—¿Qué se les ofrece? —El hombre nos miraba apretando la caña de su pipa con los dientes. Tenía la cara del color del barro y las manos sucias, con los dedos rebosantes de heridas y magulladuras.
—Veníamos a echarle un vistazo al Colegio —dijo Pierre.
Un fuerte olor a tierra surgía del pantalón de pana del hombre cada vez que movía la pierna para espantar unas moscas de caballo que merodeaban cerca de él.
—Está cerrado —dijo lacónico.
La sonrisa del Francés, su media sonrisa, casi se sale de la cara.
—Solo será un momento.
Después de devolverle la sonrisa, el hombre guardó la pipa en un bolsillo. Sacó de otro lugar de su chaquetilla papel de liar y tabaco y empezó a poner hojas secas del segundo al primero. Liaba el cigarrillo muy rápido, teniendo en cuenta que solo utilizaba una mano.
—¿Qué hacían en lo alto de la loma de allá arriba hace un rato? —dijo el hombre sin levantar la cabeza—. ¿Se equivocaron de lugar?
Miré a Pierre y este se apresuró a contestar en tono neutro:
—Dábamos un paseo.
—¿Con el otro hombre? —preguntó.
El Francés abrió la boca en un acto reflejo, la cerró, sacudió la cabeza, ignoró la pregunta y se esforzó en no mostrar demasiado su impaciencia.
—¿Podemos echarle un vistazo al colegio? —volvió a inquirir Pierre.
El hombre por fin encendió su cigarrillo y levantó la cabeza.
—Como quieran…, pero solo están en pie las ruinas que ven. La capilla se la llevaron a La Capital. Yo soy el guarda de los naranjos de acá. Pañitos, para servir a Dios y a ustedes.
—Gracias —le dije al pasar por su lado.
Atravesamos un portalito rascado y oxidado. Todo el colegio, que antes de colegio fue casería de cereal, estaba en ruinas. Según me decía el Francés, ya no quedaba nada de aquel pretendido edificio señorial con jardines, balcones cubiertos de flores y banderolas, paredes blancas como petunias en primavera, y graneros, almazaras y secaderos. Solo permanecían en pie las bodegas. De cientos de botas enormes solo subsistía el olor a vinagre.
—Este sitio tiene que estar repleto de almas en pena —me dijo el Francés—. Aquellos cinco eucaliptos que están al final de los muros, ¿ves las copas?
—Sí.
—¿Recuerdas lo que te conté de don Antonio, el juez del Tribunal Serenísimo?
—La Señoría de la Muerte, ¿no?
—Exacto…, pues —me siguió diciendo Pierre— la Señoría de la Muerte instauró su particular patíbulo entre esos eucaliptos y este colegio…
Le eché una mirada furibunda a los eucaliptos antes de hablar, como si ellos tuvieran la culpa.
—… el cementerio de la Alegría… —dije como remate a mis pensamientos.
—Vámonos de aquí ya.
El hombre se había encendido otra vez la pipa, y había vuelto a cobijarse bajo la sombra del limonero sentado en su sillita.
Llegamos hasta la hondonada que formaba la estela del charco que ahora era un pequeño barrizal pero que, sin duda, no ha mucho que había sido foco de innumerables moscones y renacuajos. Bordeamos el fangal con mucho cuidado para no mancharnos.
El hombre parecía haber esperado a que sorteáramos el charco para volver a hablar.
—¿Por qué últimamente viene todo el mundo a ver este colegio?
En lugar de volvernos y ponernos enfrente del hombre, nos quedamos mirándonos fijamente el Francés y yo, de espaldas a la sombra del limonero.
—¿Es que ha venido más gente a visitarlo últimamente? —pregunté con voz queda.
—Sí. Unos vinieron antes de ayer. Ni me miraron.
El Francés susurró el nombre de Ángelo. Frunció el ceño. Nos dimos la vuelta.
—Otro lo hizo mucho antes, así como un mes. Un tipo raro. —Le dio una gran calada a la pipa—. Lo curioso es que volvió a venir ayer, y esta vez no lo hizo solo, en el taxi iba alguien más. Creo que una mujer.
—¡Una mujer! —No sé por qué pensé en Dulce en el mismo instante en el que dijo que creía que era una mujer—. ¿Era joven? —dije—, ¿guapa?
—No lo sé, ya le digo que no la vi bien.
—Debe de ser Donabella. —Ahora era Pierre quien le daba una gran calada a un cigarrillo que acababa de encender.
—¡Quizá la mujer fuera Dulce!
—¿Es amigo suyo ese Donabella? —preguntó el hombre.
Pierre se dio la vuelta sin hacer caso a la pregunta. Yo ardía en deseos de saber de mi Dulce. Me di también la vuelta y seguí al Francés por donde andaba, camino del Citroën.
—¿También regresan al pueblo? —gritó esta vez el hombre.
Mis ojos se clavaron en los de Pierre, y los de este en los del guarda de los naranjos de acá.
—¿Por qué dice eso? —respondió a modo de pregunta el Francés con los ojos muy abiertos.
—Escuché cómo el tipo le decía a su acompañante cuando se montó en el taxi…, sea o no mujer, joven o no…, que regresarían mañana…, por hoy…, al pueblo, que allí encontrarían lo que buscan.
