—Yo nunca odiaré a mi padre —le interrumpí—. Nunca podré odiarlo porque no lo conocí.
—Di mejor que nunca lo admitirías, que nunca serías capaz de reconocer que sientes odio por un ser querido.
—Si sintiera odio por un ser querido, no sería un ser querido, sería un ser odiado.
Pierre surgió de entre el humo del tabaco como una aparición, me señaló con el cigarro encendido, muy serio, agarró una pequeña china del suelo, me la tiró a los pies y meneo una y otra vez la cabeza riendo a carcajadas. Su risa era contagiosa.
—¡No te enfades, Adiel! —dijo—. ¡Borra esa expresión de tu cara! ¡No odias a tu padre! ¡Me has convencido!
Las palabras del Francés tenían un marcado tono de burla.
—¿Cómo podrías odiar a alguien que no has conocido?, ¡tienes razón!, tienes razón…
Ya hacía rato que notaba en los huesos un frío húmedo, el propio para pillar una buena pulmonía. No se oía otra cosa que el ruido de la tormenta, los truenos y el eco sordo de las patadas del aguacero en el tejado. La lluvia avanzaba a rachas, casi a tientas, unas veces golpeaba de levante y otras de poniente. En algunos momentos nos dejaba respirar con tímidos descansos, apenas segundos de suaves descansos.
—Tengo mucho frío —dije—. Estoy calado.
Pierre apagó el cigarrillo que tenía entre los dedos en un charco de agua. Me dirigió una de sus medias sonrisas antes de levantarse de donde estaba y de hablarme con voz tranquila, casi amable:
—Sí, será mejor que intentemos llegar al coche e ir a casa a ponernos ropa seca. No es buena idea esperar a que salga el sol, ¿verdad?
—No, no lo es —dije tiritando de frío.
Las dos bestias del establo resoplaban turbadas, posiblemente por nuestra compañía.
—Morir de frío… —dijo el Francés a modo de preludio—. Es una manera horrible de morir, pero…, aunque parezca mentira, no es una muerte dolorosa, ni cruel.
Mientras le contemplaba, en una especie de gozo por lo absurdo, Pierre se afanaba en hablar con la suavidad suficiente y justa para impresionarme. Sus ojos marrones parecían brillar con el frío que le aprisionaba; los cuarteados labios se movían levantándose de entre sus propias palabras; las gotas de agua que caían de su frente se estrellaban sin oposición en la nariz. Le había oído hablar tantas veces, y a la vez tan pocas, que no era ninguna novedad para mí el no saber qué quería o qué pretendía decirme. Al Francés no le importaba parlotear sobre lo diáfano del ser humano, del sufrimiento, o de la muerte. Me hizo un gesto de fastidio, como si supiera lo que estaba pensando, y continuó explicándome lo indecoroso que era morirse de frío.
—Al principio aparecen dificultades para razonar, así como confusión y desconcierto. Poco después desaparecen totalmente los reflejos, y las pupilas se dilatan de manera que el iris queda inmóvil, inerte. Enseguida un sopor profundo te hace perder la conciencia, la sensibilidad…, la capacidad del movimiento. Y, por último, si no se pone rápidamente remedio, el corazón fatalmente se detiene…
Creo que emití un gruñido que tanto podía expresar malestar como asombro. Pierre abrió los ojos lo máximo que pudo y rompió a reír. Aliviado, yo también reí.
—A la de tres salimos corriendo, sin parar hasta llegar al coche —propuso el Francés en mitad del estruendo que produjo un trueno—. ¿Preparado?
—Sí —contesté, hundiéndome hasta las cejas una gorra de lana y abotonándome hasta el último de los cierres de la chaqueta.
El Francés se dispuso en el borde del establo, con media cabeza al descubierto.
—¡A la de una!…, ¡a la de dos!… —Pierre salió corriendo trastabillado antes de terminar de contar—… ¡A la de tres!
