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Authors: Jack Vance

El ciclo de Tschai (31 page)

BOOK: El ciclo de Tschai
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Reith hizo un gesto como de disculpa.

—Nunca discuto las opiniones de los demás acerca de mí mismo.

—Una extraña costumbre —declaró alegremente el capitán—. Pese a que lo he intentado, no puedo llegar a decidir cuál es su país natal. Es usted un completo extraño para mí.

—Digamos que soy un vagabundo —dijo Reith—. Un nómada, si lo prefiere.

—Para un vagabundo, es usted a veces sorprendentemente ignorante. Bien, de todos modos, ahí delante tenemos Gozed.

La isla fue creciendo, recortada contra el cielo. Reith miró a través del sondascopio y pudo ver una zona en la parte delantera de la orilla donde los árboles habían sido desprovistos de sus hojas y convertidos en algo parecido a retorcidos postes, cada uno de los cuales sostenía una, dos o tres redondas chozas. El suelo debajo de ellos era desnuda arena gris, limpia de restos marinos y cuidadosámente rastrillada. Anacho el Hombre-Dirdir inspeccionó el poblado a través del sondascopio.

—Más o menos lo que había esperado.

—¿Conoces Gozed? El capitán ha hecho que el lugar suene casi como un misterio.

—No hay ningún misterio. La gente de la isla es muy religiosa; adoran a los escorpiones de mar nativos de las aguas que rodean la isla. Son tan grandes o más que un hombre, o al menos eso me han dicho.

—¿Por qué mantienen sus chozas tan altas?

—Por la noche los escorpiones salen del mar para reproducirse, lo cual hacen poniendo sus huevos en un animal huésped, a menudo una mujer que es abandonada en la playa con esa finalidad. Los huevos eclosionan, y la «Madre de los Dioses» es devorada por las larvas. En los últimos estadios, cuando el dolor y el éxtasis religioso producen un curioso estado psicológico en la «Madre», echa a correr por la playa y termina arrojándose por sí misma al mar.

—Una religión más bien inquietante. El Hombre-Dirdir asintió.

—De todos modos, parece convenir perfectamente a los habitantes de Gozed. Hubieran podido cambiarla en cualquier momento que hubieran querido. Los subhombres son notoriamente susceptibles a aberraciones de este tipo.

Reith no pudo evitar una sonrisa, y Anacho lo examinó con sorpresa.

—¿Puedo preguntarte la fuente de tu regocijo?

—Se me ocurre que las relaciones de los Hombres-Dirdir con respecto a los Dirdir no son demasiado distintas a las de la gente de Gozed con respecto a sus escorpiones.

—No consigo ver la analogía —declaró Anacho, algo rígidamente.

—Es la simplicidad misma: ambos son víctimas de seres no humanos que utilizan a los hombres para sus necesidades particulares.

—¡Bah! —murmuró Anacho—. En muchos aspectos eres el más equivocado de todos los hombres vivos. —Se dirigió bruscamente a popa, y se quedó allí contemplando el mar. Las presiones estaban actuando sobre el subconsciente de Anacho, pensó Reith, haciéndole sentirse inseguro.

El
Vargaz
avanzó con precaución hacia la playa, giró tras una prominencia rocosa incrustada de percebes, y echó el ancla. El capitán fue a la orilla con una chalupa; los pasajeros lo vieron hablar con un grupo de hombres de piel blanca y rostro severo, totalmente desnudos excepto unas sandalias y unas redecillas sujetando hacia atrás su largo pelo color hierro.

Se llegó a un acuerdo; el capitán volvió al
Vargaz.
Media hora más tarde un par de barcazas partieron de la orilla y se acercaron al barco. Se preparó la grúa de carga; se izaron balas de fibras e hilos; otras balas y cajas fueron bajadas a las barcazas. Dos horas más tarde de la llegada a Gozed el
Vargaz
largó velas, recogió el ancla y partió cruzando el Draschade.

