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Authors: Jack Vance

El ciclo de Tschai (32 page)

BOOK: El ciclo de Tschai
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—Bah —murmuró Dordolio—. ¿Cómo puede comprender un bárbaro el desastre y sus consecuencias? Gran número de Refluxivos se refugiaron en el
awaile;
los actos y las expiaciones mantenían en efervescencia nuestro país. No había energía para ninguna otra cosa. Si vos fuerais de buena casta, atravesaría vuestro corazón por atreveros a formular contra nosotros una acusación tan tosca.

Reith se echó a reír.

—Puesto que mi baja casta me protege del castigo, déjame formular otra pregunta: ¿qué es el
awaile?
Dordolio alzó sus manos en el aire.

—¡Un bárbaro y, además, amnésico! ¡No puedo seguir hablando con alguien como vos! Preguntádselo al Hombre-Dirdir; es lo bastante locuaz como para poder responderos. —Y se alejó a grandes zancadas, lleno de rabia.

—Un irracional despliegue de emociones —murmuró Reith—. Me pregunto cuál habrá sido mi acusación.

—La vergüenza —dijo Anacho—. Los Yao son tan sensibles a la vergüenza como los ojos a la arena. Misteriosos enemigos destruyeron sus ciudades; sospechan de los Dirdir, pero no se atreven a acusarles, y deben soportar la impotente rabia y la vergüenza. Ése es su atributo típico, y los predispone al
awaile.

—¿Que es...?

—El asesinato. La persona afligida, la que siente en su carne la vergüenza, mata a tantas personas como es capaz, de cualquier sexo, edad o grado de relación. Luego, cuando es incapaz de seguir matando, se somete y se vuelve apático. Su castigo es terrible y altamente espectacular, e ilumina a toda la población, que se apiña en el lugar del castigo. Cada ejecución tiene su estilo particular, y es esencialmente una espectacular exhibición de dolor, de la que goza posiblemente hasta la víctima. La institución permea toda la vida de Cath. Sobre esta base, los Dirdir consideran a todos los subhombres locos.

Reith lanzó un gruñido.

—Así pues, si visitamos Cath, nos arriesgamos a ser asesinados insensatamente.

—Es un riesgo pequeño. Después de todo, esos actos no son acontecimientos ordinarios. —Anacho miró a su alrededor—. Pero parece que se está haciendo tarde. —Le deseó buenas noches a Reith, y se encaminó a su cabina.

Reith se quedó junto a la barandilla, contemplando el agua. Tras el derramamiento de sangre en Pera, Cath le había parecido que sería el cielo, un entorno civilizado donde tal vez pudiera conseguir una nave espacial. La perspectiva ahora le parecía más remota que nunca.

Alguien se apoyó en la barandilla a su lado: Heizari, la mayor de las dos hijas de Palo Barba.

—Tienes un aire muy melancólico. ¿Qué es lo que te preocupa?

Reith bajó la vista hacia el pálido óvalo enmarcado en su cabellera naranja del rostro de la muchacha: un rostro abierto, que en estos momentos reflejaba una inocente —¿o quizá no tan inocente?— coquetería. Reith contuvo las primeras palabras que acudieron a sus labios. La muchacha era innegablemente atractiva.

—¿Cómo es que no estás ya en la cama con tu hermana Edwe?

—Oh, por una razón muy sencilla. Ella tampoco está en la cama. En estos momentos está sentada con tu amigo Traz en la cubierta de atrás, seduciéndole y provocándole, pinchándole y atormentándole. Es mucho más inclinada al flirt que yo.

Pobre Traz,
pensó Reith. Preguntó:

—¿Qué hay de tu padre y tu madre? ¿A ellos no les preocupa?

—¿Y por qué habría de hacerlo? Cuando eran jóvenes, ellos también lo hicieron, tan ardientemente como cualquiera; ¿acaso no tenían derecho?

—Sí, supongo que sí. Pero las costumbres varían, ya lo sabes.