Empecé a correr a un ritmo bastante rápido por detrás del Francés, que, a pesar de su cojera, conseguía mantenerse por delante de mí sin ningún esfuerzo. Veíamos moverse al son del viento y la lluvia una ringlera de naranjos dispuestos de dos en dos, pareándose en igualdad de tamaño y ramaje. El barro empezaba a colarse por los dobladillos de los pantalones y el agua nos golpeaba en el rostro sin piedad. Corríamos como alma que lleva el diablo, braceando a destiempo y jadeando con brío a causa del esfuerzo.
El porche lo teníamos enfrente. La penumbra de la lluvia nos impedía ver con claridad más allá de unos pocos pasos, pero después del porche se encontraría la sillita, el limonero, su sombra, el barrizal, y a cinco metros nuestro coche. Al mismo tiempo que nosotros, por el cielo corrían nubes negras que lloraban a mares, llenando todo el campo de un lodo interminable y espeso. Pierre se paró un segundo a respirar, apretándose los riñones con fuerza antes de subir los dos escalones que nos llevaban al porche de la entrada de ese huerto gastado de naranjos anegados.
Todo se paró. De pronto, todo se paró.
Yo solo pude ver cómo la silueta de alguien, una silueta tenebrosa y rodeada de miedo, surgió de la nada, estrellando contra la cabeza del Francés una especie de pala que aferraba en alguna parte…, dejándole tirado, en un suelo sucio.
Di un grito ahogado.
Quedé hipnotizado, seducido por la sangre de Pierre que se mezclaba con el eco de la lluvia, y con la tierra y el agua. El aguacero, al contrario de lo que pensó en un principio el Francés, había decidido perpetuarse durante una eternidad. Ahora el agua caía con tal virulencia que apenas se podía distinguir a un palmo de distancia. Intenté moverme, correr, saltar, hacer algo, pero estaba confundido, y cuando me quise dar cuenta ya no podía hacer nada. Cubrieron mi ojos, taparon mi boca, ataron mis manos y me introdujeron en el maletero de un coche.
Empecé a rezar…, no quería morir de frío.
—Tranquilo. No te pasará nada.
Su voz me era familiar.
—Solo haz lo que ellos te pidan.
Esa voz de mujer.
—Cuando me vaya puedes quitarte la cinta de los ojos.
La misma voz de mujer.
—Descansa.
La cerradura crujió al cerrarse la puerta. Me encontraba dentro de una habitación totalmente a oscuras, sin ventanas. Me habían secado y cambiado de ropa, aunque en ningún momento habían permitido que me quitara la venda de los ojos.
Me acurruqué en un rincón. No podía dormir, no podía descansar. La lluvia golpeaba estrepitosamente en mi cabeza. La risa descontrolada del Francés retumbaba en la habitación. No podía quitarme de encima la imagen de esa sangre mezclada con el barro, en el suelo, al lado del cuerpo inmóvil. Me estaba volviendo loco; estaba loco de miedo.
Intenté controlarme y llorar para aliviar un poco la tensión que me comprimía. Distraje la atención acogiendo para mis nostalgias cualquier ruido que pudiese escuchar. Normalmente disfrutaba durmiendo con la ventana abierta, así las cantinelas de la intemperie me acompañaban durante mis horas de sueño. Hice lo mismo. Intenté abrir una ventana en mi soledad para dejar que se colaran esas coplas inoportunas de la calle.
Cerré los ojos y escuché esas coplas inoportunas de la calle.
Lo primero que oí fue al tranvía rodar muy cerca de donde estaba, casi pude sentir a mi lado los raíles calientes temblando al pasar. Los coches en la carretera apenas hacían ruido, escondidos en la lejanía, un leve susurro. Se escuchaban pasos, unos pasos sordos, ahogados, como los de una persona mayor o enferma. Después alguien reía en un lugar indeterminado de ese mismo edificio. Un vaso caía al suelo. Un niño lloraba. Alguien corría, se acercaba a la puerta, podía incluso sentir cómo apoyaba la cabeza en la pared intentando escuchar mi respiración asustada.
