Read El coche de bomberos que desapareció Online
Authors: Maj Sjöwall y Per Wahlöö
Tags: #Novela negra escandinava, #Novela negra
—Bien. ¿Cómo llegó Olofsson hasta el puerto? —preguntó Hammar con impaciencia.
—En coche —repuso Martin Beck, casi para sí.
—Exacto —dijo Månsson—. Si se encontró con el individuo que le mató, en Copenhague, eso significa que debieron ir juntos hasta Malmö, y ese viaje se hace en barco a menos que se esté loco o que se sea un nadador de fondo.
—O un pasajero de avión —apuntó Kollberg.
—Sí, pero eso parece poco probable. Como es ilegal transportar cadáveres en los barcos, Olofsson debió de estar vivo durante la travesía. Y además utilizaron un barco que transportase coches. Y por lo que sabemos, la persona que mató a Olofsson tenía un coche a su disposición y lo más probable es que lo llevara con él desde Copenhague.
—No, yo no acabo de entender todo esto —dijo Gunvald Larsson—. ¿Por qué tenía que disponer de un coche?
—Un momento —cortó Månsson—. Intentaré explicar todo esto rápidamente. En realidad, todo está muy claro. Los dos, Olofsson y el hombre que lo mató, fueron desde Copenhague hasta Malmö aquella noche, el siete de febrero. Lo que quería decirles es cómo llegué a descubrirlo.
—¿Cómo lo descubrió?
Månsson le lanzó una mirada fatigada y contestó:
—Si el hombre no mató a Olofsson ni en Copenhague ni en el barco, debió hacerlo allí, en Industrihammen. ¿Que cómo llegó hasta allí? En coche, porque no hay otro medio de llegar hasta allí, válgame Dios. ¿Qué coche? Pues el coche que se trajo con él desde Dinamarca. ¿Por qué? Porque si hubiera sido tan estúpido como para tomar un taxi o algún otro coche en Malmö, lo hubiéramos descubierto.
La calma se restableció. Todos miraban a Månsson en silencio. Entonces, amainó un poco el tempo de su discurso y continuó:
—Esto me indujo a tomar dos medidas. En primer lugar envié a dos hombres para que investigasen los transbordadores que habían hecho el recorrido durante la tarde y la noche del siete de febrero. Resultó que, en efecto, un oficial del ferry Malmöhus reconoció a Olofsson en una fotografía y además nos dio una descripción bastante detallada de la persona que estaba con él. Con estas dos pruebas como punto de partida, mis dos ayudantes encontraron dos testigos más que las apoyaban; uno era otro oficial, y el segundo un marinero encargado del tránsito de los trenes y de los vehículos en el muelle. De modo que sabemos con absoluta seguridad que Olofsson fue desde el puerto de Copenhague hasta Malmö en el tren-ferry, la noche del siete de febrero de este año. En su último viaje, el ferry salió de Copenhague a las diez menos cuarto y llegó a Malmö a las once menos cuarto. Lo hace cada día, y lo ha hecho igual durante años. Sabemos también que Olofsson estaba con un hombre cuya descripción van ustedes a oír dentro de poco.
Månsson cambió lentamente de palillo. Miró a Gunvald Larsson y siguió diciendo:
—Sabemos también que los dos viajaron en primera clase, que se sentaron en la sala de fumadores, bebieron cerveza y comieron dos bocadillos de rosbif frío y queso, cosa que concuerda con los escasos restos del contenido del estómago de Olofsson.
—Evidentemente eso fue lo que le causó la muerte —dijo entre dientes Kollberg—. Los emparedados de los trenes suecos.
Hammar le dirigió una mirada asesina.
—Sabemos incluso en qué mesa se sentaron. Y todavía más: sabemos que utilizaron un Fort Taunus con matrícula de Dinamarca. Investigaciones posteriores demostraron exactamente de qué coche se trataba y que era de color azul pálido.
