Read El coche de bomberos que desapareció Online
Authors: Maj Sjöwall y Per Wahlöö
Tags: #Novela negra escandinava, #Novela negra
Sí, era una pregunta ociosa.
Cuando Skacke acabó con los edificios en lo alto de la pendiente, eran cerca de las doce y tenía hambre. Entró en un café en los bajos de uno de los altos bloques y pidió cacao y un canapé de queso. El local estaba vacío, exceptuando a Skacke y la camarera. Después de servirle ésta volvió al mostrador y se quedó mirando con aire de aburrimiento por la ventana. Fuera había una gran plaza de ese tipo de espacios que habitualmente se encuentran entre edificios altos en la mayoría de los suburbios de Estocolmo, y a los que pocas veces se llaman plazas sino centro comercial y, preferiblemente,
piazza
, probablemente en un patético intento de los planificadores de la ciudad para dar a estos desolados desiertos de piedra cierto aire mediterráneo.
La puerta se abrió y un hombre entró cautelosamente. Llevaba un gorro ajustado de terciopelo azul y en la mano una bolsa vacía de nylon. Atravesó lentamente la habitación y lanzó a Skacke una mirada astuta bajo sus fruncidas cejas. Cuando vio a la camarera, sus ojos castaños empezaron a brillar y extendiendo los brazos dijo en un finlandés mezclado con sueco:
—¡Dios mío, señorita!, tengo una resaca terrible. Dígame, ¿cómo se llama esa excelente bebida sin alcohol que suele darme otras veces?
—Tom Collins —contestó la chica.
—Sí. Deme ocho latas en seguida, querida. Pero que estén frías. Frías como una cascada de las montañas del Tíbet.
Le alargó la bolsa y la chica desapareció en el interior de la casa. El hombre del gorro rebuscaba en su portamonedas con expresión preocupada. Skacke oyó cerrarse la puerta de la nevera y la camarera volvió con la bolsa llena de latas de bebida.
—¿Supongo que no podrá usted fiarme? —preguntó el hombre.
—Sí, no se preocupe —dijo la chica—. Usted vive aquí, señor, de modo que... Sí, no debe preocuparse —repitió como una cantinela.
El hombre se guardó el portamonedas y cogió la bolsa.
—Bueno, entonces magnífico. Quizás hoy no sea un día tan malo, después de todo.
Se dirigió hacia la puerta. Entonces se volvió y dijo:
—Es usted un ángel, señorita. Le traeré el dinero el lunes. Adiós.
Skacke empujó su copa y sacó el mapa de uno de sus bolsillos interiores. El mapa empezaba a tener un aspecto usado y había tenido que pegarlo en las partes marcadas por los dobleces. Tachó la zona alrededor de la plaza. Luego miró la hora y calculó que podría recorrer los edificios del otro lado de la cuesta antes de encontrarse con Mónica. Si lo hacía, habría cubierto una amplia zona de la ciudad, ya que había recorrido antes los edificios más antiguos de la calle principal, en la parte baja de la pendiente. Los edificios de la parte alta eran modernos, pero no tan altos como los que estaban en la ladera.
A las dos y veinte, Skacke había recorrido todos los edificios, excepto el que estaba en una de las esquinas al final de la cuesta. En esa esquina había una de las cabinas telefónicas en las que el aviso con el número del departamento local de bomberos todavía continuaba allí.
En la entrada de este edificio, había un hombre de pie bebiendo cerveza. Arrojó la botella delante de sus narices y dijo algo que en un principio parecía incomprensible. Entonces Skacke se dio cuenta de que el hombre era noruego y lo que decía era que estaba celebrando el diecisiete de mayo. Skacke le enseñó su carnet y le informó con voz severa y autoritaria que estaba prohibido tomar bebidas alcohólicas en la calle. El hombre le miró alarmado y Skacke dijo:
—Como no es usted sueco, le perdonaré por esta vez. Deme la botella y lárguese.
