El cementerio de la alegría (25 page)

Read El cementerio de la alegría Online

Authors: José Antonio Castro Cebrián

Tags: #Intriga

BOOK: El cementerio de la alegría
5.13Mb size Format: txt, pdf, ePub

—Antes de nada quiero que sepas que esto no lo hago por ti. No te creas tan importante. Todavía no ha nacido el hombre que me quite el sueño. —Mía pareció perder un suspiro ahogado entre tanta inocente risotada—. Te voy a pedir una cosa…, aunque no entiendas lo que te diga, o lo que pretendo decirte, no me interrumpas, escucha la historia que te voy a contar hasta el final, atentamente. Y después…, a continuación, me dices si aceptas el trato.

—¿Un trato? —pregunté. Eso significaba que al menos tenía opciones de salir de allí sin los ojos vendados.

—Un trato que podrás o no aceptar. Tendremos ocasión de conversar después sobre ese asunto. Ahora escucha atento lo que quiero contarte.

—De acuerdo —cerré los ojos y agaché la cabeza. La luz me molestaba.

—Lo primero que te diré es cómo entiendo yo mi justicia. Cómo es mi visión de la humanidad. Pocas cosas me quitan tanto el sueño como el pensar que por el mundo andan miles de criminales sueltos haciendo y deshaciendo entuertos por doquier. Me enfada mucho el saber que no puedo hacer nada para evitar eso. ¡Me enfado con todos!, e incluso llego a cabrearme conmigo misma. ¿Una majadería?, puede ser…, pero para ser majadero hay que estarlo…, y yo no lo estoy.

Era curioso oír esas palabras de aquella mujer que atentaba con tanto descaro a la justicia. Al menos a esa que descansa en los pilares de la cordura.

—No me queda otra que hacer algunas cosas al respecto…, para aliviar mi enfado cazo a la escoria. Lo primero que hago es asegurarme de que la persona que quiero eliminar es un auténtico criminal, un despojo de la humanidad. Lo estudio cuidadosamente: sus idas y venidas por mis barrios de La Capital; su familia; los amigos y los locales donde frecuenta; sus vicios; sus amantes… Es una tarea bastante ardua y correosa, sin embargo también es una faena azarosa a la que comparo con el lento avanzar de un pelotón destrozado por la guerra, donde las pisadas de todos sus hombres se convierten en un solo ritmo, dispuesto a desplegarse o atacar, aceptando el combate como una bendición. Quien osa pecar en mi ciudad, se arriesga a ser juzgado por ese pelotón.

Llegado a este punto estuve tentado de preguntarle si ella era policía o algo por el estilo. Hubiese sido una estupidez, como comprobé poco después.

—Una vez juzgado y hallado culpable, el individuo sufrirá un castigo acorde con el delito que cometió, pudiendo llegar a ser ejecutado si el daño que ha infligido es lo suficientemente grave e irreparable. No hay perdón para quien sea hallado culpable, al menos en mi ciudad. Yo siempre digo que el hombre es un ser libre condenado por una maldición a ser responsable de su propia libertad, sin excusas ni zarandajas. La humanidad se nutre de la propia experiencia del ser humano y de sus vidas.

Levanté la cabeza y abrí los ojos. El torbellino de luz me cegó al instante; tuve que parpadear durante un buen rato para poder acostumbrarme a una claridad tan asfixiante.

—Lo segundo que te diré… —la oí respirar—. Lo segundo que te diré tiene que ver conmigo misma… —Mía hizo una pausa, quizá para mojarse los labios con agua—. No tengo nombre, ¡para nadie!, soy la que todos saben que está, pero nadie quiere encontrarse. La dueña del tiempo en La Capital. Soy la última que dispara, la única criminal que puede pensar en voz alta y matar callada, sin levantar la mano. Nadie, nadie puede contradecir mi voluntad…, ni buenos, ni malos…, ni sabios, ni ignorantes… La totalidad de la gente de mala calaña no sabe que existo y, sin embargo, cuando me descubren, dicen de mí que soy una persona peculiar, ¡y la mayoría de ellos hablan en serio cuando me muestran su admiración!

