Dulce estaba en La Capital, eso dijo su madre…, se fue con el señor Donabella…, había encontrado una colocación estupenda, unos meses en una conservera…, como oficiala de máquinas…, estará bien…, un buen trabajo…, pero tan lejos…, tan repentino todo…
Ella estaba contenta por su hija…, volverá con experiencia…, con ahorros…, aunque también estaba preocupada…, no escribía para contar cómo le iba…, ni unas letras…, nada…
OJOS CLAROS. NARIZ PEQUEÑA. LABIOS FINOS
Ahora era Pierre quien callaba. Me arrimé a él; despejó la mesa y colocó sobre esta un paño blanco y limpio. Dejó caer la fotografía.
—¿Dónde estará metido? —murmuró el Francés apoyando sus manos en el respaldo de una silla—. ¿Dónde estará?
—¿Donabella? —dije ingenuamente.
Pierre ignoró mi pregunta. Se sentó en una silla y yo hice lo propio en otra, a su lado.
—Veamos qué nos dice este regalito…
Acercó una lupa a la fotografía. Parecía que escudriñaba cada milímetro del papel. Yo, por mucho que me esforzaba, solo veía a tres jóvenes posando frente a una cámara, tres jóvenes sonrientes y despreocupados. Reconocí a un lozano Tito Donabella, a la izquierda de la imagen, con bastantes años menos y kilos de más, con los ojos semicerrados a causa de la luz del sol, la cabeza levemente ladeada y debajo de su aguileña nariz un bigotito ridículo. También reconocí al más serio de los tres personajes, el que se encontraba en posición de firme, a la derecha, con el hábito de cura sobre los hombros, con el gesto más forzado. Era el padre Benito, sus manos sostenían un pequeño palitroque tosco y mísero, raíz de regaliz probablemente.
—¿Reconoces al del centro? —me preguntó Pierre con la media sonrisa que era habitual en él.
Fingí prestar una atención exagerada en escrutar al individuo fotografiado, cuando realmente lo único que hacía era pasear las pestañas sobre la lupa una y otra vez.
—Apenas se le ve el perfil de la nariz, y una oreja…, está con la cabeza girada, mirando hacia detrás, como si alguien le hubiese llamado en ese momento…, parece sonreír…, se le ven los pómulos levantados y la comisura de los labios…
—¿Y no dices nada más?
—Bueno… —susurré—, podría ser cualquiera…, hasta tú mismo, ¿no?
El Francés me quitó la lupa de las manos y dio unos golpecitos en mi cabeza con el mango de la misma antes de lanzar un sopapo al vacío.
—¡Pero por Dios!, ¡si tú tienes su mismo cuerpo!, ¡sus mismos gestos! —chilló Pierre—. ¡Es el
poeta
!, ¡tu padre!
Le miré contrariado. Había intuido que se trataba de mi padre, pero no quise decirlo por miedo a equivocarme. Usando mi imaginación, y casi sin respirar, comparé a aquel hombre de la imagen que miraba sobre el hombro de Tito Donabella, al que apenas se le distinguía un cuerpo delgaducho y hambriento, con la imagen que tenía de mí mismo en primer plano. Resoplé cansado.
—Creo que tienes razón —dije.
—¡Qué duda cabe!
Pierre dejó un momento la lupa sobre la mesa.
—¿Nunca antes habías visto esta fotografía?
—Claro que no.
—Es extraño… ¿Por qué querría precisamente ahora Donabella que tú la tuvieses?, ¿para qué?, ¿qué quiere decir con esto?
Yo negaba con la cabeza. Empezaba a acostumbrarme a oír sus pensamientos, como si se le escaparan de la mente. A veces me sentía un inútil, confundía la realidad con los anhelos que guardaba en mis fantasías.
—El lugar…, ese lugar de la foto…, ¿dónde se encuentra?…, me es familiar…, muy familiar…, no sé…
Mi curiosidad acrecentó. Me acerqué a observar de nuevo la fotografía.
