El coche de bomberos que desapareció (20 page)

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Authors: Maj Sjöwall y Per Wahlöö

Tags: #Novela negra escandinava, #Novela negra

BOOK: El coche de bomberos que desapareció
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—Y además, allí no había ocurrido nada —repitió Kristiansson.

—No. Nada —dijo Gunvald Larsson apaciblemente—. Sólo la prueba clave de un triple asesinato —luego rugió—: ¡Fuera! ¡Marchaos! ¡Largo de aquí!

Kristiansson y Kvant salieron precipitadamente. Su aire escultural había desaparecido por entero.

—¡Jesús! —murmuró Kristiansson enjugándose el sudor de la frente.

—Bueno —dijo Kvant—, ésta es la última vez que te lo digo, Kalle. No ves nada ni oyes nada, pero si alguna vez ves u oyes algo, entonces, por lo que más quieras, ¡informa de ello!

—Jesús —repitió Kristiansson, cuyo fuerte no era la imaginación.

Veinticuatro horas más tarde, Gunvald Larsson había revisado paso a paso el resumen de los hechos por orden cronológico, e incluso había conseguido formularlo por escrito de forma comprensible.

La relación era la siguiente:

«A las 23.10 horas del 7 de marzo de 1968, la casa situada en Sköldgatan se incendió. La dirección oficial del edificio es 37 Ringvägen. A las 23.10 del mismo día y año, una persona todavía no identificada llamó al departamento de bomberos de Solna-Sundbyberg para informar de que había estallado un fuego en el número 37 de Ringvägen. Como existe una calle llamada Ringvägen en Sundbyberg, los bomberos acudieron allí. Al mismo tiempo, las llamadas habituales referentes al fuego llegaron a la policía y al Centro de Alarma de la región de Estocolmo, para evitar llamadas repetidas. Alrededor de las 23.15 el agente de policía Zachrisson llamó desde una cabina telefónica, en Rosendludgatan, al Centro de Alarma e informó acerca del incendio en Ringvägen sin identificar el distrito. Como el oficial de servicio de la Central ya había recibido el aviso de Solna-Sundbyberg, creyó que se trataba del mismo fuego, y dijo a Zachrisson que ya había salido un coche de bomberos y que debería estar en el lugar del fuego. (Estaba, en efecto, pero en Ringvägen, en Sundbyberg.) A las 23.21, el agente Zachrisson llamó de nuevo a la Central, esta vez desde una cabina de alarma. En esta ocasión, según su propia declaración, dijo lo siguiente: "¡Hay un incendio! ¡Hay un incendio en Sköldgatan!"; no había pues ningún posible malentendido. Como resultado de la llamada, los bomberos fueron al número 37 de Ringvägen, en Estocolmo, en otras palabras, a la casa de Sköldgatan.

»No fue el agente Zachrisson quien llamó al departamento de incendios de Solna-Sundbyberg.

«Conclusiones: El incendio fue deliberado y provocado por medio de un compuesto químico conectado a un detonador de relojería. Este aparato pudo haber sido colocado, si el testimonio del agente Zachrisson es cierto, en el apartamento de Malm a las 21.00 horas, lo más tarde. Si fue así, el mecanismo de relojería estaba calculado para actuar a las tres horas. Durante este rato, el autor del atentado tuvo tiempo de moverse en cualquier dirección. La única persona que podía saber con seguridad que el fuego iba a estallar a las 23.10 era la persona que lo planeó (o que lo instigó si existió instigación). Según esto, es probable que fuera la misma persona la que llamó al departamento de bomberos de Sundbyberg.

«Pregunta número 1: ¿Por qué esta persona llamó a un departamento equivocado? Respuesta posible: Porque en aquel momento se encontraba en Solna, o en Sundbyberg, y porque su conocimiento de Estocolmo y sus alrededores era muy deficiente.

«Pregunta número 2: ¿Por qué esta persona llamó al departamento de bomberos? Posible respuesta: Porque quería asesinar a Malm y no tenía ninguna intención de matar o de causar ningún daño a las otras diez personas que había en la casa. En mi opinión, esto es muy significativo porque destaca aún más el cuidadoso planeamiento del crimen y su carácter profesional.»

Gunvald leyó todo el informe que había escrito. Se quedó pensando unos instantes y luego puso en singular lo referente a
llamadas
y tachó las palabras
la policía.
Lo hizo con un bolígrafo y tan minuciosamente que hubiera sido necesario un examen de laboratorio para descifrar las palabras originales.

—Gunvald Larsson está siguiendo una pista —dijo Martin Beck.

—¿De verdad? —dijo Kollberg con su habitual escepticismo—. Las huellas de una vía del tren, supongo.

—No. Esto es algo constructivo. La primera pista real en todo este asunto.

Kollberg leyó el informe.

—¡Bravo, Larsson! —exclamó—. Esto es de primer orden. Especialmente la brevedad de las frases. «O instigado, si la instigación existe». Esto es brillante.

—¿Lo crees así? —preguntó Gunvald.

