El cementerio de la alegría (36 page)

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Authors: José Antonio Castro Cebrián

Tags: #Intriga

BOOK: El cementerio de la alegría
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—¿Y tiene eso importancia?

—Según se mire…

El cocinero se dio la vuelta y me miró intrigado.

—Apareció por la mañana, después del incendio —le dije.

—¿Y?

—Casi nos morimos achicharrados por la noche…, cuando aparece él, como de la nada…

De tener un cuchillo, Fred me hubiese cortado en dos.

—¿Y?

—Era muy temprano para ir al hospital…

—Para Tortosa nunca es temprano —dijo el cocinero notablemente irritado.

—No quiero que me malinterpretes. Solo estamos hablando…

—Entonces, ¿por qué has dicho: según se mire? —me interrogó.

Me hundí en una especie de niebla emocional, en un silencio mudo y doloroso. Caí en la cuenta de que los celos que veía en Fred no significaban que estos me procurarían la irrefutable ventaja sobre las emociones del cocinero. Debía andar con pies de plomo.

—No sé por qué lo he dicho… —dije—. Supongo que he contestado inconscientemente a tu pregunta.

—¡A mi pregunta! —exclamó—, ¿qué pregunta?

—Dijiste que no sabías cómo alguien podía ser tan necio, ¿recuerdas?… Si lo creemos necio no es importante las veces que haya ido Tortosa al hospital después de aquel sábado, ya que del ignorante y del imprudente se puede esperar cualquier cosa. Pero si por el contrario no lo consideramos como tal, una visita suya al hospital, a cualquier hora de la mañana, puede ser por algo muy importante…, o no.

La respuesta de Fred a mi contestación me tuvo con los ojos cerrados una eternidad. Procuré saborear la oscuridad que me invadía bajo aquel relente que empezaba a picar. Oía a mi corazón acelerarse y a mis entrañas desgarrarse con la tensión. Decidí abrir los ojos, pero de sopetón, para coger desprevenido a Fred y a su ira.

Aunque estaba de pie, sentía cómo el peso de la tierra me empujaba hacia delante, deprisa, con mucha suavidad. El cocinero estalló en una tolvanera sin polvo y hartada de risas.

—Anda —me dijo con la boca saciada de carcajeos—, volvamos a casa.

Definitivamente aquella era también la noche de los ruidos.

Ni siquiera me asusté. Le vi sentado en una silla delante de mi cama. Esperaba a que yo notara su presencia y me quedara hipnotizado por el brillo de su silueta. Fred se acuclilló ante mí y me cubrió el pecho con la sábana. Acarició mi cabeza y se alzó, cuan largo era.

Advertí que, mientras más enceguecidos veía a sus ojos, más lloraban. Se alejó hacia la puerta y la abrió. En un instante lo dijo todo.

—No se te ocurra nunca más insinuar que Tortosa es un criminal. La próxima vez… te mato.

Se fue.

28

MENTIROSO INTREGANTE

Tortosa dejó caer un periódico sobre la mesa.

—¿Seré yo ese transeúnte caritativo? —siseó—. Página tres, mitad de cuartilla.

Una fotografía del hospital en ruinas encabezaba un pequeño titular. Allí no se decía gran cosa del incendio, se limitaban a comentar dos o tres detalles del mismo, sin la mayor trascendencia…, al menos para mí.

Yo sabía la verdad.

TRAGEDIA EN EL HOSPITAL CASTRENSE DEL SANTO JOB

La Capital (Redacción).

