Read El coche de bomberos que desapareció Online
Authors: Maj Sjöwall y Per Wahlöö
Tags: #Novela negra escandinava, #Novela negra
—Date prisa, anda —dijo Kollberg—. Nuestro famoso Cualquiera llega a Arlanda a las seis quince. Tenemos que estar allí para recibirlo.
Skacke desapareció como un relámpago en el vestidor.
Un cuarto de hora después estaba sentado junto a Kollberg en el coche, recién duchado, con el pelo cepillado y compuesto.
—Es una idiotez perder de esa manera —dijo Kollberg.
—Tenemos a la gente en contra, y el Reymensholm es uno de los mejores equipos de la liga. ¿Qué vamos a hacer con ese Lasalle?
—Tendremos que sostener una charla con él, supongo. Creo que nuestras posibilidades de atraparlo son mínimas. Si lo detenemos, probablemente armará tal escándalo que el Ministerio de Asuntos Exteriores se nos echará encima y al final tendremos que disculparnos, decir adiós y muchas gracias. Nuestra única posibilidad es desconcertarlo para que se descubra él mismo de algún modo. Pero si es tan listo como dicen, no será fácil conseguirlo. En el caso de que efectivamente sea él.
—Es un tipo muy peligroso, ¿no es cierto? —preguntó Skacke.
—Sí, tiene fama de serlo. Pero no para nosotros.
—¿No sería mejor seguirlo y ver lo que se propone? ¿Qué le parece la idea?
—Ya he pensado en eso —dijo Kollberg—. Pero creo que este plan es mejor. Si no conseguimos otra cosa, quizá podamos asustarlo y ahuyentarlo —se quedó callado un momento y luego añadió—: Es listo y no tiene escrúpulos, pero probablemente no es tan extraordinariamente genial. Y ésta es nuestra oportunidad.
Un poco después, agregó maliciosamente:
—De todos modos, la mayoría de los policías tampoco se distinguen por su brillante ingenio. En este aspecto tenemos las mismas posibilidades.
El tráfico en la autopista norte era bastante fluido, pero tenían tiempo por delante y Kollberg conducía a una velocidad moderada. Skacke no paraba de moverse. Kollberg le miró con cierta suspicacia y le preguntó:
—¿Qué te pasa?
—No me gusta esta funda sobaquera.
—¿Llevas la pistola?
—Claro.
—Pero, ¿y cuando juegas al fútbol?
—La dejo encerrada durante el partido, por supuesto.
—Idiota —rezongó Kollberg.
El iba siempre desarmado. Era de los que defendían que los policías deberían ir siempre sin armas.
—Gunvald Larsson tiene uno de esos clips que se sujetan al cinturón del pantalón. No sé dónde lo habrá encontrado.
—El señor Larsson preferiría probablemente pasearse llevando un Smith and Wesson 44 Magnum niquelado y con culata grabada a lo Gonçalo Alves, con un cañón de veinticinco centímetros y su nombre inscrito en una placa de plata cincelada.
—¿Existen cosas así?
—Desde luego. Cuestan más de mil coronas y pesan casi un kilo y medio.
Continuaron en silencio; Skacke en su asiento, rígido y tenso, lamiéndose los labios de vez en cuando. Kollberg le dio un codazo y le dijo:
—Relájate, chico. No va a ocurrir nada de particular. Tú conoces ya la descripción de ese individuo, ¿no es cierto?
Skacke asintió, vacilante, y estuvo murmurando con aire culpable el resto del camino.
El avión era un Caravelle Sabena y aterrizó con diez minutos de retraso; para entonces, Kollberg estaba ya tan cansado de Arlanda y de su celoso compañero, que, a fuerza de bostezar, casi se le había desencajado la mandíbula.
Se situaron a cada lado de la puerta de cristal, observando cómo se dirigía el avión hacia el edificio del aeropuerto.
Kollberg se había colocado junto a la puerta, y Skacke unos cinco metros en el interior de la sala de espera. Era una medida de precaución que ambos habían adoptado tácitamente.
Los pasajeros empezaron a bajar y se acercaron en una fila apretada.
Kollberg silbó entre dientes; no era, evidentemente, un cualquiera el que llegaba en aquel vuelo extra. El primero en entrar fue un hombre corpulento, de pelo negro, impecablemente vestido con un traje oscuro, una camisa blanquísima y unos zapatos brillantes.
Se trataba de un importante diplomático ruso. Kollberg le reconoció porque le había visto cuando llegó en un viaje oficial cinco años antes, y sabía que actualmente era un hombre clave en París o en Ginebra, o en algún sitio parecido. Algo más atrás le seguía su bella mujer, y a unos cuatro metros detrás de ella Semir Malghagh. Lasalle o como se llamase. La descripción recibida encajaba perfectamente. Llevaba un sombrero de fieltro y un traje de shantung azul. Kollberg dejó pasar al ruso e involuntariamente lanzó una mirada a su esposa, que era una mujer realmente guapa, una mezcla de Tatiana Samoilova, de Juliette Greco y de Unda Kollberg.
Esta mirada fue la mayor equivocación de la carrera de Kollberg. Porque Skacke la interpretó mal.