Tras un tiempo que pareció exagerado, durante el cual se escucharon tintineos de vasos y cucharillas, en el fondo de aquella sombra perenne apareció fugazmente la silueta de una mujer sentada en una silla, con el rostro perdido entre el vaho de lo que parecía una taza humeante.

—Yo controlo en esta ciudad la información. No hay nada más preciado que eso en el mundo. Quien posee el conocimiento posee la vida y la muerte, en muchas ocasiones. La información es poder. El conocimiento de la realidad que te rodea es… es fundamental…, pero, lo es más el control de los misterios ocultos y secretos de aquellos que son tus rivales en cualquier aspecto de tu vida. Es imprescindible, si quieres seguir adelante, saber cuáles son sus debilidades inconfesables, qué es lo que pretenden hacer en un determinado momento, o quiénes son sus socios o enemigos…

Volví a agachar la cabeza. La luz se intensificó y empezaban a dolerme los ojos.

—Pero, querido hombretón —continuó hablando Mía—, ¿de qué sirve tener información si no puedes conseguir más? Es decir…, ¿el poder realmente qué es?, ¿tener la información o conseguirla?

—Nunca había pensado en ello, y menos desde esta perspectiva —reconocí—. Aunque creo estar en lo cierto si digo que es más poderoso el que puede conseguir la información que el que la tiene.

—Sin duda, porque por el hecho de conseguirla ya se tiene el beneficio de poseerla.

No tenía muy claro hacia dónde quería llevar la conversación Mía, pero me daba la impresión de que todo era un lenguaje simbólico. Un lenguaje de signos en el que yo tenía que aceptar su mundo tal y como ella quería que fuera. En esos momentos me hablaba en un idioma que ignoraba; me contaba cosas demasiado importantes que debía traducir más tarde en la realidad, cuando ya no pudiese escapar de esa realidad.

—El
poeta
, tu padre, también sabía que eso era así, y se hizo poderoso a base de información… puntualizada y relevante. Durante unos meses se encargó de elaborar una lista detallada de todos aquellos que tenían que ver con las barbaridades que se cometieron en el cementerio de la Alegría, de sus abusos, de pruebas y evidencias que pudieran utilizarse para demostrar esas… esas barbaridades, y por lo tanto incriminar a quienes en ella estaban.

Me acordé de lo que nos contó Palacios al Francés y a mí sobre el tesoro de mi padre. Un tesoro de palabras, había dicho.

Información…

Mía calló un segundo antes de continuar.

—Yo misma puedo salir en esa lista… Si lo hago, he de decir que por méritos propios. —Se escuchó un leve gruñido a espaldas de la luz tórrida del foco—. No pude hacerme con ella antes de que tu padre desapareciera, tampoco pude hacerme con ella cuando ese tal Paulo llegó a la joyería de Donabella, ¡era un ignorante e incompetente del tres al cuarto que al parecer lo echó todo a perder con su bocaza!… Comprenderás lo importante que puede llegar a ser beneficiarse de ese tesoro…, lo llamas así, ¿no?…, ¿tesoro?

Asentí con la cabeza antes de preguntar.

—¿Cuál es el trato?

—Pareces impaciente… —contestó Mía con una inexpresiva voz.

—Solo quiero saber si existe un trato, como me dijo.

—Bajo ninguna circunstancia quiero que creas que me aprovecho de tu situación.

—No entiendo.

—No hace falta que entiendas nada, solo quiero que sepas que no me aprovecho de tu debilidad…, en este caso somos dos personas que deciden lo que quieren hacer. ¿De acuerdo?

—De acuerdo…

—Pues bien…, mi trato es el siguiente —dijo al fin—. Encuentra tú el tesoro para mí y yo te devolveré tu vida tal y como la dejaste antes de que todo esto comenzara.