—Bromas aparte —dijo Kollberg—, lo único que tenemos que hacer ahora es encontrar a ese condenado Olofsson y relacionarlo con la llamada telefónica. Pero, ¿cómo vamos a hacerlo?

—Es sencillo —dijo Gunvald Larsson—. Una chica contestó a esa llamada. Supongo que podrá identificar la voz. Las telefonistas suelen saber estas cosas. Pero desgraciadamente está de vacaciones y no regresará hasta dentro de tres semanas.

—Y antes de que vuelva, tenemos que encontrar a Olofsson —añadió Kollberg.

—Si —dijo Rönn.

Eso fue todo lo que se dijo la tarde del viernes, 29 de marzo.

Los días pasaron. Empezó un nuevo mes. Transcurrió otra semana. Luego dos más. Y Bertil Olofsson seguía sin dar señales de vida.

19

Malmö es la tercera ciudad sueca y muy diferente de Estocolmo. Tiene menos de una tercera parte de habitantes y se extiende sobre una llanura, mientras que Estocolmo está construida sobre un sistema de islas elevadas. Malmö está situada a 575 kilómetros hacia el sur y es el puerto sueco de cara al continente. Su ritmo de vida es más tranquilo, el ambiente menos agresivo, e incluso la policía tiene fama de un trato más humano y afable con el resto de los ciudadanos, del mismo modo que su clima es más benigno. Llueve a menudo, pero el frío es rara vez intenso y mucho antes de que en los alrededores de Estocolmo se inicie el deshielo, en Orensund las olas rompen suavemente en las playas arenosas y en las altiplanicies calizas.

En comparación con el resto del país, la primavera empieza pronto allí, y los meses de febrero, marzo y abril llegan a menudo como una sorpresa, con su sol, su aire claro y sus bonanzas ocasionales.

El sábado 6 de abril de ese año fue uno de esos días.

Las vacaciones escolares de Pascua habían empezado y mucha gente había salido, por lo menos para pasar fuera de la ciudad el fin de semana; iban a sus casas de campo y visitaban a los amigos y conocidos que vivían en los alrededores. Todavía no habían brotado las hojas de los árboles, pero no tardarían en hacerlo, y en el borde de las carreteras habían aparecido ya flores amarillas.

En Industrihammen, situado al noroeste de la ciudad, la tarde del sábado era excepcionalmente tranquila, cosa por otra parte natural ya que es una zona bastante apartada del centro y que además difícilmente podría describirse como atractiva, ni para los aficionados a pasear ni para los que viajan en sus coches; es un paraje de largos y silenciosos muelles con grúas inclinadas, vagones de mercancías inmóviles, montones de madera y vigas de hierro oxidadas, el ladrido aislado de un perro guardián encerrado dentro de alguna fábrica, y unas pocas dragas danesas amarradas, cuyos tripulantes habían regresado a su país de vacaciones. Frente a uno de los almacenes cerrados se veían unos doscientos tractores de un azul brillante, recién llegados de Inglaterra y que pronto serían distribuidos entre los compradores de las granjas agrícolas vecinas.

En unos cien metros a la redonda, todo lo que se oía era el ladrido del perro y los ligeros ruidos de la refinería de petróleo. Olía a petróleo sin refinar, un olor penetrante y poco agradable.

En todo aquel lugar sólo había dos seres humanos visibles: una pareja de niños echados boca abajo, pescando. Estaban uno junto al otro, con las piernas separadas y las cabezas colgando sobre el borde del muelle. Los dos tenían mucho en común. La edad de ambos era aproximadamente de seis años y medio. Tenían el pelo negro, ojos castaños y la piel tostada por el sol, a pesar de que según el calendario todavía era invierno.

Habían llegado hasta allí andando desde sus miserables casas, situadas al este de la ciudad, con sus cuchillos enfundados en los cinturones y los hilos de pescar enrollados en los bolsillos. Luego habían estado corriendo cerca de una hora entre los tractores y se habían sentado por lo menos en cincuenta de ellos. Habían encontrado un par de botellas vacías que habían echado al agua, y luego se habían dedicado a arrojarles piedras sin conseguir tocarlas; también había una vieja carretilla abandonada, destinada al montón de chatarra y de cuyo motor habían conseguido desatornillar unas cuantas piezas que no tenían ninguna utilidad pero que a sus ojos eran muy valiosas. Ahora estaban echados en el muelle, pescando, que era para lo que en realidad habían ido allí.

Estos niños no eran suecos, lo que explicaba en cierto modo su conducta. Ningún nativo del país, ni siquiera a su edad, hubiera pensado en pescar en aquel lugar; simplemente, porque las posibilidades de pescar algo eran tantas como las de encontrar un arenque en una lata de anchoas. Allí no había otra cosa que anguilas viejas y cubiertas de barro que andaban arrastrándose por el cieno del fondo del puerto. Y estos peces no se pescan con anzuelo.

Los niños se llamaban Omer y Miodrag y eran yugoslavos. Sus padres eran obreros del puerto y sus madres trabajaban en una fábrica de tejidos. Ninguno de los dos había vivido en el país el tiempo suficiente para aprender el idioma. Miodrag sabía decir «uno, dos y tres», pero no pasaba de ahí. Sus perspectivas de aprender algo más eran pocas, ya que pasaban el día en un parvulario en el cual el setenta por ciento de los niños eran extranjeros y sus padres pensaban regresar a su país de origen tan pronto como hubieran reunido el dinero suficiente.