Tras la cena los pasajeros se sentaron en la cubierta delantera del castillo de popa con una linterna oscilando sobre sus cabezas, y la charla derivó hacia los habitantes de Gozed y su religión. Val Dal Barba, la esposa de Palo Barba, madre de Eizari y Edwe, creía que el ritual era injusto.

—¿Por qué ha de haber solamente «Madres de los Dioses»? ¿Por qué esos hombres de pétreos rostros no bajan a la playa y se convierten en «Padres de los Dioses»?

El capitán dejó escapar una risita.

—Parece como si todos los honores fueran reservados a las damas.

—Las cosas nunca serían así en Murgen —declaró vehementemente el mercader—. Pagamos apreciables diezmos a los sacerdotes, y ellos aceptan toda la responsabilidad de apaciguar a Bisme; de este modo nosotros no tenemos problemas.

—Un sistema tan razonable como cualquier otro —admitió Palo Barba—. Este año nosotros nos hemos suscrito a la Gnosis Pansogmática, una religión con mucha virtud.

—A mí me gusta mucho más que el Tutelanismo —dijo Edwe—. Simplemente recitas la letanía, y ya tienes bastante para todo el resto de la jornada.

—El Tutelanismo era un terrible aburrimiento —estuvo de acuerdo Heizari—. ¡Había que aprendérselo todo de memoria! ¿Y recuerdas esa horrible Convocación de las Almas, donde los sacerdotes se mostraban tan familiares? A mí me gusta mucho más la Gnosis Pansogmática.

Dordolio lanzó una risita indulgente.

—Preferís no tener que involucraros mucho. Yo mismo me inclino en esa dirección. La doctrina Yao, por supuesto, es en cierto modo un sincretismo; o mejor dicho, en el transcurso del «rondó», todos los aspectos del Inefable reciben la oportunidad de manifestarse, de modo que, a medida que nos movemos con el ciclo, experimentamos toda la teopatía.

Anacho, aún dolido por las comparaciones de Reith, se volvió hacia él.

—Y bien, ¿qué tiene que decir al respecto Adam Reith, el erudito etnólogo? ¿Con qué genialidades teosóficas puede contribuir?

—Con ninguna —dijo Reith—. Con muy pocas, en cualquier caso. Se me ocurre que el hombre y su religión son una sola y única cosa. Lo desconocido existe. Cada hombre proyecta sobre el vacío la forma de su propia y particular visión del mundo. Adorna su creación con sus deseos y actitudes personales. El hombre religioso que explica su caso está en esencia explicándose a sí mismo. Cuando un fanático es contradicho siente una traición hacia su propia existencia; reacciona violentamente.

—¡Interesante! —exclamó el gordo mercader—. ¿Y el ateo?

—No proyecta ninguna imagen sobre ese vacío. Acepta los misterios cósmicos como cosas en sí mismas; no siente ninguna necesidad de colgar una máscara más o menos humana sobre ellos. Aparte esto, la correlación entre un hombre y la forma en que moldea lo desconocido para poder manipularlo mejor es exacta.

El capitán alzó su vaso de vino contra la luz de la linterna y dio un largo sorbo.

—Tal vez tenga usted razón en esto, pero nadie cambiará nunca por sí mismo sobre tales bases. He conocido a una multitud de pueblos. He caminado bajo las espiras Dirdir, cruzado los jardines de los Chasch Azules y los castillos de los Wankh. Conozco a esa gente y a los hombres que se mueven a su alrededor. He viajado a seis continentes de Tschai; he entablado relación con un millar de hombres, acariciado a un millar de mujeres, matado a un millar de enemigos; conozco a los Yao, los Binth, los Walalukian, los Shemolei, en una mano, y en la otra los nómadas de las estepas, los hombres de las marismas, los isleños, los caníbales de Rakh y Kislovan; veo diferencias; veo identidades. Todos intentan extraer un máximo de ventajas de la existencia, y finalmente todos mueren. Ninguno parece ser mejor que los demás al respecto. ¿Mi propio dios? ¡El buen viejo Vargaz! ¡Por supuesto! Como insiste Adam Reith, él es yo. Cuando el
Vargaz
gruñe y gime bajo los embates de una tormenta, yo me estremezco y rechino los dientes. Cuando nos deslizamos quietamente sobre las negras aguas bajo las lunas rosa y azul, toco el laúd, llevo una cinta roja en torno a mi frente, bebo vino. Yo y el
Vargaz
nos servimos mutuamente, y el día que el
Vargaz
se hunda en las profundidades, yo me hundiré con él.

