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Authors: José Antonio Castro Cebrián

Tags: #Intriga

El cementerio de la alegría (17 page)

BOOK: El cementerio de la alegría
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Yo estaba hipnotizado y no me importaba caer en la muerte del dulce prensil de unos labios ardientes. Me quitó la ropa y se acercó aún más, apretándose contra mi cuerpo, clavando sus senos en mi pecho, y sintiendo el calor de la lujuria y el deseo. Juntos nos dejamos caer en la mesa, aún sin besarnos ni pronunciar palabra alguna. Solo estábamos los dos…, solos, desolados en una incierta vergüenza.

Empezó a besarme en la frente, pequeños sorbitos que me supieron a almíbar de dioses. Cerré los ojos con la esperanza de raptar ese momento para mis sueños, para la eternidad. Su boca fue bajando hasta la mía, y sus manos reptaron al encuentro de mi espalda. Rodamos por la mesa abrazados, aturdidos por la saliva del pecado… Caímos al suelo y seguimos rodando, sin percatarnos de que ya no había freno, ceñidos en un solo aliento, moviendo nuestra locura por toda la habitación.

Ya no había freno.

Abrí los ojos y aún estaba allí tendido, junto a ella. Nos habíamos quedado dormidos en mitad del salón. Por la ventana ya despertaban algunos rayos que pronto anunciarían un nuevo día. Permanecí unos minutos más tumbado, con su brazo encima de mi muslo y el tímido calor de su respiración en mi hombro. Sentía paz.

Me levanté con cuidado. Estaba confuso, pero sentía paz.

Al vestirme y volver sobre mis pasos, la mujer de ojos claros, nariz pequeña, labios finos, se despertó. Se desperezó y me miró indiferente, como si no hubiese pasado nada entre nosotros dos hacía un rato.

—¡Oye! —dijo seria.

—¿Sí? —contesté confuso.

—De lo que ha pasado aquí esta noche entre tú y yo nadie debe saber nada. —Se enrolló en una sábana polvorienta y se levantó del suelo—. Si mi marido se enterase te mataría…, y luego…, luego me cortaría a mí en pedacitos.

Un jarro de agua fría cayó sobre mi alma. La ausencia de ternura que ahora mostraba me hizo ver la estupidez que acababa de cometer. Aparte de la piel fría, y los huesos húmedos a causa de la desnudez sobre el suelo, noté cómo los remordimientos cavaban dentro de mi espíritu, sin piedad. Por un instante había creído sentir el amor… Inocentemente lo confundí con el deseo…, pensé en mi primer poema de enamorado…, y pensé en mi dulce Dulce.

—¿Tu marido?

—Sí, claro —me contestó burlona, como si fuera la pregunta más estúpida del mundo—, mi marido, ¿por qué crees entonces que estoy aquí?

—Tu marido… —no lograba comprender.

—Sí —repitió—, mi marido…, Pierre, el Francés…

12

UN REVÓLVER

A él no le gustaba considerarse un hombre culto ni instruido. Se mofaba de los que caminaban por la calle portando entre sus pasos miles de horas de opaca luz de bibliotecas. La astucia, el ingenio, la intuición o la habilidad eran las únicas cualidades que, según Pierre, hacían que un hombre fuese más valioso que otro.

—Presta atención, Adiel —me dijo el Francés, quitando una mano del volante y poniéndola en mi hombro izquierdo—. Tito Donabella no te dio esa fotografía para que tuvieses un recuerdo de él. Lo hizo por alguna razón en particular. Sabía que tarde o temprano volverías a la joyería…, y también sabe que estás conmigo. Sin duda alguna, él tiene todas las respuestas. —Aparcamos el Citroën detrás del antiguo hospital castrense—. No sabemos nada, pero el no saber nada también nos da cierta ventaja sobre todo. Nos procura toda la desconfianza, el recelo y la incertidumbre que nos hace falta en este asunto.

Pierre se volvió del todo hacia mí.

—¿Te ocurre algo, muchacho? Llevas todo el día con la cara desencajada.

El despertar de un tímido sol me hizo espabilar.

—Me duele un poco la tripa. Eso es todo.

—¿Y esos dolores de tripa no tienen nada que ver con dormir poco?

—¿Por qué dices eso? —pregunté un tanto cohibido por la posible respuesta.

Era como si lo hubiera estado esperando. Experimenté un vértigo arrollador. Todo me parecía especialmente oscuro, penumbroso; sentado en el flamante coche al lado del que podría ser mi verdugo, o mi salvador, o mi amigo.

—Esta mañana has conocido a Clarisse, ¿no?

—¿Clarisse?

—¡Adiel! —exclamó Pierre—. ¡A mi mujer! ¡Ella me ha contado que te diste un susto de muerte…, que te quedaste turulato al verla tirada en el suelo del salón esta madrugada, medio dormida!

Mi primera reacción fue la de querer abrir la puerta y salir corriendo calle abajo, pero intuí que poco recorrido tendrían mis zancadas si el Francés sospechaba realmente algo. Tragué lo mejor que pude la saliva que se apelmazaba en mi garganta.