—¿Cómo...? —empezó a decir Beck; luego quedó callado—. Claro está —murmuró—, un coche alquilado.
—Exacto. El hombre que acompañaba a Olofsson no se tomó la molestia de conducir desde Dios sabe dónde hasta Copenhague. Naturalmente, tomó un avión y alquiló un coche cuando llegó a Kastrup; en la oficina donde lo alquiló dijo que su nombre era Caravanne y enseñó un permiso de conducir francés y un pasaporte también francés. Devolvió el coche el día ocho y les dio las gracias. Luego volvió a coger un avión desde allí. Hacia dónde y bajo qué nombre no lo sabemos. Por otra parte, creo que sé el lugar donde se hospedó, un pequeño hotel en Nyhavn. Allí, en cambio, enseñó un pasaporte libanés y dijo que se llamaba Riffi. Si, en efecto, se trata del mismo hombre. No estoy del todo seguro, como ya dije. En todo caso, una persona con ese nombre estuvo allí desde el día seis hasta el ocho. A las gentes de Nyhavn no les son simpáticos los policías.
—Y la conclusión —dijo Martin Beck— es que esta persona vino a Copenhague para acabar con Olofsson. Se encontraron el día siete, fueron a Malmö por la noche y... usted dijo que había averiguado algo más, ¿no es cierto?
—Encargué que lo investigaran —repuso calmosamente Månsson—. Sí, hice que examinaran de nuevo el coche. Me refiero al Prefect, para saber cómo lo habían arrojado al agua. Siempre conviene saber bien lo que se busca. Entonces se encuentra más fácilmente.
—¿A qué se refiere? —preguntó Melander.
—A las huellas. Hace un momento, dije que el Prefect no podía moverse por sí solo. ¿Cómo llegó hasta el agua, entonces? El motor estaba en punto muerto, y entonces otro coche lo empujó hasta el agua, a toda velocidad. De otro modo no hubiera aterrizado tan lejos del muelle. Lo empujaron desde atrás, con un parachoques contra el otro. Las huellas están allí. El otro coche tiene también las huellas en el mismo sitio.
—Pero, ¿quién condujo el Prefect hasta ese maldito puerto, cualquiera que sea su nombre? —preguntó Gunvald Larsson.
—Lo debieron remolcar hasta allí, desde algún depósito de coches abandonados. Yo, personalmente, creo que fue Malm. El estaba entonces en su rincón acostumbrado, en la parte oeste de Malmö, desde el cuatro de febrero.
—Pero entonces pudo ser también Malm quien... —empezó Hammar, y luego se quedó callado.
—No —dijo Månsson—. Malm tenía más sentido de autodefensa que Olofsson. Abandonó Malmö a toda prisa la mañana del siete y se vino para Estocolmo. Eso está comprobado. Mi opinión es que Malm recibió órdenes de llevar un coche que no pudiera identificarse a un lugar concreto. Le llamaron desde Copenhague, ese Cravanne o Riffi. Malm lo hizo, pero al mismo tiempo se dio cuenta de que habían ido demasiado lejos y que el juego se había terminado. Por cierto, alguien que hablaba un sueco extraño preguntó por Malm por teléfono el mediodía del día siete. Los del hotel dijeron entonces que se había ido. ¿Quieren oír la descripción ahora? He grabado un resumen aquí para registrarlo todo.
Cambió las cintas y puso en funcionamiento la grabadora.
«Caravanne, o Riffi, parece tener entre treinta y cinco y cuarenta años. Mide como mínimo un metro setenta y como máximo uno setenta y cinco; su peso es mayor que el que corresponde a su altura por su constitución corpulenta. No es grueso, sin embargo. Tiene el pelo negro, como las cejas, y sus ojos son castaño oscuro. Tiene unos dientes sanos y blancos. La frente bastante baja y la línea del pelo y de las cejas forman dos paralelas. La nariz es bastante aguileña y debe haber tenido una cicatriz en una de sus aletas que quizás haya desaparecido a estas horas. Acostumbra a pasarse los dedos por el sitio donde tiene o ha tenido la cicatriz. Va bien vestido, con sobriedad; zapatos negros, camisa blanca, corbata y traje completo, y sus modales son apacibles y corteses. Tiene una voz grave y habla tres idiomas: francés, probablemente su idioma nativo; inglés, aunque con acento francés, y sueco, pero con acento extranjero.»