—¿Y tú? ¿Cuáles son las costumbres de los tuyos?

—Ambiguas y más bien complicadas —dijo Reith—. Hay una gran cantidad de variaciones.

—Éste es el caso también de los habitantes de las Islas de las Nubes —dijo Heizari, acercándosele un poco más—. Nosotros no nos enamoramos automáticamente, en absoluto. Pero en algunas ocasiones una persona se siente presa de un determinado estado de ánimo, lo cual creo es una consecuencia de la ley natural.

—Indiscutible. —Reith obedeció a un impulso y besó el provocativo rostro—. De todos modos, no tengo ninguna intención de enemistarme con tu padre, ley natural o no. Es un experto espadachín.

—No sientas temor por este lado. Si quieres cerciorarte, estoy segura de que aún está despierto.

—Bueno, no sé exactamente qué debería preguntarle —dijo Reith—. Claro que, considerando todo el asunto...

—Los dos echaron a andar hacia proa y subieron los tallados peldaños que conducían a la bodega de proa, y contemplaron el mar en dirección al sur. Az colgaba baja en el oeste, trazando una línea de prismas amatista a lo largo del agua. Una muchacha de pelo naranja, una luna púrpura, un barco de cuento de hadas en un remoto océano: ¿cambiaría todo aquello por un billete de regreso a la Tierra? La respuesta tenía que ser sí. Y sin embargo, ¿por qué renegar de los atractivos del momento? Reith besó a la muchacha algo más ardientemente que antes, y en aquel momento, de entre las sombras del cabrestante del ancla, una persona hasta entonces invisible saltó en pie y se alejó con un desesperado apresuramiento. Reith reconoció a la sesgada luz de la luna a Ylin Ylan, la Flor de Cath... Su ardor se vio apagado; miró con aire miserable a popa. Y sin embargo, ¿por qué sentirse culpable? Hacía ya tiempo que ella había dejado bien claro que sus relaciones de antes habían terminado. Reith se volvió de nuevo hacia Heizari, la muchacha de pelo naranja.

4

El día amaneció con una ausencia total de viento. El sol se alzó en un cielo que parecía un huevo de pájaro: beige y gris paloma en el horizonte, gris pálido y azul en el cenit.

El desayuno, como siempre, consistió en pan de miga dura, pescado salado, frutas en conserva y té ácido. Los pasajeros permanecieron sentados en silencio, cada uno de ellos ocupado con sus pensamientos matutinos.

La Flor de Cath llegó tarde. Entró discretamente en el salón y ocupó su lugar con una educada sonrisa a derecha e izquierda, y comió en una especie de ensoñación. Dordolio la observó perplejo.

El capitán metió la cabeza en el salón desde cubierta.

—Un día tranquilo. Esta noche nubes y truenos. ¿Mañana? No hay forma de saberlo. ¡El tiempo habitual!

Reith se obligó irritadamente a seguir su conducta habitual. No había razón para los recelos: él no había cambiado; era Ylin Ylan quien lo había hecho. Incluso en el estadio más intenso de sus relaciones ella había mantenido constantemente una parte de sí misma secreta: ¿una
persona
representada por otro de sus muchos nombres? Reith la obligó a salir de su mente.

Ylin Ylan no malgastó su tiempo en el salón: salió a cubierta, donde se le reunió inmediatamente Dordolio. Inclinados sobre la barandilla, Ylin Ylan se puso a hablar con gran urgencia, mientras Dordolio tironeaba de su bigote y ocasionalmente intercalaba una o dos palabras. Un marinero apostado en el
alcázar
lanzó de pronto una llamada y señaló al agua. Reith saltó hacia la escotilla y vio una oscura forma flotando, con una cabeza y unos hombros estrechos, inquietantemente humanoide; la criatura surgió, desapareció bajo la superficie. Reith se volvió hacia Anacho.

—¿Qué era eso?

—Un Pnume.

