El cementerio de la alegría (21 page)

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Authors: José Antonio Castro Cebrián

Tags: #Intriga

BOOK: El cementerio de la alegría
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Mi llanto se pierde entre hojas cansadas

limpias de sol y hambre,

se esconde entre la pureza de un verso callado,

se esconde dentro de páginas blancas

a la luz del cementerio de la Alegría

El bibliotecario dobló de nuevo el papel y volvió a la penumbra.

—¿Por qué nos enseñas esto? Ya sabíamos que el poeta había nombrado albacea a Tito Donabella, y también…

—Para darte una oportunidad más —le interrumpió Ángelo—. Para que veas que obro de buena fe. Para que las cañas no se vuelvan lanzas entre nosotros. Para que abandones la búsqueda.

—No puedo hacer eso. Di mi palabra.

Ángelo cerró el puño de su mano buena, y gesticuló mil maldiciones sin emitir un solo sonido. Con la cabeza indicó a Fazio que le llevara al otro lado de la habitación, justo donde había un ventanal enorme con las cortinas echadas.

—Acompaña a los señores a la salida. Suerte.

El sol atravesó mi cuerpo nada más pisar la calle. Había vuelto a la inmensidad de la vida; no quería gritar, ni balbucir más, necesitaba el eterno canto de mis propias pulsaciones, sentirlas con todo su furor dentro de mis venas. Pierre callaba ceñudo consigo mismo, caminaba con la cabeza agachada y parecía estar sumido en la melancolía.

—Adiel, ahora estamos en peligro de muerte, más que nunca.

Me di cuenta de que mientras yo intentaba aparentar serenidad, el Francés no precisaba fingir nada, estaba totalmente tranquilo.

—Me pregunto qué le mandaría el viejo hacer a Mario, es extraño, ¿no te parece?

Supe en ese mismo instante que aquella voz que escuché discutir con Mario al otro lado de la puerta con los agujeros a modo de salpicaduras era de alguien a quien conocía; una mujer, pero ¿quién? No lograba reconocerla.

—Todo en esa casa me parece extraño. Muy extraño.

15

EL GUARDA DE LOS NARANJOS DE ACÁ

Él vino al mundo un mediodía de verano, a pleno sol de levante. En mitad de un puerto vacío y pestilente. Solo. Más que un nacimiento fue un milagro; su madre, del esfuerzo, murió al poco de dar a luz, y él estuvo al abrigo del cadáver materno más de diez horas, arropado, escondido entre la mala suerte, el cañizo trenzado de unas alforjas para guardar pescado y los muros del muelle. Sobrevivió al calor asfixiante del estío y al lloriqueo impertinente de las primeras hambres. De por qué no se sabía el nombre de su madre, o de por qué nadie la vio pariendo o la escuchó gemir, no me dijo nada.

—Nunca he tenido curiosidad por saber quién era mi padre, o qué hacía mi madre en el muelle de aquel puerto precisamente ese día —me confesó Pierre mientras hacía rugir el motor de su Citroën B11.

—Quizá fuese un marinero.

—¿Un marinero?

—Tu padre, digo…, que quizá fuese un marinero —repetí—, y tu madre iba allí para esperarle.

—¿A esperarle? —El Francés me miró con cierta petulancia.

—A que regresara de la faena…, de pescar, o de lo que sea —contesté molesto.

—Si eso es como dices, ¿no crees que esa no sería la primera vez que mi madre iba a los muelles y que los mismos marineros de allí la hubieran reconocido y se lo hubiesen dicho a mi padre?

—O a lo mejor…

—¡A lo mejor! —me cortó—. ¡Ya está bien de tantas suposiciones!, nunca me ha quitado el sueño el no saber nada y seguirá siendo así.