El hombre le dio la botella medio vacía y Skacke vertió el resto de la cerveza en la alcantarilla. Luego atravesó la calle y arrojó la botella a la papelera. Cuando dio media vuelta vio al noruego que desaparecía por la esquina y le miraba por encima del hombro, con ojos inexpresivos.
Skacke tomó el ascensor hasta el último piso y llamó al timbre de las tres puertas del rellano, una tras otra. No apareció nadie y escribió los tres nombres en su lista para repetir las visitas. Luego bajó al siguiente piso.
Abrió la puerta una mujer con el pelo teñido de color rojo y unas gafas con montura de plástico verde. En las raíces tenía pelo gris y aparentaba unos sesenta años. Skacke repitió su alocución por dos veces antes de que ella entendiese lo que le preguntaba.
—Ah, sí —dijo—. Alquilo una de mis habitaciones. Es decir, solía hacerlo antes. ¿Un extranjero, dice usted? ¿A principios de marzo? Déjeme ver. Sí, creo que fue a principios de marzo cuando un francés vivió aquí. ¿O era árabe? No lo recuerdo bien.
En aquel momento, se hubiera podido derribar a Skacke con una pluma.
—¿Árabe? —repitió él—. ¿Qué lenguaje hablaba entonces?
—Sueco, aunque no demasiado bien. Pero lo suficiente para que se le pudiera entender.
—¿Recuerda exactamente cuándo vivió aquí?
Skacke no se había fijado en el nombre escrito en la puerta antes de tocar el timbre y ahora se inclinó hacia un lado fingiendo sonarse la nariz mientras echaba una ojeada al nombre que había sobre el buzón. Tuvo el tiempo justo de ver el nombre de Borg antes de que la mujer abriese la puerta del todo y le dijera:
—¿No quiere usted entrar?
Entró en el recibidor y cerró la puerta. La pelirroja le precedió en el apartamento. Señaló un sofá azul afelpado, junto a la ventana, y Skacke se sentó en él. La mujer fue hacia un escritorio, abrió uno de los cajones y sacó un libro de cuentas, de cubiertas marrón rojizo.
—Voy a decirle en seguida cuándo fue —dijo la mujer, hojeando el libro—. Siempre anoto el alquiler aquí, y ese hombre fue el último que ocupó la habitación, de modo que no va a ser difícil... Aquí está. El cuatro de marzo, pagó una semana por adelantado. Pero, cosa curiosa, se marchó antes, a los cuatro días. El día ocho, exactamente. No pidió el dinero sobrante de los tres días que faltaban.
La mujer cogió el libro y se sentó ante la mesita frente al sofá.
—Pensé que era algo curioso. ¿Por qué lo busca? ¿Qué ha hecho?
—Estamos buscando a una persona que quizás pueda ayudarnos en la investigación de cierto caso —contestó Skacke—. ¿Cómo se llamaba?
—Alfonse Lasalle.
Pronunció la e de Alfonse y de Lasalle, por lo que Skacke dedujo que no hablaba con demasiada facilidad el francés. Lo mismo le ocurría a él, por otra parte.
—¿Cómo fue que usted le alquiló la habitación? —preguntó Skacke.
—¿Cómo ocurrió? Bueno, yo alquilaba una de mis habitaciones, como le dije. Eso fue antes de que mi marido cayera enfermo y tuviese que pasar el día en casa. No quería extraños en la casa entonces, así que le dije a la agencia que nos borrara del registro hasta nuevo aviso.
—¿De modo que usted recibía a los inquilinos a través de una agencia? ¿Cómo se llama?
—Agencia Svea. Está en Sveavägen. Nos han proporcionado inquilinos desde el sesenta y dos, el año en que alquilamos este apartamento.
Skacke sacó su libreta y su pluma. La mujer le miraba inquisitivamente mientras escribía.
—¿Qué aspecto tenía? —preguntó, con la pluma preparada.
La mujer irguió la cabeza y miró al techo.