—¿Tan lejos de tierra firme?

—¿Por qué no? Son muy parecidos a los Phung. ¿Quién puede obligar a un Phung a dar cuenta de sus acciones?

—¿Pero qué hace aquí fuera, en medio del océano?

—Quizá flotar por la noche en la superficie, contemplando el discurrir de las dos lunas.

Transcurrió la mañana. Traz y las dos muchachas jugaban a los tejos. El mercader estaba enfrascado en un libro encuadernado en piel. Palo Barba y Dordolio practicaron un poco de esgrima, Dordolio espectacular como siempre, agitando su hoja en el aire, haciendo resonar los pies, moviendo mucho los brazos.

Palo Barba terminó cansándose del ejercicio. Dordolio se quedó allí, agitando su hoja. Ylin Ylan apareció y se sentó sobre la escotilla. Dordolio se volvió hacia Reith.

—Vamos, nómada, tomad vuestra hoja; mostradme las habilidades de vuestra estepa nativa.

Reith se puso en guardia instantáneamente.

—Son muy pocas; además, estoy falto de práctica. Quizá otro día.

—Vamos, vamos —exclamó Dordolio, con los ojos brillantes—. He oído relatos de vuestras habilidades. No podéis negaros a demostrar vuestra técnica.

—Deberás disculparme; no me siento inclinado a ello.

—¡Sí, Adam Reith! —dijo de pronto Ylin Ylan—. ¡Hazlo, o nos decepcionarás a todos!

Reith volvió la cabeza, examinó a la Flor durante un largo momento. Su rostro, crispado y tenso y tembloroso por las emociones, no era el rostro de la muchacha que había conocido en Pera. De alguna forma se había producido un cambio; estaba contemplando el rostro de una desconocida.

Reith devolvió su atención a Dordolio, que evidentemente había sido incitado por la Flor de Cath. Fuera lo que fuese lo que planeaban, no era en absoluto en su beneficio.

Palo Barba intervino.

—Vamos —le dijo a Dordolio—, deja tranquilo a este hombre. Haré unos cuantos pases más contigo; así tendrás todo el ejercicio que necesitas.

—Quiero medirme con este hombre —declaró Dordolio—. Sus actitudes son exasperantes; creo que necesita un buen correctivo.

—Si lo que pretendes es iniciar una pelea —dijo fríamente Palo Barba—, esto es por supuesto asunto tuyo.

—No se trata de ninguna pelea —declaró Dordolio con voz resonante, casi nasal—. Digamos más bien una demostración. El tipo este parece confundir la casta de Cath con el vulgo. Existe una diferencia significativa, y quiero dejárselo bien claro.

Reith se puso cansadamente en pie.

—Muy bien. ¿Qué tienes en mente para tu demostración?

—Florete, espada, lo que queráis. Puesto que sois un ignorante en lo que a reglas caballerescas se refiere, no habrá ninguna; un simple «adelante» bastará.

—¿Y un «alto»?

Dordolio sonrió debajo de su bigote.

—Según dicten las circunstancias.

—Muy bien. —Reith se volvió hacia Palo Barba—. ¿Me permite examinar sus armas, por favor?

—Por supuesto.

Palo Barba abrió su estuche. Reith seleccionó un par de hojas cortas y ligeras.

Dordolio contempló las armas con una clara expresión de desagrado.

—¡Armas de niños, para el entrenamiento de muchachitos!

Reith alzó una de las hojas, la probó, tasajeó el aire con ella.

—Para mí es perfecta. Claro que si no te satisface, puedes usar cualquier otra hoja que te complazca más. A regañadientes, Dordolio tomó la ligera arma.

—No tiene vida; carece de movimiento y flexibilidad... Reith alzó su espada, y de un golpe inclinó el sombrero de Dordolio sobre sus ojos.

—Pero responde a todas las exigencias de quien la maneja, como puedes ver.

Dordolio se enderezó el sombrero sin hacer ningún comentario, dobló los puños de su blusa de seda blanca.