La cinta dejó de girar.
—Ajá —dijo Månsson con una calma bovina—. ¿Les dice algo todo esto?
Se quedaron mirándole fijamente, como si hubieran visto un fantasma.
—Bien —concluyó Månsson—. Eso es todo. Por ahora. ¿Han encargado una habitación para mí? Cristo, ¡hace un calor horrible aquí dentro! Perdonen un momento.
Salió al pasillo.
Rönn se levantó y lo siguió. Durante la mayor parte del tiempo, mientras escuchaba, había estado pensando no sólo en Olofsson y sus cómplices, sino en algo más. Se daba cuenta de que Månsson era un experto en el registro de domicilios. Alcanzó a Månsson y le dijo:
—Oye, Per, ¿te gustaría venir a cenar esta noche con nosotros?
—Desde luego —asintió Månsson—. Me gustaría mucho, de veras.
Parecía a la vez encantado y sorprendido.
—Muy bien —dijo Rönn.
Habían transcurrido casi tres meses desde que el coche de bomberos que le habían regalado a Mats había desaparecido, y a pesar de que el niño no se preocupaba ya de preguntar por él, Rönn no lograba dejar de preguntarse cómo había podido desvanecerse sin dejar rastro. Todavía seguía buscándolo de vez en cuando y estaba convencido de que no había dejado ni un rincón del apartamento sin registrar.
Cuando Rönn, hacía algún tiempo, había levantado la tapa del depósito del water por cincuentava vez, recordó un comentario de Månsson. Aproximadamente seis meses atrás, se había perdido una página importante de un informe y Martin Beck preguntó si había algún experto en buscar objetos extraviados. Månsson que en aquella ocasión había venido de Skäne para tomar parte en la investigación de un caso de asesinato, contestó:
—Yo. Soy bastante bueno para esas cosas. Si hay algo que buscar, lo encuentro.
Y en efecto, lo encontró.
Fue pues gracias a esta especialidad suya por lo que Månsson, en lugar de una cena solitaria y triste en un restaurante barato, tuvo la oportunidad de disfrutar de la excelente cocina de Unda Rönn. Månsson tenía buen diente, pero era exigente y sabía apreciar un plato bien cocinado.
Cuando acabó de comer dos crujientes lonchas de venado con unos huevos revueltos tan cremosos como él solía hacerlos, suspiró satisfecho y cuando colocaron sobre la mesa una fuente de doradas perdices, se inclinó hacia adelante y aspiró el aroma con fruición.
—Esto es realmente importante —dijo—. ¿De dónde procede este maravilloso manjar en esta época del año?
—Lo conseguimos a través de mi hermano, que vive en Karesuando —explicó Unda—. Suele cazar bastante. También nos proporciona venado.
Rönn pasó el bol de jalea de grosella y dijo:
—Tenemos un ciervo entero en la nevera. Desde la caza de otoño.
—Sin los cuernos, supongo —comentó Månsson, y Mats, que había suplicado que le permitiesen sentarse a la mesa de los mayores, estalló en risas.
—¡Ja, ja! Los cuernos no sirven para comer. Se tienen que cortar antes.
Månsson revolvió el pelo del pequeño y le dijo:
—Eres un niño listo. ¿Qué vas a ser cuando seas mayor?
—Bombero —contestó el niño.
Saltó de la silla y desapareció por la puerta como la sirena de un coche de bomberos.
—¿Has buscado debajo del ciervo? —preguntó Månsson.
—He mirado por todas partes. Ha desaparecido, simplemente.