Decidimos ir por la mañana al Colegio, donde otrora se ubicó el cementerio de la Alegría. El Francés, por puro nerviosismo, había sacado el tema de su nacimiento durante el corto trayecto que separaba su casa del lugar. Fue un viaje muy raro. Descendimos por la principal carretera que partía en dos el vergel de abedules y chopos que rodeaba la vivienda de Pierre, y seguimos un rastro de curvas pronunciadas y estrechas hasta pasar por un puente pintado de azul y remontar una pequeña loma. El cielo, aunque engalanado de densas nubes naranjas y grises, resplandecía abochornado con fuerza.

—La última vez que estuve aquí fue hace veinte años. Cuesta creerlo viviendo tan cerca, ¿verdad?

Yo asentí mientras veía por la ventanilla acercarse un tétrico paraje. Tres cerros idénticos con forma de melón se hacían cada vez más grandes y, como una fantasmal aparición, en el centro de ellos, asomaba el Colegio emergiendo de una niebla tenebrosa e insolente.

Pierre redujo la marcha y el Citroën empezó a avanzar lento. Sus ojos estaban clavados en el espejo. Hundí la mirada en el retrovisor y pude ver al coche que nos seguía. Paramos junto a unos brezos, al lado de una ruinosa construcción de madera y barro.

—Dejemos aquí el coche y vayamos a echar un vistazo por los alrededores de este lugar. Daremos un paseo —me dijo el Francés secamente—. Baja.

Anduvimos unos veinte metros adentrándonos en el boscaje. Cada poco tiempo, Pierre, disimuladamente, miraba hacia atrás y contenía con poco fingimiento la risueña cicatriz de sus labios.

—No te muevas de aquí —me susurró tras hacerme caer dentro de un socavón, entre dos peñascos—. No hagas ruido y no te muevas de donde estás. Enseguida vuelvo.

Levanté la cabeza tras unos segundos de desconcierto. No veía nada ni a nadie, solo escuchaba acercarse un seco crujir de hojas y ramas. Mis oídos eran capaces de percibir cada uno de los pasos, cada uno de los gestos, cada una de las miradas. Cerré los ojos, y curiosamente fue cuando empecé a sentir lo que pasaba.

Los ruidos que me llegan se transforman en imágenes, como un sueño en el que los recuerdos se convierten en realidad. Sin embargo abro los ojos de nuevo.

Veo cómo Pierre, a lo lejos, aparece por detrás de la carretera. Es apenas un borrón. Avanza sigilosamente entre los matojos. Se detiene. Vuelve a avanzar, esta vez agachado, muy agachado. Mi corazón entiende que debe tocar al ritmo del ardor de una batalla, encontrar el éxtasis pasional que no da ni pide tregua. Abro los ojos, siento ese éxtasis, estoy a punto de llamarle, a punto de levantarme, a punto de reír, de llorar, cuando el Francés, lanzando un grito aterrador, se abalanza sobre alguien que yace escondido junto a un árbol.

—¡El miserable! —le oigo gritar—. ¡Ven, Adiel!, ¡mira lo que he cazado!

Me levanté un poco atontado y corrí lo más rápido que pude hasta donde estaba Pierre, no más de quince metros. Ya le tenía bien agarrado, haciéndole una especie de llave de kárate con su brazo izquierdo.

—¡Palacios! —exclamé.

—¡Nos estaba espiando!

Me sorprendió la cara del bibliotecario. Era la cara de un hombre que no dudaría en revolverse y chascar el cuello del Francés con sus propios dientes.

—¡Me haces daño! —se quejó Palacios—. ¡Suéltame de una vez!

—¡Ni lo sueñes! —Pierre me miró sonriendo antes de dirigirse a mí—. Adiel, en la caja de herramientas que está en el coche encontrarás cuerdas, tráelas. ¡Corre!

—De… de acuerdo —dije indeciso.

Vacié dos veces el maletero y no encontré la caja de herramientas. Tuve que insistir una cuarta vez para poder ver el bulto de cuero donde el Francés guardaba los trastos. Agarré las sogas y volví a colarme en la arboleda, dejando el coche abierto de par en par.

—Coge del bolsillo de mi chaqueta el revólver. Si intenta algo mientras le ato a ese árbol, le pegas un tiro en la cabeza.

Le miré incrédulo.