El incendio que el pasado lunes se produjo en el hospital castrense del Santo Job, en el castizo barrio de la Alcurria, ha dejado un triste balance de cinco muertos, tres heridos leves y decenas de pacientes evacuados a diversos centros de la ciudad. Según las declaraciones del jefe de policía, el fuego se inició sobre las tres de la madrugada y tuvo su origen en la capilla del hospital, donde al parecer un desafortunado accidente pudo ser el causante del siniestro. El máximo responsable de la policía también consideró la antigüedad del edificio y la precariedad de sus instalaciones como una explicación más que plausible a la ferocidad y velocidad con la que el fuego se propagó por todo el hospital. Algunos testigos del suceso relataban, en el mismo lugar de los hechos, cómo enfermos y personal laico y religioso del hospital huían de las llamas como podían, unos burlando el fuego de frente y otros rompiendo ventanas para poder escapar por ellas. Hubo muchos hechos heroicos, especialmente queda en la retina de todos el de un transeúnte caritativo que, poniendo su propia vida en peligro, no dudó en auxiliar a varios pacientes acorralados por el incendio, desafiando a las llamas y al calor asfixiante. Según fuentes de este periódico, desde diez años atrás los bomberos habían señalado la falta de medidas contra incendios en el hospital, aspecto que se reiteró en un informe muy reciente elaborado por el propio ayuntamiento. Las pérdidas, por los daños materiales, son millonarias, saldo que se multiplicaría por diez si resultan ciertos los rumores de que en el incendio también perecieron dos hermosos lienzos del pintor paisajista holandés Jan Dirkszoon Both.

Los ojos de Fred se posaron sobre mí. Instintivamente, los míos sobre los de Tortosa, que nos miraba a ambos. Sentía temor de no soportar con entereza aquel incómodo cruce de miradas, pero súbitamente la cafetera emitió un largo pitido que hizo que todos volviéramos la cabeza al mismo tiempo. Tortosa se sentó a desayunar con nosotros.

—Adiel, ¿has empaquetado ya tus cosas?

La pregunta me pilló por sorpresa, totalmente desorientado y sin una pizca de intención. Suspiré desconcertado y sorbí la taza sin ganas; mientras, Tortosa aulló indiferente a su taza, esperando de mí la contestación más coherente del mundo.

—¿Empaquetado? —dije confundido.

Fred dejó su vaso en el fregadero y se fue de la cocina sin decir una sola palabra. Tortosa me guiñó un ojo, relamiéndose.

—Mi leal Fred está un poco preocupado por Urría…, entre otras cosas. Esta mañana, mucho antes de que tú te levantaras de la cama, hemos tenido una interesante charla sobre nosotros mismos. Ha sido revelador.

Me fijé en sus manos, las movía nervioso, rodeando una y otra vez con los dedos un trozo de pan tostado. Se remangó intencionadamente la camisa hasta los tríceps. Tenía rasguños y pequeñas quemaduras en la piel de ambos brazos, a la altura del codo, como si los hubiera restregado en un ortigal en el campo.

—Desde que le vi esta mañana sabía que algo le trastornaba. No sé muy bien cómo lo hace, pero el bobalicón tiene en su cara un indicador de cabreos, y si Fred se cabrea, es que algo le ronda. Si el bueno de mi cachorro está preocupado…, eso me dije…, lo mejor sería hablar con él. Hacer que se despreocupe…, por el bien de todos. —Tortosa hizo como si dudara, hocicó unas palabras inescrutables y esbozó una amarga sonrisa—. Jamás se me ocurriría traicionar la confianza de un amigo, es muy mala idea hablar a las espaldas de nadie, es de bobos, ¿no crees?…

—Claro —me limité a contestar.

—Claro…, claro… Pues por eso mismo no puedo decirte qué fue lo que hablamos.

A medida que mi silencio se prolongaba, el ambiente se tornaba más cargado, cada vez más. La sucia cocina empezaba a empequeñecerse y los latidos en mi pecho se desbordaban a causa de los irritados compases que el nerviosismo me producía.

—Cosas de la vida… —farfulló.

No disimulé mi estupor y me quedé callado, con la boca entreabierta y exhalando demasiados soplos como para no llamar la atención. Tortosa se limitó a apartar con desgana el pan de su lado y a sonreír con la cabeza ladeada, sin sorpresa, como si no estuviera vivo en aquel momento.