Månsson se limpió la boca y dijo:
—Oh, no. Probablemente lo encontraremos.
Cuando acabaron de comer, Unda los empujó fuera de la cocina y les sirvió el café en el living. Rönn sacó una botella de coñac.
Mats estaba echado en el suelo, en pijama, delante de la televisión, mirando con interés un grupo de personas solemnes sentadas en un sofá semicircular, discutiendo sobre algo. Un hombre joven con cara de importancia estaba diciendo:
—Creo que el divorcio en los matrimonios con hijos debería evitarse en lo posible o verse dificultado por la presión social, porque los niños de padres separados se vuelven inseguros y, como consecuencia, sucumben más fácilmente al alcohol y a las drogas... —y desapareció en un punto brillante cuando Rönn apagó el aparato.
—Paparruchas —comentó Månsson—. Fijaos en mí. No conocí a mi padre hasta después de cumplir los cuarenta años. Mi madre me educó a su modo, desde la edad de un año, y no estoy tan mal, creo yo.
—¿Buscaste a tu padre después de tantos años? —preguntó Rönn.
—No, por Dios —repuso Månsson—. ¿Para qué? No, nos encontramos por casualidad en una tienda de bebidas en Davidshallstorg. Yo era sargento entonces.
—¿Qué impresión te causó? —inquirió Rönn—. Encontrar a tu padre asi...
—Nada especial. Yo estaba allí, haciendo cola, y en la cola de al lado había un individuo corpulento, con el pelo gris, tan alto como yo. Se acercó a mí y dijo: «Buenos días. Soy su padre, señor. He intentado varias veces hablarle, pero nunca lo he conseguido. » Luego dijo: «He oído decir que las cosas le van bien, señor.»
—¿Qué dijiste tú?
—En realidad, no sabía qué decir. Entonces el viejo alargó la mano y dijo: «Jönsson». «Månsson», le dije yo y nos estrechamos las manos.
—¿Has vuelto a verle desde entonces?
—Sí, nos encontramos alguna vez por casualidad, y siempre me saluda con la misma amabilidad.
Unda entró y se llevó a Mats, que se estaba durmiendo en las rodillas de Rönn. Al cabo de un rato regresó y dijo:
—Quiere que vayas y le des las buenas noches.
El niño estaba ya dormido cuando entraron en la habitación. Månsson miró a su alrededor con ojos de experto, antes de salir de puntillas y cerrar la puerta.
—Supongo que has mirado bien ahí dentro —dijo.
—¿Mirado? —exclamó Rönn—. He puesto toda la habitación patas arriba. Las demás también, por supuesto. Pero puedes echar una mirada. Quizás haya olvidado algo.
No había olvidado nada. Recorrieron juntos todo el apartamento y Månsson no pudo encontrar ni una grieta donde Rönn no hubiera buscado ya varias veces. Regresaron a su café y su coñac con Unda.
—Es extraño, ¿verdad? —comentó ella—. Además, era un trasto bastante grande.
—Debía medir como unos treinta centímetros de longitud —dijo Rönn.
—Dijiste que él no salió de casa durante varios días después de que se lo regalasteis —recordó Månsson—. ¿No lo habrá echado por la ventana?
—No —contestó Unda—. Como ves, tenemos puestas cadenas de seguridad en todas las ventanas, para que no pueda abrirlas él solo. Y nunca dejamos las ventanas abiertas cuando Mats está cerca.
—Y cuando se abre la ventana con la cadena puesta, el hueco es demasiado estrecho para que el coche pudiera pasar por él —explicó Rönn.
Månsson hizo girar entre las palmas de las manos su copa de coñac y preguntó:
—¿Y en la bolsa de la basura? ¿No lo pudo haber echado allí?
Unda negó con la cabeza.
—No, está en el armario de las cosas de limpieza y hemos puesto una barra en la puerta, que él no puede abrir.
—¿Tenéis algún cuarto en el ático para almacenar cosas?