—¡Vamos!

Empuñé el revólver. Me sentía terriblemente solo. Nadie más frente a mí. Mi mente se nublaba con tantas preguntas, tantos reproches y tantas sospechas que aquella irracionalidad me emborrachaba espiritualmente; tenía miedo de no ser tan diferente a ellos dos como yo pensaba.

Sentí alivio cuando el Francés terminó de hacer el último nudo.

—Tranquilo, muchacho, no estaba cargada —me dijo Pierre soltando una carcajada. Después se volvió hacia Palacios y le miró duramente—. Deberíamos descuartizar a este miserable y esparcir sus restos en el bosque para que las alimañas se lo coman.

—Te estás equivocando, Francés —el bibliotecario nos miraba alternativamente—. ¡No es lo que piensas!

—Ángelo te ha mandado que nos siguieras, ¿verdad?

—No, Francés, ¡nadie me ha mandado nada!

—¿Pretendes hacerme creer que no trabajas para Ángelo?

—¡Claro que no trabajo para Ángelo! —exclamó Palacios—. ¡Ayer estaba allí porque me amenazó con un par de matones el día anterior!, ¡quería que fuera!, ¡qué podía hacer, sino obedecer!

Unas lágrimas brotaron de los ojos de Palacios. A Pierre aquello le enfureció aún más.

—Pero ¿esto qué es? —el Francés se puso rojo de ira—. Has hecho dos cosas muy mal: primera, me mentiste cuando nos dijiste que no tenías ni idea de lo del tesoro del
poeta
, que solo pretendías ser en esta vida un ignorante amargado; y segunda, te has vendido al caballo perdedor confiando tu vida a ese asesino. ¡Eres un fisgón de pacotilla!

—¡No es verdad! —chilló Palacios—. ¡Si os he espiado era para estar seguro de que nadie os estaba siguiendo! ¡Quería asegurarme de que no nos vieran juntos! ¡Yo solo soy un funcionario! ¡No soy ningún criminal! ¡Créeme!

Se me hizo un nudo en la garganta. A Pierre le daba lo mismo. Me agarró del brazo y me empujó hacia delante.

—¿Y si dice la verdad? —le susurré al Francés mientras me obligaba a caminar hacia el coche.

—Calla —me contestó bajito.

—¡No puedes dejarme aquí atado! ¡Te estoy diciendo la verdad! ¡Créeme! ¡Francés! ¡Francés!

Yo seguía lentamente a Pierre por el camino. Escuchaba los alaridos de Palacios y se me ponía la carne de gallina. Su voz retumbaba, suplicante.

—¡No podéis hacerme esto! ¡Hijo!… Adiel, ¿verdad?… ¡Tu padre era mi amigo, nunca hubiese permitido esto! —el bibliotecario gritaba con todas sus fuerzas—. ¡Solo quería estar seguro de que no nos veían!, ¡solo quería estar seguro de que no nos veían! ¡Lo juro!

El Francés dio media vuelta y le miró fijamente. Se me antojaron horas, cuando solo habían pasado unos minutos desde que Pierre atara en un árbol a Palacios. Se acercó unos metros, los suficientes como para ver el rostro desencajado del bibliotecario.

—Habla —dijo Pierre.

El Francés puso su aliento en toda la nariz de Palacios. Este me miró inquieto y abatido.

—Cuando… cuando vinisteis a preguntarme…, el viernes pasado por el
poeta
…, os dije que lo único que sabía sobre…, sobre el tesoro…, era que había nombrado albacea a Donabella. —Al bibliotecario le temblaban la mandíbula, los mofletes y la frente—. No os dije to… todo lo que sabía.

—Continúa —dijo Pierre.

—No…, no…, no hay…, no hay ningún…, no hay ningún tesoro.

Creí ver una mezcla de asombro y asco en el rostro de Pierre. En el de Palacios la mezcla era de miedo y curiosidad. Yo miré incrédulo al Francés. De repente sentí cómo Pierre le daba un puñetazo en la cara al bibliotecario.