Detrás de los tres retratados un gran arco de medio punto se elevaba sobre una puerta con hermosos herrajes, semiabierta. Entre hojas de palmeras y olivos se encontraba, en el centro de una primera arquivolta, una gran arca repleta de animales, con Noé elevando los brazos al cielo en señal de gratitud a Dios. A izquierda y derecha de la figura, numerosos hombres y mujeres arrodillados mostraban arrepentimiento por los pecados que cometieron en el pasado y pedían clemencia por sus vidas. En la arquivolta inferior numerosas efigies amorfas se sucedían unas a otras, no sé decir si eran luciferinas o representaban el infierno, o al espíritu del hombre, pero eran trágicamente inhumanas. En ambas jambas, la de la derecha y la de la izquierda, cuatro figuras que, a pie enjuto, encarnaban a cuatro santos, profetas, o reyes, mecían, casi derruidos, a una picada piedra con forma de frondosa parra repleta de frutos.
Era una iglesia o una catedral, o un edificio religioso.
—¡Coge algo para picar! —exclamó de repente el Francés, envolviendo la fotografía en una servilleta—, ¡nos vamos!
—¿Adónde? —dije sorprendido.
Sonrió, seguramente encontraba mi desconcierto divertido o incluso inoportuno, porque no me contestó nada hasta que pasaron más de cinco minutos de carreras por mitad de la calle.
—A tomar un caro café en el hotel del conde Salzillo… —hablaba al mismo tiempo que fumaba y paraba un taxi—; puede que su excelencia esté como una cabra, pero no existe nadie en toda La Capital que sepa más de edificios, de arte, antigüedades, iglesias…
—¡O monedas!
—O monedas —rio.
Desde el mismo comienzo del día. Antes de que Pierre despertara mis ansias de aventura. Mucho antes…
El alma humana a veces se comporta como un perro rabioso que ataca y muerde a todo lo que se mueve. Infecta la rabia que lleva dentro. Si es amor, envenena amor. Si es rencor, rencor. Si es odio, contagia odio.
Me sentía rabioso e infectado de dolor, de odio, de amor, de tristeza. No podía dejar de pensar en Dulce. El hecho de saber que estaba en La Capital…
Desde el mismo comienzo del día no dejaba de pensar en ello.
Llevábamos más de una hora sentados en dos cómodas butacas al lado del pequeño mueble de fina madera con incrustaciones de nácar y pedrería. Esperábamos a que el noble hiciera acto de presencia, ya que, según decía el Francés, ningún día del año, ninguno, faltaba a su cita con el café de cuatro a cinco de la tarde; a no ser que estuviese enfermo, o metido en algún chanchullo. Sobre las cinco menos diez el pálido hombrecillo de ojos estrechos entró en la sala portando un paraguas muy elegante… abierto.
—Excelencia —el Francés se inclinó con exageración—, sería un honor que compartiera con nosotros unos minutos de su valioso tiempo.
El conde Salzillo abría y cerraba cómicamente el paraguas. Olía mucho peor que la última vez que le vimos.
—¿Por qué está salado, por qué tiene tanta sal el té? Por favor, ¿por qué tiene tanta sal?
Yo miraba sorprendido cómo las facciones del Francés se amoldaban a la locura del conde. Se puso a su misma altura y le quitó, casi sin rozarle, sin ningún tipo de violencia, inocentemente, el paraguas. Le miró a los ojos.
—Su excelencia es extraordinariamente distinguido…
—Por favor, ¿por qué hay tanta sal en el té?
—Su excelencia sería capaz de reconocer un Paul Cézanne de un Millet o de un Courbet con los ojos cerrados y la luz apagada…, ¡tal es su sapiencia!
—¿Por qué tan salado?
—Es tal la sabiduría de su excelencia que hasta los más reputados sabios del mundo se postran a sus pies…
—Sí…
—Excelencia, ¿nos podría ayudar en una discusión entre caballeros?