Estaban echados inmóviles, mirando fijamente el agua y pensando que quizá un pez gigante mordería pronto el anzuelo, un pez tan grande y fuerte que les arrastraría al agua y se ahogarían en la dársena. En ese preciso momento, ocurrió algo que sucede muy raramente y sólo bajo el efecto de condiciones climatológicas e hidrológicas especiales. A las tres y cuarto de aquella tarde soleada y tranquila, una corriente de agua fresca y pura, impulsada por las corrientes exteriores hacia el estrecho, se deslizó lentamente a través del agua sucia de la dársena del puerto. De pronto, Omer y Miodrag se dieron cuenta de que veían sus hilos de pescar bajo el agua, los plomos e incluso el gusano que habían utilizado como anzuelo. El agua se fue aclarando cada vez más, hasta que pudieron ver en el fondo un viejo orinal y una viga de hierro oxidada. Después percibieron, quizás unos diez metros más allá, algo que les llenó de asombro y que puso su imaginación en movimiento, como un torbellino.

Era un coche. Lo vieron claramente. Parecía de color azul y estaba colocado con la parte trasera de cara al muelle, con las puertas cerradas y las ruedas hundidas en el barro, como si alguien lo hubiera aparcado allí, en una plaza de mercado de una oculta ciudad submarina. Por lo que se podía apreciar estaba entero, sin abolladuras ni desperfectos visibles.

Luego el agua empezó a enturbiarse de nuevo y el coche se desvaneció ante sus ojos; tan sólo un minuto o dos después no se veían ni el coche, ni el orinal, ni los hilos de pescar. Tan sólo la sucia superficie gris verdosa del agua, con su nacarada capa de gasolina y las manchas grises y pegajosas del petróleo.

Miraron a su alrededor, buscando a alguien a quien enseñar su descubrimiento, o por lo menos explicarlo, puesto que no se veía ya nada. Pero Industrihammen estaba completamente vacío y desierto en aquel delicioso sábado de abril, e incluso el solitario perro guardián había dejado de ladrar.

Omer y Miodrag enrollaron sus hilos de pescar y volvieron a meterlos en sus bolsillos, ya llenos de viejos enchufes, trozos de tuberías de goma, tornillos y cerrojos oxidados. Luego echaron a correr, tan lejos como pudieron, pero cuando se detuvieron ya cansados, para respirar, todavía estaban en la zona este del puerto. Los niños eran aún muy pequeños y aquella zona del puerto era bastante extensa.

Transcurrieron otros diez minutos antes de que consiguiesen llegar a Vätkustvägen, pero incluso entonces no sabían qué hacer porque la gente pasaba apresurada en sus coches, con rostros fríos e impersonales, ensimismados en sus propios asuntos; nadie estaba dispuesto a que les molestaran dos niños que hacían señales en la carretera, sobre todo si tenían la piel oscura y pertenecían a la conocida «chusma extranjera».

Por fin, el coche 25 no pasó de largo y se detuvo. Era un Volkswagen blanco y negro con la antena de la radio en el techo y la palabra POLICIA escrita en letras negras en uno de los lados.

En el coche iban dos policías uniformados, Elofsson y Borglund. Se mostraban apacibles y tranquilos y ninguno de los dos comprendió una palabra de lo que los niños les decían. Elofsson creyó entender que le señalaban la dársena del puerto y que uno de ellos decía algo sobre un «auto». Luego les dieron un caramelo a cada uno, subieron de nuevo el cristal de la ventana, sonrieron y les dijeron adiós con la mano.

Como Elofsson y Borglund eran dos policías bastante responsables y por otra parte no tenían nada especial que hacer en aquel momento, recorrieron la zona este del muelle de un extremo a otro. Cuando llegaron al extremo más alejado y dieron la vuelta a la izquierda, a lo largo del parapeto, pararon el coche y Borglund se apeó. Incluso subió al parapeto y se quedó allí durante unos minutos. Todo lo que pudo ver fue el extraño y artificial pantano que las máquinas excavadoras habían creado con sus actividades. Oyó también el ladrido de un perro y el zumbido de la refinería de petróleo.

Veinticuatro horas más tarde, otro policía estaba junto al muelle de Industrihammen. Era un inspector de policía y se llamaba Månsson. No vio ningún coche; sólo agua sucia y una lata de cerveza vacía, y un blando condón flotando.

Antes de llegar a él, el rumor que le había impulsado a trasladarse allí había ido pasando de boca en boca y al mismo tiempo cambiando y deformándose. Se decía que dos niños yugoslavos habían visto un coche de la policía echarse al mar y desaparecer en Järnkajen. Los niños no tenían aún edad escolar y no hablaban sueco. Se habían limitado a señalar diferentes sitios del muelle y por otra parte no se tenía ninguna noticia de que un coche de la policía hubiera desaparecido.

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