Un pequeño reguero de sangre cayó por su mejilla goteándole sobre la camisa.

—No, por lo menos no como lo entendemos normalmente…, dinero, alhajas, joyas, oro, o perlas…, o diamantes…, no hay nada de eso —suspiró Palacios ignorando el dolor—. El tesoro del
poeta
está compuesto de palabras…, me lo confió el padre Benito…, yo no sé nada más…, pero debéis buscar palabras… Ángelo lo sabe, y va detrás de esas palabras…, deben de ser muy valiosas…, muy valiosas.

Recordé la impresión que me dio la primera vez que vi al bibliotecario, su expresión siniestra, su virilidad. Toda esa impertinencia. Su rancia mirada aún guardaba rescoldos de muchas arrogancias.

Pierre lo volvió a mirar con cara de asco.

—Habla —le repitió.

—¿Cómo?

—Sé que no me has dicho todo lo que quiero saber. Habla.

Palacios entendió que no le convenía quedarse callado; prefería no poner a prueba la paciencia del Francés. Él mismo había dado a entender que quería revelarnos algo sobre el
poeta
. No tenía sentido que ahora nos ocultara información.

—Donabella vino a visitarme hace un mes. Estaba como loco. Buscaba con inquietud algo que perteneció al
poeta
.

—¿Qué buscaba? —inquirió Pierre.

—No lo sabía ni él. Bueno; buscaba las palabras…, él también lo llamaba el tesoro. Repetía una y otra vez que debía encontrarlo antes de que cayera en manos de quien no debiera.

—Pero —le pregunté yo—. ¿Dónde está él?, ¿sabes si está bien?

—No, lo siento —me contestó.

—Hay una cosa que no entiendo —dijo el Francés—, ¿qué interés tienes tú en todo esto?

Palacios se retorcía incómodo en el árbol.

—Esas palabras que conforman el tesoro…

—¿Sí? —dije tenso.

—¡Habla de una vez!…

—Esas palabras que conforman el tesoro incriminan a muchas personas que hicieron de la desgracia de unos el porvenir de otros durante la guerra y después de ella…

—… y entre esos que se aprovecharon como buitres buscando rapiña te encuentras tú, ¿no es cierto? —acertó a decir Pierre.

—Así es.

—Cuando decía que se había dedicado a recoger el mayor tesoro posible para las víctimas y sus familias no se refería a dinero, sino a información…, para que sea donada a las víctimas…, para redimir sus pecados, y ¿para que sea devuelto el honor a mi padre?

—Si esa información cae en manos de Ángelo, por ejemplo, podría utilizarla para extorsionar a mucha gente, incluido a ti —el Francés señaló a Palacios.

—Incluido a mí.

—Pero ¿por qué las cajitas? —pregunté contrariado al bibliotecario—, ¿por qué las llaves?, ¿por qué intentaron asesinarme?

—Yo no tengo todas las respuestas, Adiel. Supondrán que tú, al ser su hijo, heredarás su secreto de alguna manera. —Palacios me miró de modo extraño antes de terminar de contestarme—. Mucho me temo que si quieres salvar tu vida debes encontrar el tesoro antes que ellos.

El graznido siniestro de un cuervo revoloteando sobre nuestras cabezas hizo que los tres miráramos al cielo al mismo tiempo. El sol empezaba a convertir el oro pálido de la mañana en un resplandeciente y dorado viernes de mayo. Pierre sacó su navaja de la chaqueta y cortó las ataduras al bibliotecario.

—No intentes nunca jugármela —advirtió el Francés a Palacios—. No lo olvides.

El bibliotecario guardó lo mejor que pudo la compostura; se fue dando trompicones hasta el coche. Arrancó y se marchó a toda velocidad.

Un hombre estaba fumando una pipa, sentado en una sillita a la sombra de un limonero. Al vernos aparecer con el coche, se levantó y pasó por un pequeño barrizal, sin cuidado de no embarrarse las sandalias que llevaba. Cruzó los brazos y esperó a que nos apeáramos del Citroën.

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