeron algo hace unos meses. ¿Por eso está usted aquí?
Månsson asintió.
—¿Qué quiere usted saber?
—Todo.
—Eso es mucho —dijo ella.
Hubo un momento de silencio. Cogió una porra de madera y aporreó la escultura unas cuantas veces sin ningún resultado apreciable. Luego se rascó la rubia cabeza rizada, frunció el ceño y se quedó de pie con la cabeza inclinada, mirándose los pies. Era bastante atractiva. Se desprendía de ella una especie de madurez serena que atraía mucho a Månsson.
—¿Quiere dormir conmigo? —preguntó ella de pronto.
—Sí —dijo Månsson—. ¿Por qué no?
—Bueno. Será más fácil hablar después. Si abre aquel armario, encontrará un par de sábanas limpias en el estante de arriba. Cerraré la puerta y me lavaré. Especialmente los pies. Ponga la ropa sucia en la cesta que está allí. Månsson buscó las sábanas recién lavadas y se puso a hacer la cama. Luego se sentó encima, tiró el palillo al suelo y empezó a desabrocharse la camisa.
Ella cruzó la habitación con unos zuecos negros y una toalla al hombro. A juzgar por lo que él veía, no tenía cicatrices en los brazos ni en las caderas, ni en general ninguna marca especial en el cuerpo.
La oyó cantar mientras se duchaba.
El teléfono sonó a las ocho y tres minutos, el viernes 27 de julio. Era mediados de verano y hacía mucho calor. Martin Beck se había quitado la chaqueta y había empezado a subirse las mangas de la camisa al entrar en el despacho. Cogió el auricular y dijo:
—Aquí, Beck.
—Hola. Soy Månsson. He encontrado la chica.
—Bien. ¿Dónde estás ahora?
—En Copenhague.
—¿Y qué has averiguado?
—Bastantes cosas. Por ejemplo, Olofsson estuvo aquí la tarde del siete de febrero. Pero hay demasiado que explicar para decírtelo por teléfono.
—Será mejor que vengas aquí.
—Sí. Ya lo he pensado.
—¿No puedes traerte a la mujer contigo?
—Creo que sería difícil que viniese. Y además, no creo que sea necesario. De todos modos, se lo preguntaré.