El conde cerró los ojos. Miré a Pierre y este pareció decirme que me quedara quieto. Fue entonces cuando su excelencia tropezó y se sentó en mis rodillas, dándome un susto de muerte. Se inclinó sobre mí, como si quisiera decirme algo y no pudiera. Volvió a levantarse.
—¿Y de qué trata esa discusión? Por favor, sí…, por favor…, una discusión.
Pierre sonrió.
—Ayer, en el transcurso de una cena entre caballeros de una asociación tan secreta que ni a su excelencia puedo revelar, se debatía quién era el hombre con más conocimientos sobre arquitectura, arte o historia de nuestro país. Yo dije que esa persona no podría ser otra que el conde Salzillo, naturalmente.
—Sí…, por favor…, sí.
—Dos de ellos secundaron mi propuesta con tal fervor que hasta yo mismo sentí una honda emoción. Pero uno de los más impertinentes, desalmados, incultos, soeces y chocarreros personajes que se pueda uno echar a la cara, tuvo el valor, ¡la insensatez!, de faltarle al respeto a su excelencia diciendo que no estaba de acuerdo con mi afirmación.
—Siga… ¿Por qué está salado, por qué tiene tanta sal el té? Por favor, ¿por qué tiene tanta sal?… Siga, siga, siga…
—El presidente de la asociación, hombre justo y honorable también, al ver cuán ofendido estaba yo, y decidido también a callar las bocas de todos los que se atrevieron a poner en duda las cualidades de su excelencia, me planteó que le propusiera, ¡a sabiendas de nuestra amistad!, resolver el enigma de la «fachada misteriosa». Yo, seguro que estaba, ¡y estoy!, de que para su excelencia no habrá enigma alguno, acepté realizar el encargo con la fe de haber actuado correctamente en pos de curar la ofensa de la cual, mi conde, ha sido injustamente objeto.
Me quedé pasmado. ¿Hacía falta tanto teatro? Al pobre conde Salzillo le brillaban los ojos gastados, como llameados por un halo de juventud. Sus descarnadas arrugas surcaban la seriedad de su rostro, de arriba abajo, sin dejar cuartilla de piel sin el color de la felicidad.
—¿Por qué?, por favor…, sigue, sigue…, sí…, sí…, ¿fachada misteriosa?…, ¿por qué está salado el té?…, sigue, sigue.
Pierre desarrugó la servilleta que envolvía la fotografía y la puso encima de la mesita.
—El enigma consiste en averiguar a qué edificio corresponde la fachada que se ve en esta fotografía. A qué iglesia, convento, monasterio… Hay que adivinar de qué lugar se trata…
Tras unos segundos en los que parecía que saldría corriendo, el conde empezó a proferir rítmicas risotadas contagiosas. Todo el café nos miraba.
—¿Por qué está tan salado el té?, por favor, ¿por qué hay tanta sal en el té?…, por favor…
—Excelencia, ¿el enigma?…, ¿la fachada misteriosa?
—Sí…, dígale al presidente que ese lugar es el pórtico de la iglesia del antiguo hospital castrense del Santo Job… del siglo XVI… en el barrio de la Alcurria, cerca de las ruinas romanas de la Villa… ¿Por qué está tan salado el té?, por favor, ¿por qué hay tanta sal en el té?…, por favor…
Al Francés se le iluminaron los carrillos.
—¡Claro! —exclamó—. ¡Por eso me sonaba tanto ese lugar! ¡Ahí es donde pasó una larga convalecencia tu padre —me dijo Pierre zarandeándome con energía—, justo antes de marcharse a Francia!
El conde Salzillo sonreía. Aquel hombre trastornado estaba contento de veras. Yo me sentía como si hubiese sido siempre amigo suyo. Me daban ganas de darle un abrazo y felicitarle con entusiasmo, como a un zagal al que le habían premiado por adivinar un acertijo en el colegio. En aquel momento se mordía las pocas uñas que podía roer, unas garras inexistentes, crispadas con la roña y la suciedad.