—Bueno, vamos a ver cómo puedo describírselo —dijo—. Tenía el aspecto de un mediterráneo. Moreno y bastante bajo. De pelo espeso y negro, que crecía desde bastante abajo en la frente y en las sienes. Un poco más alto que yo; yo mido metro sesenta. Una nariz bastante grande, un poco aguileña, y cejas rectas y negras. Bastante corpulento, pero no grueso.
—¿Qué edad cree usted que tenía?
—Bueno, unos treinta y cinco años, diría yo, quizá tuviera cuarenta. Es difícil decirlo.
—¿Hay algo más que usted recuerde sobre su aspecto? ¿O algo especial en algún sentido?
Estuvo pensando un momento; luego meneó la cabeza.
—No creo. No estuvo aquí mucho tiempo, ¿sabe usted? Era amable y parecía bien educado. Iba bien vestido.
—¿Cómo hablaba?
—Tenía un acento extranjero, ¿comprende? Sonaba de un modo curioso.
—¿No puede usted describirme su acento un poco más? ¿Recuerda algo especial que dijese?
—Pues bien, no sé. Decía
zeñorita
en lugar de señorita y cosas parecidas. Es difícil recordarlo después de tanto tiempo, y a mí me cuesta imitar los acentos bien.
Skacke pensaba que debía preguntarle otras cosas. Mordió su pluma y miró a la mujer del pelo rojo.
—¿Qué hacía aquí? ¿Era un turista o tenía algún trabajo? ¿Qué horarios seguía?
—Es difícil decirlo —dijo la señora Borg—. No tenía mucho equipaje, sólo una maleta. Y salía algunas veces, casi siempre por la mañana y no regresaba hasta bastante tarde, por la noche. Por supuesto, tenía su propia llave, así que yo no me enteraba muchas veces de cuándo regresaba. Era muy tranquilo y discreto.
—¿Suele usted permitir a sus inquilinos usar el teléfono? ¿Recuerda si hizo algunas llamadas?
—No, no les permito usarlo, pero si alguien tiene que hacer alguna llamada, por supuesto puede hacerla. Pero este Lasalle nunca lo hizo, que yo sepa.
—¿Hubiese podido utilizar el teléfono sin que usted lo notase?
—En todo caso, no a horas avanzadas de la noche. Tengo enchufes supletorios en el recibidor y en el dormitorio, y siempre me llevo el teléfono conmigo por la noche.
—¿Recuerda usted cuándo regresó a casa el siete dé marzo? ¿La última noche que estuvo aquí?
La mujer se quitó las poco favorecedoras gafas, las miró, las frotó con su falda y volvió a ponérselas.
—La última noche —repitió—. No creo que le oyese regresar. Suelo irme a la cama alrededor de las diez y media, pero no estoy absolutamente segura de cuándo me acosté esa noche.
—Quizá podría usted pensar en todo esto, señora Borg, y yo volveré a ponerme en contacto con usted, por si recuerda algo más —dijo Skacke.
—Sí, desde luego —contestó ella—. Lo haré.
El anotó el número de teléfono en su agenda negra.
—Señora Borg, usted dijo antes que Lasalle fue su último inquilino...
—Sí, así es. Pocos días después de su marcha, Josef se puso enfermo. Me refiero a mi marido. Tuve que telefonear y cancelar el compromiso con alguien a quien le había ofrecido la habitación.
—¿Puedo ver la habitación?
—Por supuesto.
Se levantó y le enseñó el camino. La puerta de la habitación daba al vestíbulo, frente a la puerta de salida. La habitación tendría poco más de veinte metros cuadrados y había en ella una cama, una mesita de noche y un armario grande y antiguo, con espejos ovalados en las puertas.
—El cuarto de baño está tras la puerta de al lado —dijo la mujer—. Mi esposo y yo tenemos el nuestro junto a nuestro dormitorio.