Lo triste de haber vivido mucho es darse cuenta de que son de las mentiras de los demás de lo que más se aprende. Inconscientemente se llega a disfrutar de la observación de esos mentirosos, con sus gestos y esas miradas cómplices del engaño. A Mía no podía verle el rostro, era una muda silueta oscura, un enigma con voz de mujer, pero sus palabras decían otra cosa que no pensaba. ¡No podía devolverme a mi vida! ¿Me podría devolver a Nano? ¿Podría cicatrizar los recuerdos cenizos de mi padre?

Comprendí que no podía decir que no, aceptaría el trato aunque fuera solo por tener piedad de mí mismo.

—Pero si no he sido capaz de encontrarlo todavía con ayuda…, ¿qué le hace pensar que lo haré ahora… solo?

—No has buscado como tenías que hacerlo. Date cuenta de una cosa, ¿qué es lo que sabes de tu padre? Lo ignoras todo, en realidad. Has buscado en él, como una persona que actúa y hace, pero no lo has tenido en cuenta como alma errante… Te suena raro, ¿verdad?

—No sé adónde quiere llegar…

—Míralo así: el poeta es un ser distinto a todos los demás, su alma se alimenta de lo que ve, de lo que siente, de lo que percibe, de todos y cada uno de los momentos que sufre en su vida. Al poeta nadie le dice que ha nacido poeta, él es quien se da por convencido en el momento que la sociedad lo diferencia. Tu padre era un poeta, un ser distinto a todos los demás, por eso…, por eso mismo no debes buscarle en este mundo…, a él no…, busca su obra, y ella te guiará adondequiera que se encuentre su alma, su conocimiento…, sus secretos.

—Pero…, no lo entiendo…, ¿de qué obra me está hablando? —pregunté tembloroso.

—De sus víctimas. Busca a través de ellas. Es la única manera que tienes de llegar a un punto de partida que no sea un final.

La luz de la lámpara parpadeó impaciente una y otra vez.

—¿Y por qué no lo hace usted misma?

—He pensado mucho en ello, no creas. He cometido los mismos errores que tú has cometido, pero he llegado a la conclusión de que yo no puedo hacerlo sin poner en peligro mi identidad. Ya he corrido demasiados riesgos innecesarios y no los voy a volver a correr. Por eso estás tú aquí hoy. ¿Te asaltan dudas, hombretón?

Por el tono de su voz, no me convenía dudar.

—Solo quiero que me conteste a dos cosas, por favor.

—Claro…, pregunta —dijo condescendiente.

—¿Adónde voy ahora, solo, si desconozco el paradero de mi tutor y a Pierre lo habéis matado?

Era innegable que mis preguntas sonaban a excusas y a miedo, pero a Mía le parecieron importunas, ya que me contestó con un cierto aire de reproche.

—Te he dicho hace un momento que no me aprovecharía de tu debilidad… Además, nosotros no hemos matado a nadie. —La sombra de la mujer se levantó de su silla y vi cómo movía los brazos con solemnidad, orquestando la voluntad de otra sombra que estaba a su lado—. En todo caso, ese sería tu problema… Yo te aconsejaría que fueras a ver a Tortosa… ¿No le hizo al Francés una promesa ese mugriento cocinero?

—¿Cómo sabe eso? —pregunté sorprendido.

—Tengo muchos ojos y oídos repartidos por toda la ciudad.

—Comprendo…

No comprendía nada. No lograba quitarme de la cabeza la estúpida imagen de mí mismo riéndose de mi mala suerte. Aquella conversación estaba llegando a su fin.

—Entonces, ¿aceptas el trato?

—No tengo opción, ¿verdad?

—Claro que la tienes, siempre tienes opciones para errar o acertar. Eso es lo bonito de la vida, que siempre hay variadas opciones…

—¿Y si no soy capaz de encontrar el tesoro de mi padre?

—Lo encontrarás…

—¿Y cómo podré contactar contigo?

—Yo lo haré…

—Mi tutor…, Donabella, ¿sabe dónde está? —pregunté indeciso.