—Ha sido todo un placer, excelencia —Pierre utilizó un tono de serenísima gratitud—. Hoy mismo informaré al presidente de tan prestigiosa asociación nuestra victoria sobre los incautos y facinerosos malhablados.
El conde hizo una exagerada reverencia. El Francés y yo le devolvimos el saludo con el piadoso respeto que merecía. Nos dimos la vuelta para irnos del local. Su excelencia me golpeó con el paraguas en el hombro; unos toquecitos de atención.
—¿Qué es mejor: un buen corazón, una buena fortuna, o una buena amante? —me preguntó.
Recordé la pregunta. Y la respuesta correcta.
—Lo mejor es saber que nada es lo mejor, excelencia.
Aquella noche el Francés tenía visita en casa. Risas y más risas sonaban a las tantas de la noche. Yo quedé recluido en mi habitación, como un preso al que no dejaban salir de su celda. Cené un poco de pan con mantequilla y queso leyendo un libro sobre mariposas que había encontrado en un cajón. Dejé que el tiempo me acunara entre sus brazos y al poco quedé profundamente dormido.
Debían de ser poco más de las cuatro de la mañana. Un llanto lastimoso, casi imperceptible, me despertó. Miré a mi alrededor, aún medio adormilado. La noche era cálida, luminosa y espléndida. Por la ventana, el reflejo de la luna conseguía que no hiciese falta encender ninguna luz para poder ver con suficiente claridad. Me puse las zapatillas y decidí ir en busca de ese ruido.
Bajé lentamente las escaleras; en ese momento mi curiosidad, lejos de verse disminuida por la penumbra de aquel interminable corredor, se acrecentó con las confusas sombras que veía proyectarse a lo largo del pasillo. Los quejidos tristes se oían ahora más nítidamente. Provenían del salón, justo al final de la enorme mesa. Era el sollozo de una mujer…, o de un niño…, o de un gato en celo.
Por suerte allí tampoco estaban las cortinas echadas, por lo que la claridad de la noche hacía las veces de candil y sereno. Me quedé a cinco metros de donde se oía el murmullo. Era una voz de mujer. Di un paso más y lo que parecía una negrura amorfa e irreal se convirtió en un cuerpo rosado, desnudo, hecho un ovillo, de espaldas y sentado encima del mueble.
Me quedé parado sin saber qué hacer. Querría no haber bajado y no haber tenido la insensatez de ser valiente. Contuve la respiración. Nada es más ruidoso que el silencio del miedo. El cuerpo rosado enmudeció de repente… y se irguió, dándose la vuelta.
Era una mujer bellísima, quizá lo es más en mis recuerdos que lo fue en realidad, pero el candor que desprendían sus ojos me hicieron contemplar la verdadera belleza por primera vez. Su cabello era rizado, corto y no sabría decir si pelirrojo o castaño; le cubría parte del rostro y aparentaba estar mojado desde hacía poco tiempo. Sus pechos exhibían la rosada pulpa del deseo, dos perfectas areolas carnosas y puntiagudas. Su carne era firme y blanca, muy blanca.
Nunca había visto a una mujer desnuda. Jamás. Ni siquiera en los recortables que alguna vez circularon por el pueblo de mano en mano.
La mujer se me acercó, despacio, sin pensarlo, debido quizá a la inocencia que alcanzó a ver en mi mirada. Era mucho mayor que yo, pero joven como una rosa en eclosión. Me sonrió, y tapó mis ganas de hablar con otra sonrisa, y otra, y otra. Entonces sonreí yo, como un tonto.
Ella me cogió una mano y se acarició con la yema de mis dedos su pelo, su cara, su cuello. Sentí crecer en mí el deseo, vaciarse el alma. Me agarró la otra mano con dulzura y la puso sobre su cadera. No podía dejar de mirarla. Ojos claros. Nariz pequeña. Labios finos.