Extrañamente, no me sentía débil o incapaz de tomar decisiones. Tenía el convencimiento de que no había solución posible, y eso, por raro que parezca, me tranquilizaba. En aquel momento de confusión opinaba que la lucha sería inútil e innecesaria si probaba a creer en una justa por la que luchar. Consideraba que debía abandonarme, en cuanto pudiera, a los placeres de la ignorancia, a la blasfemia de una humanidad escéptica que miraría siempre al lado de lo absurdo. Me abandonaría a la felicidad barata, a esa que no atiende a razones del alma ni que sufre de desamor.
Me haría mudo, sin silencios.
MÍA
Me desperté a las seis de la mañana con el paladar reseco y un sabor acre de incertidumbre en mis pensamientos. Lo primero que hice fue asegurarme de que no había sido una pesadilla. Miré a mi alrededor y pude comprobar la oscuridad asfixiante de las cuatro paredes opacas y huérfanas de ventanas. No, no había sido ningún mal sueño. Ahora estaba seguro. El Francés había quedado el día anterior en mitad de aquellos naranjos con el rostro cubierto de sangre. Con lluvia que acariciaba con alevosía su cuerpo tirado en el barro. Fue una tarde donde los truenos rugieron en el cielo sin compasión. Ahora no había ruidos ni sigilosas medias sonrisas, ahora me encontraba solo…, solo ante una nada demasiado extraña.
—Ponte contra la pared y cierra los ojos. No hagas ninguna tontería y no te pasará nada malo. —Un hombre me hablaba desde algún lugar indeterminado de la habitación. Sonaba a hueco, como si tuviese metida la voz en un cubo de metal. No había escuchado abrirse ninguna puerta—. Tienes mucha suerte de estar todavía vivo.
—¿Y Pierre? —atiné a preguntar mientras alguien me vendaba los ojos y me maniataba—. ¿Cómo está Pierre?
—¿El Francés?, ¿te refieres a ese cojo despreciable?
Quedé en silencio. No le contestaría a eso. Sentía la risa satisfecha de su aliento en mi cogote.
—Espero que esté bien muerto.
Me costaba andar con las manos atadas a la espalda y sin ver nada. Sentía el contacto de una falda en mi piel. Estiraba los dedos y con la punta de los mismos intentaba descifrar ese bamboleo de imaginación que me tenía confundido.
—Estate quieto aquí. No te muevas a no ser que quieras que te pegue un puñetazo en el estómago.
Me sentaron en un lugar frío que parecía estar encerado. Percibí un repentino calor en la cara que hizo que cerrara aún más los párpados de lo que ya los tenía. Me quemaba incluso la venda que los aprisionaba.
—Quitadle la cinta de los ojos —esa voz de mujer; esa voz que tanto me sonaba era quien mandaba allí—. No le atosiguéis demasiado. Dejad que el muchacho pueda respirar con tranquilidad.
Poco a poco pude diferenciar las sombras que ocupaban aquella sala. Al fondo veía un lustroso borde de cenicientos cuerpos, como auras campeando sobre un montón de bultos nerviosos. En realidad, solo podía distinguir con claridad un amplio candelabro de latón en el suelo y un gran foco de luz amarillenta martirizándome con su calor, ambos enfrente de mí.
—Eres un chico muy valiente —comentó la mujer—. Yo he visto hombres mucho más rudos que tú derrumbarse con bastante menos.
Agazapado como un conejo en una madriguera de zorros, pasaba del miedo al nerviosismo, y del nerviosismo a la rabia en un solo segundo.
—¿Quién eres? —pregunté—, ¿dónde estoy?