—¡Bravo! —exclamó Palo Barba, el maestro de esgrima, que también había bebido mucho vino—. ¿Sabe?, éste es también mi credo. —Extrajo su espada, la mantuvo en alto de modo que la luz de la linterna se reflejó trazando destellos arriba y abajo en la hoja—. ¡Lo que el
Vargaz
es para el capitán, es la espada para mí!

—¡Padre! —exclamó su hija Edwe—. ¡Y durante todo este tiempo pensamos que eras un razonable Pansogmático!

—Por favor —suplicó Val Dal Barba—, baja el acero antes de que te excites y le cortes una oreja a alguien.

—¿Quién? ¿Yo? ¿Un espadachín veterano? ¿Cómo puedes imaginar algo así? Está bien, como tú quieras. Cambiaré el acero por otro vaso de vino.

La charla prosiguió. Dordolio se acercó tambaleante a Reith. Al cabo de un momento dijo, con voz llena de jocosa condescendencia:

—Qué sorpresa encontrar a un nómada tan erudito en la disquisición, tan capaz de hacer esas sutiles distinciones.

Reith le sonrió a Traz.

—Los nómadas no tienen por qué ser necesariamente unos bufones.

—Me desconcertáis —declaró Dordolio—. ¿Cuál es exactamente vuestra estepa nativa? ¿Vuestra tribu?

—Mi estepa está muy lejos; mi tribu se halla diseminada en todas direcciones.

Dordolio tironeó pensativo de su bigote.

—El Hombre-Dirdir cree que sois un amnésico. Según la Princesa del Jade Azul, habéis dicho que sois un hombre de otro mundo. El muchacho nómada, que es quien mejor os conoce, no dice nada. Admito que mi curiosidad puede resultar un poco impertinente.

—Esa cualidad significa una mente activa —dijo Reith.

—Sí, sí. Dejadme preguntaros algo que admito libremente que puede ser una cuestión absurda. —Dordolio examinó cautelosamente a Reith con el rabillo del ojo—. ¿Os consideras a vos mismo como un nativo de otro planeta?

Reith se echó a reír mientras buscaba una respuesta. Finalmente dijo:

—Existen cuatro posibilidades. Si de hecho procediera de otro mundo, podría responder sí o no. Si no procediera de otro mundo, podría responder también sí o no.

El primer caso me traería problemas. El segundo heriría mi autorrespeto. El tercero es una locura. El cuarto representa la única situación que tú no considerarías una anormalidad. La pregunta, pues, como tú mismo admites, plantea una cuestión absurda.

Dordolio tiró furiosamente de su bigote.

—¿Acaso sois, por alguna casualidad, miembro del «culto»?

—Probablemente no. ¿Qué «culto» es ése?

—Los Anhelantes Refluxivos que remontaron el ciclo para destruir dos de nuestras más hermosas ciudades.

—Pero tenía entendido que fue un agente desconocido el que torpedeó las ciudades.

—No importa; el «culto» instigó el ataque; ellos fueron la causa.

Reith agitó la cabeza.

—¡Incomprensible! Un enemigo destruye vuestras ciudades, y vuestra amargura se dirige no contra el cruel enemigo sino contra un posiblemente sincero y preocupado grupo de vuestra propia gente. Yo llamaría a esto una transferencia emotiva.