Skacke asintió y miró a su alrededor. La habitación era tan impersonal como la de un hotel de tercera clase.
La mesa, situada junto a un sillón, estaba recubierta por un mantel de hilo a cuadros y sobre el escritorio había una carpeta. Dos grabados y una guirnalda de flores artificiales pendían de las paredes. La alfombra, la colcha de la cama y las cortinas estaban desgastadas y descoloridas por los frecuentes lavados.
Skacke cruzó la habitación hasta la ventana que daba a la calle. Desde allí se veía la cabina telefónica en la esquina y la papelera en la que había echado la botella de cerveza del noruego.
Más abajo, en la calle, un reloj en la fachada de una relojería marcaba las tres y diez minutos. Miró su reloj. Eran, en efecto, las tres y diez minutos.
Benny Skacke se despidió apresuradamente de la señora Borg y bajó corriendo de dos en dos las escaleras.
En la entrada, se acordó de algo, se metió precipitadamente en el ascensor y subió otra vez hasta el quinto piso. La mujer le miró sorprendida, ya que no esperaba que volviera tan pronto.
—¿Ha limpiado usted la habitación, señora Borg? —le preguntó, casi sin poder respirar.
—¿Limpiar? Claro, he...
—¿Ha quitado el polvo y pulido los muebles y todo lo demás?
—Bien, acostumbro a limpiar antes de que un nuevo inquilino venga a instalarse aquí. La habitación puede estar vacía varios días, en ocasiones varias semanas, por eso lo que hago es arreglar la cama, vaciar los ceniceros y airear el cuarto cuando alguien lo deja. ¿Qué quiere usted decir? ¿Por qué lo pregunta usted?
—Por favor, no toque nada. Tenemos que volver y ver si encontramos alguna huella. Huellas digitales y todo eso.
La mujer prometió no entrar en la habitación.
Skacke se despidió y volvió de nuevo a bajar corriendo las escaleras.
Corrió hacia el lugar de su encuentro con Mónica, preguntándose al mismo tiempo si por fin había conseguido dar con algo importante.
Cuando llegó al restaurante donde Mónica le había estado esperando durante veinticinco minutos, en su imaginación se veía ya ascendido un paso más cerca de convertirse en jefe de policía.
Pero en Kungsholmsgatan, Gunvald Larsson le preguntó:
—¿Cómo vestía?
Y diez segundos después:
—¿Qué clase de abrigo llevaba? ¿Qué traje? ¿Zapatos, calcetines, camisa, corbata? ¿Usaba brillantina? ¿Cómo eran sus dientes? ¿Fumaba? Y si lo hacía, ¿qué y cuánto fumaba? ¿Cómo dejaba la ropa de la cama después de dormir? ¿Dormía con pijama o usaba camisón? ¿Le servía ella el café por la mañana? Por ejemplo.
Y después de otros treinta segundos:
—¿Por qué esa absurda mujer no envió la notificación al registro? Así se hace habitualmente cuando se tiene a un extranjero en casa. ¿Miró su pasaporte? ¿Asustaste como debías a esa vieja bruja?
Skacke le lanzó una mirada desolada y dio media vuelta para marcharse.
—Espera un momento, Racky.
—Sí.
—Envía inmediatamente a esa casa uno de esos chicos de las huellas digitales.
Skacke se fue.
—¡Idiota! —rezongó Gunvald Larsson dirigiéndose a la puerta cerrada.
Encontraron en efecto varias huellas digitales en la habitación de la casa de Sundbyberg. Cuando se eliminaron todas las que eran de la señora Borg y de Skacke, quedaron otras tres, una de las cuales era la huella de un pulgar preservada por una brillantina grasienta y espesa.
El martes, día veintiuno de mayo, enviaron copias de las huellas digitales a la Interpol. ¿Qué otra cosa podían hacer?
El lunes, después del día de la Ascensión, Martin Beck llamó a Malmö y preguntó cómo iban las cosas.
Hammar le acababa de decir: