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Authors: Jack Vance

El ciclo de Tschai (26 page)

BOOK: El ciclo de Tschai
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Desde un principio, la más urgente finalidad de Adam Reith fue regresar a la Tierra, con la noticia de la existencia de Tschai y su extraño conglomerado de razas. En su búsqueda de una espacionave para tal fin se le unieron primero Traz, luego un tal Ankhe at afram Anacho, un Hombre-Dirdir fugitivo.

Reith no tardó en saber que Tschai había sido escenario de antiguas guerras entre tres razas extraplanetarias: los Dirdir, los Chasch y los Wankh. En la actualidad existía un incierto punto muerto, en el que cada raza mantenía su área de influencia, con las vastas tierras interiores abandonadas a los nómadas, fugitivos, bandidos, señores feudales y otras comunidades más o menos civilizadas. Indígenas de Tschai eran los solitarios Phung, y los Pnume, una raza furtiva que vivía en cavernas, túneles y pasadizos bajo las ciudades en ruinas que jalonaban el paisaje del planeta.

Cada una de las razas alienígenas había adoptado o esclavizado a los hombres, los cuales, a lo largo de miles de años, habían evolucionado hacia la correspondiente raza anfitriona, de tal modo que ahora existían los Hombres-Dirdir, los Hombres-Chasch, los Hombres-Wankh y los Pnumekin, además de las otras y más obvias poblaciones humanas.

Reith se sintió desde un principio maravillado ante la presencia de hombres en Tschai. Una tarde, en la posada del recinto para caravanas de la Estepa Muerta, el Hombre-Dirdir Anacho aclaró el asunto:

—Antes de que llegaran los Chasch, los Pnume gobernaban en todas partes. Vivían en poblados de pequeños domos, pero toda huella de esos poblados ha desaparecido. Ahora moran en cuevas y pasadizos bajo las viejas ciudades, y sus vidas son un misterio. Incluso los Dirdir consideran que trae mala suerte molestar a un Pnume.

—Entonces, ¿los Chasch llegaron a Tschai antes que los Dirdir? —inquirió Reith.

—Es bien sabido —dijo Anacho, maravillándose de la ignorancia de Reith—. Sólo un hombre de una provincia aislada... o de un mundo lejano, ignoraría el hecho. —Lanzó a Reith una mirada interrogadora—. Pero los primeros invasores fueron de hecho los Viejos Chasch, hará un centenar de miles de años. Diez mil años más tarde llegaron los Chasch Azules, procedentes de un planeta colonizado en una era anterior por los viajeros espaciales Chasch. Las dos razas Chasch lucharon por el dominio de Tschai, y apelaron a los Chasch Verdes como tropas de choque.

«Hace sesenta mil años llegaron los Dirdir. Los Chasch sufrieron grandes pérdidas hasta que los Dirdir llegaron en tan gran número que se volvieron vulnerables, a partir de cuyo momento se estableció un equilibrio. Las razas siguen siendo enemigas, con pocos intercambios entre ellas.

»En un tiempo comparativamente reciente, hace diez mil años, estalló una guerra espacial entre los Dirdir y los Wankh, y se extendió hasta Tschai, donde los Wankh construyeron fuertes en Rakh y en el sur de Kachan. Pero ahora la lucha es escasa, excepto alguna que otra escaramuza y emboscada. Cada raza teme a las otras dos y anhela la hora en que pueda eliminarlas y conseguir la supremacía. Los Pnume son neutrales y no toman parte en las guerras, aunque observan con interés y toman notas para su historia.

—¿Y qué hay de los hombres? —preguntó Reith con circunspección—. ¿Cuándo llegaron a Tschai?

—Los hombres —dijo el Hombre-Dirdir a su manera más didáctica— se originaron en Sibol y vinieron a Tschai con los Dirdir. Los hombres son tan plásticos como la cera, y algunos se metamorfosearon, primero en hombres de las marismas, luego, hace veinte mil años, en este tipo. —Y aquí Anacho señaló a Traz, que le devolvió una fulgurante mirada—. Otros, esclavizados, se convirtieron en Hombres-Chasch, Pnumekin, incluso Hombres-Wankh. Hay docenas de híbridos y razas extrañas. Existen multitud de variedades incluso entre los Hombres-Dirdir. Los Inmaculados son casi Dirdir puros. Otros exhiben menos refinamiento. Éste es el entorno que rodeó mi propia desafección: exigí prerrogativas que me fueron negadas, pero que adopté pese a todo...

Anacho siguió hablando, describiendo sus dificultades, pero la atención de Reith no estaba con él. Ahora resultaba claro cómo habían llegado los hombres a Tschai. Los Dirdir conocían el viaje espacial desde hacía más de setenta mil años. Durante este tiempo habían visitado evidentemente la Tierra, dos veces al menos. En la primera ocasión habían capturado una tribu de proto-mongoloides: la naturaleza aparente de los hombres de las marismas a los que había aludido Anacho. En la segunda ocasión —hacía veinte mil años, según Anacho— habían recogido un cargamento de proto-caucasianos. Esos dos grupos, bajo las especiales condiciones de Tschai, habían mutado, se habían especializado, habían vuelto a mutar, habían vuelto a especializarse, hasta producir la sorprendente diversidad de tipos humanos que podían hallarse en el planeta.

Acompañando la caravana que cruzaba la Estepa Muerta iban tres Sacerdotisas del Misterio Femenino y su cautiva: la Flor de Cath, por utilizar su nombre formal, o Ylin Ylan, su nombre de flor, o Derl, su nombre de amigo. Era una muchacha de notable belleza, de mediana estatura, exquisitamente formada si bien algo delgada, con un negro cabello que caía hasta sus hombros y una tez cremosa. Su rostro, en reposo, era pensativo, casi melancólico, como si sus aventuras le hubieran dado ocasión de desaliento, lo cual era posible. Reith se había sentido fascinado por ella a la primera mirada; a la segunda, había entrado en trance. Tomó a la muchacha bajo su protección y prometió cuidar de devolverla sana y salva a su hogar.

Así supo que desde Cath se habían originado las señales de radio que habían atraído a la
Explorador IV
a Tschai. Dos ciudades de Cath, Settra y Ballisidre, habían sido devastadas por torpedos, aparentemente como consecuencia de las señales de radio. Un torpedo había destruido a la
Explorador IV.
¿Quién había lanzado los torpedos: qué personas, qué raza? Nadie sabía nada.

Reith confiaba en hallar en Cath las facilidades necesarias para construir una pequeña espacionave. Tras conseguir una plataforma volante en Pera, la Ciudad de las Almas Perdidas, Reith partió hacia el este, acompañado por Traz, Anacho el Hombre-Dirdir, y la Flor de Cath.

1

A tres mil kilómetros al este de Pera, sobre el corazón de la Estepa Muerta, la plataforma se estremeció, voló suavemente durante unos instantes, luego se estremeció de nuevo y osciló de una forma ominosa. Adam Reith miró alarmado hacia popa, luego echó a correr hacia el belvedere de control. Alzó la tapa de bronce, llena de volutas, del alojamiento, y miró entre los arabescos, adornos florales y sonrientes rostros infantiles que ocultaban casi maliciosamente el motor.
[2]
Ankhe at afram Anacho, el Hombre-Dirdir, se le unió casi inmediatamente.

—¿Sabes qué es lo que ocurre? —preguntó Reith.

Anacho frunció su pálida nariz y murmuró algo acerca de un «anticuado cacharo Chasch» y «esa loca expedición en la que nos hemos metido». Reith, acostumbrado a las debilidades del Hombre-Dirdir, se dio cuenta de que era demasiado vanidoso como para admitir su ignorancia, demasiado desdeñoso para reconocer que unos conocimientos tan básicos se le escapaban.

La plataforma se estremeció de nuevo. Simultáneamente, les llegaron una serie de pequeños ruidos raspantes procedentes de una caja de madera negra situada a un lado del compartimiento del motor. Anacho le dió un imperioso golpe con los nudillos. Los gruñidos y estremecimientos cesaron.

—Corrosión —dijo Anacho—. La acción electromórfica a lo largo de un centenar de años o más. Creo que este motor es una copia del fracasado Heizakim Bursa, que los Dirdir abandonaron hará doscientos años.

—¿Podemos repararlo?

—¿Cómo quieres que lo sepa? Apenas me atrevo a ponerle la mano encima.

Siguieron escuchando. El motor siguió funcionando sin ninguna otra pausa. Finalmente Reith bajó la tapa. Los dos hombres regresaron a proa.

Traz permanecía acurrucado en un rincón tras haber pasado toda la noche de guardia. En el asiento con su crujiente acolchado verde bajo la adornada linterna de proa se hallaba la Flor de Cath, con las piernas cruzadas, la cabeza apoyada en sus antebrazos, mirando hacia el este, hacia Cath. Llevaba así horas, el pelo flotando al viento, sin decirle nada a nadie. Reith encontraba su conducta desconcertante. En Pera no había dejado de sentir añoranza por Cath; no podía hablar de ninguna otra cosa excepto de la gracia y las comodidades del Palacio del Jade Azul, de la gratitud de su padre si Reith simplemente la devolvía a casa. Había descrito maravillosas fiestas, extravagancias, excursiones acuáticas, máscaras de acuerdo con la vuelta correspondiente del «rondó». («¿"Rondo"? ¿Qué significa "rondó"?», preguntó Reith. Ylin Ylan, la Flor de Cath, rió excitadamente. «¡Simplemente es la forma en que son las cosas y cómo se desarrollan! Todo el mundo debe saber y los listos anticipar: ¡por eso son listos! ¡Oh, es todo tan divertido!») Ahora que habían emprendido realmente el viaje a Cath, el humor de la Flor había cambiado. Se había vuelto pensativa, remota, y eludía todas las preguntas relativas a la fuente de su abstracción. Reith se alzó de hombros y se volvió. Su intimidad había llegado a un final: peor para los dos, se dijo a sí mismo. De todos modos, la pregunta seguía royéndole: ¿por qué? Su finalidad al volar a Cath era doble: primero, cumplir con la promesa que le había hecho a la muchacha; segundo, descubrir, o al menos eso esperaba, una base técnica que le permitiera la construcción de una nave espacial, no importaba lo pequeña o tosca que fuera. Si podía conseguir la cooperación del Señor del Jade Azul, mejor que mejor. De hecho, esta colaboración era una necesidad.

La ruta hasta Cath cruzaba la Estepa Muerta, al sur de las montañas Ojzanalai, luego hacia el nordeste a lo largo de la Estepa de Lok Lu, cruzando el Zhaarken o Páramo Salvaje, sobrevolando el estrecho de Achenkin hasta la ciudad de Nerv, luego al sur bajando por la costa de Charchan hasta Cath. Para la plataforma, fallar en cualquier punto del viaje antes de Nerv significaba el desastre. Como para subrayar este hecho, la plataforma sufrió una breve y única sacudida, luego siguió volando uniformemente.

Pasaron los días. Bajo ellos se deslizaba la Estepa Muerta, parda y gris a la lánguida luz de Carina 4269. Al atardecer cruzaron el gran río Yatl, y durante toda la noche volaron bajo la luna rosa Az y la luna azul Braz. Por la mañana aparecieron una serie de colinas bajas al norte, que fueron agrandándose poco a poco y creciendo en altura hasta convertirse en las Ojzanalai.

A media mañana aterrizaron en un pequeño lago para volver a llenar los tanques de agua. Traz se sentía intranquilo.

—Los Chasch Verdes están cerca. —Señaló a un bosque, a un par de kilómetros al sur—. Ocultos ahí, observándonos.

Antes de que los tanques estuvieran llenos, una horda de cuarenta Chasch Verdes, montados en caballos saltadores, surgieron del bosque. Ylin Ylan se mostró perversamente lenta en subir a la plataforma. Reith casi la izó a bordo; Anacho tiró de la palanca de elevación... quizá con demasiada brusquedad. El motor rateó; la plataforma cabeceó y osciló.

Reith corrió a popa, alzó la tapa del motor, puñeó la caja negra. El rateo cesó; la plataforma se alzó sólo unos metros por delante de los galopantes guerreros y sus espadas de tres metros. Los caballos saltadores se detuvieron, los guerreros apuntaron sus catapultas, y el aire se llenó de largas flechas de hierro. Pero la plataforma estaba ya a más de cien metros de altura; una o dos de las flechas golpearon contra el casco al límite de su trayectoria y cayeron.

La plataforma, estremeciéndose espasmódicamente, se desvió hacia el este. Los Chasch Verdes partieron en su persecución; la plataforma, rateando, balanceádose, estremeciéndose y ocasionalmente picando de proa, fue dejándolos gradualmente atrás.

El movimiento empezó a hacerse intolerable. Reith golpeó la caja negra de nuevo, sin conseguir ningún efecto aparente esta vez.

—Vamos a tener que repararla —le dijo a Anacho.

—Podemos intentarlo. Pero antes debemos aterrizar.

—¿En la estepa? ¿Con esos Chasch Verdes detrás nuestro?

—No podemos seguir en el aire. Traz señaló hacia el norte, a una sucesión de colinas que morían en una serie de aislados oteros.

—Mejor que nos posemos sobre uno de esos montes de cima plana.

Anacho condujo la plataforma hacia el norte, provocando oscilaciones aún más alarmantes; la proa empezó a girar como un excéntrico juguete.

—¡Aguanta! —gritó Reith.

—Dudo que podamos alcanzar ese primer otero —murmuró Anacho.

—¡Intenta el siguiente! —chilló Traz. Reith vio que el segundo de los oteros, con escarpadas paredes verticales, era claramente mejor que el primero... si la plataforma podía mantenerse en el aire hasta allí.

Anacho redujo la velocidad a un mero planeo. La plataforma se bamboleó cruzando el espacio hacia el segundo otero y se posó. La ausencia de movimiento fue como el silencio tras el ruido.

Los viajeros descendieron de la plataforma, con los músculos rígidos por la tensión. Reith miró en torno, disgustado: era difícil imaginar un lugar más desolado que aquél, a ciento cincuenta metros por encima del centro de la Estepa Muerta. Demasiado para sus esperanzas de un billete tranquilo hasta Cath.

Traz se acercó al borde del otero y miró por encima del farallón.

—Puede que podamos bajar.

La unidad de supervivencia que Reith había recuperado de la estrellada lanzadera incluía una pistola de proyectiles, una célula de energía, un telescopio electrónico, un cuchillo, antisépticos, un espejo, trescientos metros de fuerte cuerda.

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