Terminó por volver a confundirme cambiando de nuevo a la primera interrogación.

—Te preguntaba si habías empaquetado ya tus cosas.

El cocinero rio. Yo contesté con desgana.

—No, no sabía que tenía que hacerlo.

—Vuelves con el viejo Pierre. Le acaban de dar el alta. Fred está en este momento en tu habitación, ayudándote a hacer tu equipaje.

Abrí tanto los ojos que creo que nunca los he tenido más saltones. Me levanté de un bote y, de tan rápido que iba, subí las escaleras casi sin respirar, a cuatro patas. La puerta de mi habitación estaba abierta; al entrar me encontré con una montonera de ropa y trastos encima de la cama, revueltos. Fred estaba con un palo, agachado, rastrillando por debajo del ropero, como si buscara alguna cosa que se le hubiera caído. Empecé a sudar, era imposible que supiera que el rosario y el librito de las tapas blancas y cuarteadas estaban escondidos debajo del ropero, entre la pared y una de sus patas.

—¿Qué haces? —le dije sobresaltado.

El escudero del cocinero levantó la cabeza y me taladró con la mirada.

—Asegurarme de que no te dejes nada.

—¿Debajo del ropero?

—Se te ha podido caer algo, ¿no?

Tortosa apareció por la puerta portando una taza humeante de café. Sorbió un poco del caldo negro y se apoyó en la jamba, mirándonos risueño.

—No seas maleducado, el bueno de Fred solo pretende echarte una mano.

—No necesito la ayuda de nadie para hacer mi equipaje.

—¡No necesito la ayuda de nadie para hacer mi equipaje! —me remedó el infeliz escudero de Tortosa—. Valiente niñato.

Cerré el pico y me contuve como pude. Empecé a doblar la ropa y a meterla en la cartera de cuero que recogí de la joyería la última vez que estuve en el pueblo con el Francés. Fred se puso a mi lado, desafiante, empezó a mirarme con tanto odio que sentía cómo su sangre se le achancaba en las pupilas.

—¿Sabes qué puede llegar a pasarle a Urría por tu culpa?

Gracias a Dios no habían descubierto el escondite de debajo del ropero. Contesté a Fred sin levantar la mirada.

—Por mi culpa nada…

Tortosa callaba, expectante.

—No hay derecho, niñato, no señor —apostilló Fred—. ¡Que sean otros los que se jueguen el pellejo por ti, ¿verdad?, mientras tú te dedicas a ofender a quien te da de comer!, ¿es eso? Niñato, no, ¡eres un cafre!, un imbécil, un imbécil con los días contados.

Un calor asfixiante me empezó a surgir de súbito por el vientre, las tripas me temblaban. Dejé de pensar y me aferré de nuevo a mi instinto. Debía demostrarles que yo no era ni un niñato, ni un cafre, ni un imbécil. Tiré al suelo los pantalones que tenía entre manos y me abalancé al cuello de Fred de la manera más torpe posible, con los ojos cerrados y tropezando con los cordones de mis zapatos. Di con toda la frente en uno de los quicios del armario. Caí de culo a los pies de Tortosa.

—¿Qué os pasa conmigo? —grité—. ¿Qué os pasa?

Estaba ensangrentado, con un corte en la ceja derecha, con los ojos ennegrecidos por el miedo y sin una sola pizca de esperanza. Me habría orinado encima si no lo hubiese hecho ya un poco antes. Temblaba y lloraba como un niño, y necesitaba acurrucarme en algún cobijo oscuro a esperar que me encontrara de nuevo la niñez.

—¡Yo no he hecho nada malo! ¡Quiero volver a casa!

Tortosa seguía avizor. Reprimió a Fred con un gesto, y este salió de la habitación sin decir nada.