—Es verdad, había olvidado decírtelo. ¿Dónde está ahora?

Pierre se acercó todavía más, inclinado hacia delante. El aliento que exhalaba era tan caliente que el vaho parecía desquebrajar en dos las palabras recias que salían de su boca, casi recitadas.

—Se ha vuelto a ir. Siempre hace lo mismo. Aparece, reímos un rato, discutimos otro, ella se aparta de mí, y se va. Anoche no fue distinta a otras y no quiso subir conmigo a la habitación. No creo que vuelva a aparecer en mucho tiempo.

El Francés permaneció silencioso mientras me miraba fijamente. De alguna manera esperaba la compasión de ese silencio. Abrió la puerta del coche, estiró por los fondos su traje y quedó de pie, recto, a la espera de que yo hiciese lo mismo.

—El talento —me dijo—, el talento es lo más importante. La astucia, el ingenio, la intuición y la habilidad se convierten en algo muy valioso en las manos de un talentoso. Recuérdalo cuando estés dentro de este hospital. —Me dio un pequeño cachete en la cara—. ¿Vamos?

Cuando entramos por el zaguán, las campanas de la iglesia marcaban las cinco de la tarde. El viejo hospital castrense se caía a pedazos. El olor agrio de la vetustez cabalgaba a sus anchas por cada uno de los pasillos.

El Francés se colocó delante de la ventanilla de enfermería con una amplia sonrisa, inocente.

—Buenos días, hermana.

—Buenos días —contestó desde detrás de un montón de papeles una monja muy mayor.

—La madre María…, la abadesa de las carmelitas de Zaragoza, os manda un cariñoso y cálido abrazo.

La religiosa tenía la cara más arrugada que nunca había visto. De los amplios surcos de su rostro caían gotas de un sudor amarillento. El hábito que escondía detrás del delantal cabrioleaba al compás de un tembleque involuntario que la anciana tenía en todo su cuerpo. La mujer dejó el puñado de documentos que llevaba entre manos encima de otro montón de papeles, y fijó el iris casi blanco de sus ojos en los marrones del Francés.

—Priora —dijo la monja—. Querrá decir la priora del convento. Según la regla de la orden del Carmen será una priora la preferida para ser la prelada, elegida por consentimiento unánime o de la mayor y más sana parte de las hermanas y a la que cada una de ellas prometerá obediencia…; será ella quien dará ejemplo del compromiso de vivir en obsequio de Cristo, de expresar el ideal contemplativo con el que deben existir… Una priora, no una abadesa.

El Francés mantuvo la sonrisa. La cicatriz del labio empezó a colorearse de un pálido rosa a causa de la mueca forzada. La monja parecía no percatarse de mi presencia.

—Tiene usted razón, hermana, debe disculpar mi torpeza —dijo Pierre—, sor María, en su humildad, siempre está corrigiendo y ayudándome…, desde que era un niño no puedo evitar confundir el significado de algunas palabras y olvidar los nombres de muchas otras…, es como una enfermedad…

Las paredes, viejísimas, parecían pintadas de lamentos. Al fondo, en el clareo de una habitación que se divisaba a lo lejos, el cacareo de unos niños jugando contrastaba con el silencio que se podía oler en todo el hospital.

—Como le decía…, la priora María os manda un saludo cariñoso y cálido, y me pide que os diga que nunca olvidará lo que por su familia se hizo en este hospital.

Miré a la anciana con la prudencia suficiente como para no ser mirado. El arrugado entrecejo dejó de estar arrugado, unas puntiagudas cejas pobladas y canosas se cegaron dentro de mis propios reojos. No entendía muy bien adónde quería llegar el Francés con toda esa burda historia de la priora o abadesa del convento de las carmelitas. Aún conseguía mantener esa sonrisa postiza.

—¿Y qué es lo que no olvidará? —preguntó recelosa la monja.

—Aquí cuidaron a su hermano de una enfermedad muy grave de la que nunca se recuperó. Fueron años muy dolorosos para ella. Después de la guerra había decaído tanto el amor a Dios y a su hijo Jesús que costaba creer en la humanidad y en lo bueno. El pobre hermano de sor María encontró en estas paredes algo más que el alivio a sus males, encontró la fe que creía perdida en tantas malas vidas.

El solitario pasillo donde estábamos y la miserable penumbra de las habitaciones que asomaban a cada lado del corredor eran, de alguna manera, estancias encantadas, donde la anciana monjita vigilaba cada uno de nuestros movimientos, y donde el tiempo parecía sustentarse en la nada.

—Tengo que decirle, señor, que yo por aquella época no servía en este hospital. Y también, como sabrá, esta no es una institución religiosa, sino castrense…, aunque haya entre sus enfermos mujeres y civiles.

—Pero el peso de todo el trabajo recae sobre vuestra orden, ¿no?; con el sustento de la fe y el amor al prójimo —el Francés enarcó las cejas.

—Ya. Pero seguro que no habréis venido hasta aquí, en este preciso momento, solo para reconocer nuestro trabajo, ni nuestra fe…, ni para hacer de telegrama andante de la priora del convento de las carmelitas de Zaragoza.