—No. Pero sí sé que está bien…, al igual que la jovencita…

—¿Dulce?

—Sí, ese es su nombre…

Vi a una de las sombras acercarse a la luz, me sentía incómodo en la silla.

—¿Aceptas el trato? —insistió Mía.

—Sí, lo acepto.

Como un resorte, la sombra de Mía se dio la vuelta y desapareció por la oscuridad.

Alguna vez escuché decir que eran estas cuatro, la voz, la risa, el rostro y los andares, las marcas que mostraban la bondad o la maldad de una persona. El tono de voz de Mía, que me era tan familiar, me había dejado un resabiado sabor a desconcierto; las risas apenas aparecieron en el día, no lo suficiente como para hacerme una idea real de su sonrisa; el rostro lo desconocía; pero sus andares, aunque no los pude ver, sí los alcancé a dibujar en mi imaginación, con el sonido nervioso y alterado de su taconeo al salir de aquella sala, aquel día. Eran ansiosos gritos que intentaban alejarse de algo maldito.

El ánimo del ama de esos pasos mostraba a un corazón asustado, pero no necesariamente bueno…, ni malo.

Me quedé allí inmóvil, esperando a que alguien me dijera algo.

—Colócate esta cinta en los ojos —una voz ronca me tiró una venda negra a los pies—. Ponte mirando a la pared y no te molestes en intentar dejar una rendija por la que ver, yo mismo me aseguraré de que no puedas distinguir ni un atisbo de claridad por esos ojitos tuyos… En tu habitación te he dejado algo de comida, procura quedarte dormido pronto —la voz ronca parecía ofendida—; esta misma madrugada te dejaré libre en La Capital. No le des un motivo a mi señora para que me mande rebanarte el cuello…, lo haría con mucho gusto.

19

ESTE BOBALICÓN SABE

Caminé más de dos horas por las calles de La Capital, desorientado, sin saber si tenía las ideas claras. Casi desde el mismo momento en el que me apeé del coche que me trajo de vuelta a esta insufrible libertad, se apoderó de mí una sensación extraña, como si las últimas palabras que Mía me dijo fueran el comienzo de un final fatal: «¿Aceptas el trato?».

Ser noble con uno mismo, y que este sea el motivo por el que entregar la vida, no es una mala manera de pensar. Lo peor de todo era que no me creía mi propio miedo, no quería saber nada sobre morir, o la muerte; si alguien me hubiese preguntado en aquel momento qué era para mí estar muerto, yo le hubiera respondido que estar muerto era vivir sin miedo.

Me acerqué a la puerta de atrás del bar. Aún no eran las doce del mediodía y ya se veía el humo salir por la chimenea. No tenía alternativa, debía pedir ayuda a quien un día prometió protegerme.

Asomé la cabeza: la misma grasienta fogata de restos de muebles, el carnero al lado de la portilla de la despensa, goteando sangre de sus tripas, los tres cocineros troceando carne en un mostrador de mármol vestido de mugre y sudor… Hice lo mismo que el Francés unas semanas antes, me colé entre los atareados pinches, tiré unas zanahorias al suelo y empecé a mordisquearme los nudillos.

—¿Tor… Tortosa? —dije torpemente.

Sin levantar la cabeza del mármol, el enclenque cocinero asintió.

—Necesito hablar con usted…, es importante.

No pude reprimir una sonrisa de puro nerviosismo. Revoloteando en mi mente había una idea que no me dejaba en paz desde hacía rato: ¿cómo reaccionaría Tortosa al saber lo que le ocurrió al Francés, a su amigo, entre los naranjos del cementerio de la Alegría?

Other books

Edge (Gentry Boys #7) by Cora Brent
The Lipstick Laws by Amy Holder
Into the Garden by V. C. Andrews
Come Back by Sky Gilbert
Smitten by Janet Evanovich
Minding Frankie by Maeve Binchy
Zombie Sharks with Metal Teeth by Stephen Graham Jones
Fingersmith by Sarah Waters