—Venga, levántate. Y estate tranquilo, Adiel, no voy a hacerte daño. Fred me ha puesto al corriente de esa charla que tuvisteis entre manos los dos ayer por la noche. Y debo confesarte que me decepcionó mucho lo que me ha contado.

—¿Qué te ha contado?

—¿No prefieres decírmelo tú?

—Se dijeron muchas cosas.

—No me seas mentecato, pequeño granuja —dijo mientras nos sentábamos en la cama—. Le insinuaste que fui yo quien provocó el incendio del hospital.

—¿Qué? ¡No le insinué eso!, le dije que apareciste al día siguiente del incendio muy temprano.

—Y que resulta de lo más extraño.

—¡No!

—Y que es de necios el madrugar como yo lo hice ese día sin un motivo.

—¡No dije eso!

—Fred no me miente nunca…

¿Qué más podía yo decir? Tortosa me extendió la mano y yo la recogí entre las mías. La apartó con frialdad.

—Nunca quise decir eso. Perdóname. Intentaba consolar a Fred, estaba muy molesto contigo, decía que tú habías perdido la fe en él y que ya no le hacías partícipe de nada. Solo pretendía que se quitara eso de la cabeza.

—Eso, y que piensa que Clarisse y yo teníamos un lío, también me lo ha contado…

Tortosa me miró, y en el reflejo de su mirada me pareció ver que mi rostro se alteraba. Mi sorpresa por la sinceridad de sus palabras hizo reír a Tortosa.

—¡Para que te quede claro de una vez, como el agua cristalina! —dijo. Su sonrisa desapareció—. Ni tengo nada que ver con el incendio, ni tengo un lío con la mujer de Pierre. ¿Te ha quedado claro?

—Sí.

—Y te voy a explicar algo, aunque no tendría por qué hacerlo. Las noches que no he estado con el Francés en la habitación me he quedado de guardia en la entrada del hospital, escondido entre las sombras, al acecho. Sabía que tarde o temprano alguien podría jugársela…

—¿Toda la noche?

—Prácticamente toda.

—Pero ¿por qué no nos dijiste nada a mí o a Fred?

—Memo, tenía que ser un secreto. No podía arriesgarme a que te sintieras tentado alguna vez a salir a curiosear por ahí.

—Y esa noche, ¿viste algo sospechoso?

—Yo llegué a las dos de la madrugada, no había nada anormal en aquel sucio portal…

—¿Y después?…, quiero decir, ¿no viste a nadie salir huyendo de allí que te haga pensar que fue él quien provocó el incendio?

—¿Me estás interrogando, Adiel? —Tortosa me dio una palmada en la espalda—. Desgraciadamente no observé nada fuera de lo habitual, los mismos aburridos sonidos, el relente…, cuando me di cuenta de lo que estaba pasando, las llamas ya lo devoraban todo, y la gente salía en tropel del edificio.

—No tiene sentido —musité sin querer hacerlo.

—¿Qué no tiene sentido?

—Si no viste salir ni entrar a nadie que te parezca sospechoso, el culpable tuvo que esconderse en el hospital antes de que tú llegaras…, y debió de escapar con la confusión, entre toda la gente que huía del fuego, aun a riesgo de ser reconocido…

—Adiel…, ¿no estás fantaseando demasiado?… No le des más vueltas, ya has leído lo que dice la prensa: todo es fruto de un desafortunado accidente. No me seas burro.

Una vez, en una de nuestras charlas, mi tutor me había revelado los tres ribetes por los que se puede reconocer a los mentirosos intrigantes: la mirada soslayada, la falta de sorpresa y el discurso ingenioso. Tortosa dejaba caer sus ojos en el horizonte más lejano de la habitación, casi parecía bizquear adrede cuando nunca le había visto hacerlo; no mostró ni enfado, ni desconcierto, ni estupor, ni temor, ni reacción alguna, únicamente lamentó sentir extrañeza; poseía el don de la palabra, las torcía para hacerlas vivir en su verdad y en la mentira de todos.

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