La pequeña monja le devolvió la sonrisa al Francés. Metió sus dos manos en los bolsillos del hábito, levantando para ello el blanco delantal. Se puso a mi altura, posando una de sus temblorosas miradas cariñosamente por mi rostro.

—En efecto, hermana.

—¿Y qué es lo que merece tanto misterio?

—Debemos encontrar al hermano de la priora, o a algún documento o pista que nos lleve hasta su paradero. No sabemos nada de él desde hace unos meses, y eso le está quitando la vida a sor María.

Me preguntaba si el Francés estaba improvisando o realmente tenía decidido lo que iba a decir y hacer. Su cara se volvió de repente ceniza y apagada. La boca apenas se movía y los ojos se humedecieron con las excusas propias de la pena. Antes de volver a decir nada, suspiró como ahogado en el recuerdo.

—Hace unos días nos llegó esta fotografía de él, de cuando era joven. Está a las puertas de la iglesia de este hospital… Sor María le reconoció enseguida. No sabemos quién la trajo, ni quién la mandó, pero pensamos que algo tiene que significar.

La monjita se puso unos quevedos que sacó de algún lugar de su mandil. Agarró la fotografía y señaló al padre Benito casi en el mismo instante en el que tocó el papel.

—Este sacerdote…, está mucho más joven…, pero es él…, es el padre Benito —dijo pausadamente—. ¿Quién de los otros dos es el hermano de sor María?

—El que está de frente, a la izquierda —respondió Pierre—. El hombre que se ve de perfil no sabemos quién es, suponemos que un amigo.

—No reconozco a ninguno de los dos. Desde luego en estos últimos diez años no han estado aquí. Me encargo personalmente de dar entrada y salida a cada uno de los enfermos que ingresan.

Un camillero, empujando una pesada cama vacía, nos sobresaltó al salir de improviso de la habitación más próxima a nosotros. Las ruedas giraban en el suelo, huecas, produciendo un ruido seco y molesto que resonaba detrás de nuestras orejas.

Tras perderse el sanitario por el pasillo y recobrar la serenidad, Pierre preguntó a la monja por el padre Benito.

—¿Conoce usted al sacerdote de la foto?

—Fue el párroco de esta iglesia durante el primer lustro que estuve aquí. Un hombre justo y bueno. Pero hace mucho, demasiado tiempo, que no sé nada de él.

—Seguro que está bien —deseé casi sin pensar. Las palabras bulleron de mi boca con el recuerdo del sacerdote abatido en la cocina de la sacristía rodeado de su propia sangre—. No se preocupe por él.

El Francés me miró sorprendido. Detrás del cobrizo matiz de su mirada, bajo la invisible soberbia que siempre portaba entre sus gestos, Pierre pareció estar satisfecho por mis primeras palabras. A la serenidad con la que la inevitable experiencia le hacía convivir, no le venía nada mal unos instantes de descanso.

—Me pregunto, hermana, si nos dejaría visitar a los enfermos que están ingresados en el hospital por si el hermano de sor María estuviese aquí —dijo Pierre.

—Disponemos de registro de entrada. Si él está, habrá quedado anotada su admisión. ¿Cómo dice que se llama?

—Guillermo Terán —mintió—. Pero es muy posible que utilice un alias: Donabella, Tito Donabella.

—No recuerdo a ninguno que se llame así. No, seguro que no…

—Pero, de todas formas, nos gustaría comprobarlo. Es probable que diese otro nombre, ¿no le parece?

La monjita nos miró por encima de los vidrios. Primero oteó al Francés, que fue quien formuló la pregunta, y después a mí. Aún tenía entre sus manos la fotografía.

—Solo tenemos a veinte personas ingresadas. Todas están en aquella ala —dijo señalando al final del largo pasillo—. Ellos agradecerán la visita.

La monja nos devolvió la fotografía; sin decir una sola palabra más, recogió del mostrador los documentos que dejó posados encima del otro montón de papeles y se marchó en sentido contrario a donde teníamos que ir.

Las estancias estaban bien ventiladas y limpias. Una resplandeciente luz proveniente de las ventanas se reflejaba contra el mármol gastado del suelo, haciendo que el blanco cenizo de las paredes se tornara azul celeste a causa del fulgor. En la primera de las cuatro habitaciones había cinco camas, todas ocupadas por ancianos quejumbrosos y medio cadáveres con la obstinada muerte pegada en sus labios. Pierre se acercó a cada uno de ellos y los examinó con pasmoso detenimiento. A todos les enseñó la fotografía, con la esperanza de que alguno pudiera decir algo coherente al respecto. Nadie parecía tener respuestas.

En las otras tres habitaciones no nos fue mucho mejor. Allí no había enfermos. Más bien descansaban cuerpos a la espera de su última etapa, sin nada ya que decir o hacer en este mundo. Era un hospital donde el vacío estaba completamente a solas, con la callada desesperación de los que esperan la locura total, o la muerte incierta. Enfermos sin cura. Apesadumbrados con la lozana losa de la condena, sin remedio ni piedad.

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