—¿Estáis preparado?

—Cuado tú digas.

Dordolio alzó su arma en un saludo ridículo, luego la inclinó a derecha e izquierda, hacia los espectadores. Reith retrocedió unos pasos.

—Creí que habíamos decidido dejar de lado las ceremonias.

Dordolio se limitó a hacer una mueca con las comisuras de su boca. Exhibió los dientes en una sonrisa lobuna, y se lanzó a uno de sus habituales ataques, acompañado de un abundante juego de pies. Reith paró sin ninguna dificultad, hizo una finta que desequilibró a Dordolio, y dio un tajo a una de las hebillas que sujetaban los pantalones de su contrincante.

Dordolio dio un salto atrás y atacó de nuevo, con su sonrisa burlona reemplazada ahora por otra siniestra. Atacó violentamente la defensa de Reith, pinchando aquí y allá, sondeando, probando; Reith reaccionó blandamente. Dordolio fintó, apartó de un golpe la hoja de Reith, se lanzó a fondo. Pero Reith ya había saltado a un lado; la hoja del caballero Yao solamente encontró aire. Reith lanzó un golpe preciso y, esta vez, la cinta de la hebilla cedió y se partió.

Dordolio retrocedió con el ceño fruncido. Reith avanzó, lanzó un tajo a la otra hebilla, y los pantalones de Dordolio se deslizaron cintura abajo.

Dordolio se retiró a un lado, el rostro púrpura. Arrojó la espada al suelo.

—¡Ésos son juegos ridículos! ¡Tomad una auténtica espada!

—Utiliza cualquier espada que prefieras. Yo sigo quedándome con ésta. Pero antes te sugiero que tomes las medidas necesarias para sujetar tus pantalones; de otro modo el asunto va a resultar más bien embarazoso, tanto para ti como para mí.

Dordolio inclinó la cabeza en un gélido saludo. Se apartó un poco del grupo, se ató los pantalones a su cintura con una correa.

—Estoy listo. Puesto que insistís, y puesto que mis propósitos son daros una lección, utilizaré el arma con la que estoy acostumbrado.

—Como prefieras.

Dordolio tomó su larga y flexible hoja, hizo un floreo con ella en torno a su cabeza, haciéndola cantar en el aire, y luego, con una inclinación de cabeza a Reith, se lanzó al ataque. La flexible punta barrió de derecha a izquierda; Reith se echó a un lado y casualmente, casi como por accidente, palmeó la mejilla de Dordolio con la parte plana de su hoja.

Dordolio parpadeó y se lanzó a un furioso ataque. Reith cedió terreno; Dordolio siguió avanzando, pateando el suelo con los pies, lanzando estocadas, hendiendo, atacando desde todos lados. Reith fue parando sus golpes, y en un momento determinado palmeó la otra mejilla de Dordolio. Luego retrocedió un poco.

—Yo estoy sin aliento; ¿quizá ya hayas tenido suficiente ejercicio por hoy?

Dordolio lo miró con furia, las aletas de su nariz distendidas, su pecho subiendo y bajando afanosamente. Se volvió, miró hacia el mar. Inspiró profundamente y se dio la vuelta.

—Sí —dijo con voz apagada—. Ya nos hemos ejercitado bastante. —Bajó la vista hacia su enjoyado estoque, y por un momento pareció que iba a arrojarlo al mar. En vez de ello, volvió a meterlo en su funda, hizo una inclinación de cabeza hacia Reith—. Vuestra esgrima es excelente. Me siento en deuda por la demostración.

Palo Barba avanzó unos pasos.

—Bien hablado; ¡un auténtico caballero de Cath! Ya basta de hojas y metal; tomemos un buen vaso de vino matutino.

Dordolio volvió a hacer una inclinación de cabeza.

—Disculpadme unos instantes. —Se dirigió a su cabina. La Flor de Cath permanecía sentada, como tallada en piedra.

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