Kollberg volvió inmediatamente la cabeza, miró al tan discutido libanés, levantó cortésmente la mano hacia su sombrero, dio medio paso hacia adelante y dijo:
—
Excusez-moi monsieur Malghagh
...
El hombre se detuvo, sonrió enseñando los dientes y, con expresión interrogadora, levantó también la mano derecha hasta su sombrero.
Y precisamente en este momento, Kollberg, por el rabillo del ojo, vio la cosa inesperada que estaba sucediendo a sus espaldas.
Skacke se había adelantado y se había puesto delante del famoso diplomático, que de modo rutinario levantó el brazo derecho y lo apartó despectivamente, creyendo sin duda que se trataba de un periodista impertinente; la crisis checoeslovaca estaba en un momento crítico. Skacke se tambaleó hacia atrás, metió la mano derecha en el interior de su chaqueta y sacó su Walther 7. 65.
Kollberg volvió la cabeza y gritó:
—¡Skacke, por Dios santo!
En el instante en que Malghagh vio la pistola, cambió de expresión y se quedó tieso, tenso, y por una fracción de segundo sus ojos castaños traicionaron su sorpresa y su miedo. Luego sacó un cuchillo que debía llevar escondido en la manga y Kollberg tuvo tiempo de pensar que era un arma afilada y peligrosa, con una hoja de veinte centímetros por lo menos de longitud y sólo uno y medio de anchura. Kollberg sólo contaba con su rapidez de reflejos y su entrenamiento; se dio cuenta de que el hombre se proponía rebanarle el cuello y tuvo tiempo de levantar el brazo izquierdo para esquivar el golpe. Pero el otro se volvió con la rapidez de un rayo y le agredió de abajo arriba, y Kollberg, todavía sin recobrar el equilibrio y con parte de su atención puesta en otra dirección, sintió cómo la hoja del cuchillo penetraba justo debajo de sus costillas, en el lado izquierdo del diafragma. «Como un cuchillo a través de la mantequilla, suele decir la gente», pensó Kollberg, y eso fue exactamente lo que sintió. Se dobló sobre el cuchillo, todavía consciente de lo que hacía y de por qué lo hacía. Sabía que esto detendría al otro hombre unos segundos. ¿Cuántos? Quizá cinco o seis.
Todo esto ocurría mientras Skacke todavía estaba, completamente estupefacto, a punto de levantar la pistola y correr el seguro con el pulgar.
Entonces Malghagh, o cualquiera que fuese su nombre, logró liberar el cuchillo y Kollberg se echó sobre él con la cabeza doblada hacia abajo para proteger su arteria carótida, y el cuchillo volvió a levantarse. En ese momento Skacke disparó.
La bala alcanzó a Lasalle, o cualquiera que fuese su nombre, en medio del pecho y le lanzó violentamente hacia atrás, y el cuchillo saltó de su mano cuando aterrizó de espaldas en el suelo de mármol.
La escena pareció quedarse completamente estática. Skacke estaba de pie con los brazos extendidos y el cañón de la pistola todavía apuntando hacia arriba en diagonal, después del disparo; el hombre del traje de shantung yacía en el suelo, boca arriba y con los brazos abiertos; y entre los dos, Kollberg, doblado y medio caído de lado, apretándose con las dos manos el lado izquierdo del diafragma. Todos los demás estaban absolutamente inmóviles y nadie tuvo tiempo de gritar.
Luego Skacke corrió junto a Kollberg, se arrodilló, todavía con la pistola en la mano, y dijo casi sin poder respirar:
—¿Cómo está?
—Mal.
—Pero, ¿por qué me guiñó el ojo? Yo creí...
—Has estado a punto de organizar la tercera guerra mundial —susurró Kollberg.
Y entonces, como suele ocurrir, el pánico y el caos estallaron con gritos y carreras de aquí para allá, como es costumbre cuando ya todo ha pasado.
Mas para Kollberg no todo se había acabado. En la ambulancia, con el lamento de la sirena mientras camino del hospital de Mörby, tuvo al principio un miedo terrible a morir. Luego miró al hombre del traje de shantung extendido sobre la camilla, tan sólo a un metro de distancia. Tenía la cabeza vuelta hacia un lado y miraba a Kollberg con unos ojos inmovilizados por el dolor y el terror, y a los que asomaba rápidamente la muerte. Intentó mover una mano, quizá para hacer la señal de la cruz, pero todo lo que consiguió fue sacudirla ligeramente.
«Ja, te vas a morir antes de que tengas tiempo de recibir los últimos ritos o como se llamen», pensó Kollberg sacrílegamente.
Tenía razón. El hombre no sobrevivió ni siquiera para llegar a la sala de urgencias. Cuando la ambulancia empezó a disminuir la velocidad, se le abrió la mandíbula inferior y empezó a destilar sangre y suciedad.
A Kollberg todavía le asustaba terriblemente la posibilidad de morir, y en el preciso momento antes de perder la conciencia, pensó: «No es justo. A mí no me ha interesado nunca este condenado asunto. Y mientras, Gun esperando... »
—¿Se morirá? —preguntó Skacke.
—No —dijo el médico—. En todo caso no de esto. Pero tendrá que pasar un mes o dos antes de que pueda darle a usted las gracias.
—¿Las gracias?
Skacke meneó la cabeza y se encaminó hacia el teléfono.
Tenía muchas llamadas que hacer.