—Soy quien ves que soy, y estás donde ves que estás —me contestó—. Nada más soy y nada más seré…, si necesitas llamarme de alguna manera, llámame Mía, es como lo hacía mi madre cuando yo era pequeña…
—Yo solo veo sombras…, y una luz que me deja ciego…
Mis labios se movían sin querer.
—¿Por qué? —dije sin hacer caso a mi miedo.
—¿Por qué?… ¿Por qué qué?
—¿Por qué estoy aquí ahora?, ¿por qué todo esto?
Podía oír el tremendo latido de mi propia sangre. La mujer alargó su brazo y vi parte de su mano extendida salir de la oscuridad que la tenía oculta.
—Porque me eres útil y… eres hijo de quien eres…
La voz de Mía denotaba seguridad. Mi rostro, nerviosismo.
—Te puedo asegurar que no quiero hacerte daño, pero eres demasiado valioso como para no ser demasiado peligroso para mucha gente —dijo al mismo tiempo que la luz del foco empezó a parpadear—. Quiero ayudarte…
—¿Ayudarme? —la interrumpí—, ¡habéis matado a Pierre!, ¡a la única persona que consideraba un amigo! —Me incliné hacia la derecha huyendo de la molesta luz—. ¡No quiero la ayuda de nadie!, ¿se enteran?…, ¡ni… ni… ni… ni siquiera sé qué hago buscando un tesor… un tesoro que no existe!
—Nadie ha hablado de ningún tesoro…
—¡Todo el mundo habla de ese tesoro!…, ¡un tesoro que realmente no se sabe si existe!
—No levantes la voz… No seas maleducado ni estúpido, solo pretendo ayudarte.
—¡No quiero su ayuda! ¡Solo quiero volver a mi casa y seguir con la vida que llevaba antes!
Una ráfaga de viento surgió de la nada, como si mis palabras hubiesen desatado una tormenta en mitad de la sala.
—No deberías levantar la voz en mi casa. La próxima vez no seré tan comprensiva y mandaré que te cuelguen de los tobillos con dos ganchos de acero. Igual de esa manera logras comprender que no tienes elección. Que no eres dueño de tu destino —la mujer endureció el tono de su voz—. ¿Lo has entendido?, ¿seguirás siendo ese hombretón educado e inteligente?
Claro que no entendía nada. No entendí nada desde el principio de toda esta historia.
—Lo he entendido —dije entre dientes—. Seguiré siendo ese hombretón educado e inteligente.
Ahora el tono de Mía sonaba orgulloso.
—Así me gusta. Quizá te interese saber que no soy tan estúpida como para enfrentarme a tu destino. Soy una mujer supersticiosa, y creo en la fatalidad más que en ninguna otra cosa. No te haría daño…, si no me provocas.
—No lo haré —dije.
Hubo un incómodo silencio que pareció durar una eternidad. Un escalofrío recorrió toda mi espalda. Crujieron cada una de mis vértebras.
—¡Está bien! —dijo al fin Mía—. No quiero perder el tiempo en explicaciones innecesarias. Te diré todo lo que necesitas saber para que puedas seguir con la vida que llevabas antes lo más pronto posible…, tal y como deseas.
Al igual que se sueña despierto, y se tienen pesadillas con los ojos abiertos, también se puede llorar con el rostro inmóvil y dormido, dejando corretear una lágrima parca y ardiente por la mejilla. Aquella luz, en aquella sala fría, con aquellos sonidos huecos, aquella voz de mujer que ya no quería escuchar, aquellas palabras. Quería estar atento a lo que me decía pero me era muy difícil, ya que no solo eran las imágenes o los sonidos de todo lo que me había ocurrido desde que Paulo cruzara las puertas de la joyería lo que regresaba a mi conciencia, sino que también le acompañaban las emociones, las sensaciones, las pérdidas, y los duelos de mi alma, haciendo que volviese a sentir los mismos miedos que cada momento habían inflamado mi ser.