Dordolio inspeccionó fríamente a Reith.

—Vuestros análisis bordean a veces la mordacidad. Reith se echó a reír.

—Dejemos eso. No sé nada acerca de vuestro «culto». En cuanto a mi lugar de origen, prefiero ser amnésico.

—Un curioso lapso, cuando en otro asuntos parecéis ser tan enfático en vuestras opiniones.

—Me pregunto por qué te tomas tanto interés en este extremo —murmuró Reith—. Por ejemplo, ¿qué dirías si afirmara que soy originario de un mundo muy lejano?

Dordolio frunció los labios, parpadeó a la linterna.

—No he llevado mis pensamientos hasta tan lejos. Está bien, no proseguiremos con este tema. Para empezar, la idea misma es estremecedora: ¡un antiguo mundo de hombres!

—¿Estremecedora? ¿Por qué?

Dordolio rió intranquilo.

—Hay un lado oscuro en la humanidad, que es como una piedra clavada en el humus. La parte superior, expuesta al sol y al aire, está limpia; giradla y mirad debajo, y veréis lodo y correteantes insectos... Nosotros los Yao sabemos esto muy bien; nada pondrá fin al
awaile.
¡Pero dejemos de hablar de esto! —Los hombros de Dordolio se estremecieron, y volvió a su tono de voz ligeramente condescendiente—. Habéis decidido ir a Cath; ¿qué pensáis hacer allí?

—No lo sé. Tengo que vivir en algún lugar; ¿por qué no en Cath?

—No es tan simple para un extranjero —dijo Dordolio—. Es difícil afiliarse a un palacio.

—Es sorprendente que seas tú quien diga eso. La Flor de Cath afirma que su padre nos dará la bienvenida al Palacio del Jade Azul.

—Os ofrecerá necesariamente su cortesía formal, pero no podréis residir en el Palacio del Jade Azul, del mismo modo que no podríais hacerlo en el fondo del Draschade aunque los peces os invitaran a nadar con ellos.

—¿Qué me lo impediría? Dordolio se alzó de hombros.

—A nadie le gusta verse puesto en ridículo. El comportamiento es la definición de la vida. ¿Qué sabe un nómada de comportamientos?

Reith no tenía nada que decir al respecto.

—Hay un millar de detalles en la conducta de un caballero —afirmó Dordolio—. En la escuela aprendemos grados de comportamiento, signos, configuraciones del habla, en los cuales admito una cierta deficiencia. Se nos enseña comportamiento con la espada, los principios del duelo, genealogía, heráldica; aprendemos las exquisiteces del atuendo y un centenar de otros detalles. Quizá vos consideréis esas materias demasiado arbitrarias.

Fue Anacho el Hombre-Dirdir, de pie cerca de ellos, quien respondió:

—Triviales es una palabra más ajustada.

Reith esperó una helada respuesta, al menos una mirada, pero Dordolio se limitó a alzarse indiferente de hombros.

—Bien, ¿acaso vuestra vida es más significativa? ¿O la del mercader, o la del maestro de esgrima? ¡Nunca olvidéis que los Yao son una raza pesimista! El
awaile
es siempre una amenaza; quizá seamos más sombríos de lo que parecemos. Conscientes de la inutilidad esencial de la existencia, exaltamos el pequeño destello de vitalidad que tenemos a nuestra disposición; extraemos todo el aroma posible de cada incidente, insistiendo en una formalidad apropiada. ¿Trivialidad? ¿Decadencia? ¿Quién puede hacer algo mejor?

—Todo esto está muy bien —dijo Reith—. ¿Pero por qué sentirse satisfechos con el pesimismo? ¿Por qué no expandir vuestros horizontes? Más aún, parece que aceptáis la destrucción de vuestras ciudades con una sorprendente indiferencia. La venganza no es la más noble de las actividades, pero el sometimiento es peor.

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