La suerte es algo que a veces da risa. Cuando llega sin desearla, en lo más inesperado de su visita, aparece el dolor, una decepción. Pero aun así, es el dolor de una decepción que alegra, una pequeña esquela que el amor nos regala de vez en cuando. Pierre me miraba incrédulo, o cansado; en lo más hondo de mi aliento anhelaba que esa mirada fuese mía.
—¡Al pueblo! —exclamé.
—Al pueblo —repitió Pierre.
BUENAS TARDES, DON GABINO
Partimos y tomamos el camino habitual para ir al pueblo. Tardamos menos tiempo que nunca en atravesar la cordillera de abetos y enriscados montes, llegando con los últimos coleteos de la tarde a la anticuada carretera nacional. Decidimos alojarnos en la pensión La Lola, en la misma que se alojara pocas semanas atrás Paulo antes de que lo mataran. Nos recibió una sinfonía de repiques y rebatos producida por los farolillos rojos al chocar contra las ventanas de donde colgaban. El Francés se fue directo al bar, a endulzar con el whisky sus pensamientos. Yo preferí tumbarme en la cama a descansar.
La pereza era la que me retenía holgazán entre las sábanas. Llevaba despierto mucho rato escuchando a las criaturas de la noche pelearse con el insomnio, libres y soberanas de su libertad. Llamaron a mi puerta.
—Arriba, holgazán —dijo Pierre—. ¿No quieres volver a tu pueblo?
—Claro —contesté—. Estoy impaciente.
Un mar de enanos adoquines resbaladizos, junto al sendero cubierto de hierba que llevaba a la joyería por la parte de atrás del edificio, servía de guía a nuestros cautelosos pasos.
El Francés quería llegar a la puerta de entrada sin que nos vieran. No entendía muy bien tanta precaución teniendo en cuenta que mediaban horas más propias de fantasmas que de vivos. Eran las cinco de la mañana, todo oscuro; los portales, las ventanas y los barandales aún dormían desnudos al abrigo de la aurora, demasiado temprano para que alguien transitara por aquel lugar.
Desde lejos vi sobresalir la pequeña buhardilla pintada de verde con sus ariscas tejas desgastadas y sucias. Tenía la sensación de que estaba divisando el torreón de algún castillo al que debía conquistar por la fuerza.
Nos encaramamos a la reja que había al lado de la puerta antes de abrirla. Miramos una vez más a nuestro alrededor. Todo seguía oscuro, inerte, invadido de un silencio que cortaba el miedo. No había nadie.
Pierre giró la llave con cuidado. Después de unos segundos de absoluta incertidumbre, en los que tenía la impresión de estar entrando en un lugar desconocido, quién sabe dónde, pasamos a la sala principal de la joyería. Todo parecía hallarse igual que la última vez que estuvimos allí. Tan solo hacía unos días de aquello. El Francés se deslizaba entre los cascotes y el polvoriento suelo. Yo le seguía un poco impaciente y expectante. La casa olía a humedad, un olor frío y desagradable se apelmazaba en cada una de las numerosas revueltas que las sombras de las diferentes estancias dejaban entrever entre la silenciosa claridad. Envolvimos toda la casa en un santiamén. Para salir de dudas e intentar, a criterio de Pierre, despistar a un posible inquilino, subimos y bajamos las escaleras unas tres veces, despacio, sin apenas ruido. El corazón me latía a retumbos cada vez que pasaba por uno de los jambajes de las habitaciones. Imaginaba a alguien escondido detrás de la puerta sorprendiéndonos al cruzar la misma.
Pierre se detuvo por fin en la cocina, después de unas cuantas carreras alocadas, decepcionado.
—Aquí no hay nadie —dijo avanzando hacia el ventanal de la cocina—. Necesito tomar el aire.
El viento que venía de la abertura de la ventana tenía un extraño olor a salobre, como si el mar estuviera de prestado en mitad de la sierra. Respiré con placer e imaginé unas enormes y Cándidas olas cabalgando a lomos de una vespertina mañana primaveral. En un momento la inmensidad de un océano que no conocía se apabulló delante de mis fantasías.
—Veré si hay torrefacto para preparar un café —dije—. Siempre había un paquete sin empezar guardado en la alacena…
—No.
La prohibición del Francés hizo que me detuviese en seco. Levanté las cejas como signo de interrogación, aunque me senté sin protestar en una polvorienta silla al lado de la oscuridad de la despensa entreabierta.
—Quizá no hayan llegado todavía a la casa y podamos aún sacar algo en claro de todo esto. El olor a café nos puede delatar. Lo último que quiero es que se asusten, o que se pongan en guardia. Si alguien tiene que sorprender a alguien, que no seamos nosotros los sorprendidos. No me gustan las sorpresas.
Nos sentamos enfrente uno del otro, apoyando el respaldo de nuestras sillas a cada una de las paredes opuestas del pasillo. La somera iluminación de la estancia palidecía con especial terquedad la cicatriz de Pierre. La media sonrisa se esforzaba en no parecer ridícula.
—La situación está de lo más rara.
Con la mano, el Francés se acariciaba el mentón mientras ponía los ojos en blanco y bostezaba con apagado disimulo. Ya se escuchaban a los primeros gallos dar los buenos días al corral, se me cerraban los ojos a causa del aburrimiento más que del cansancio.
—No podemos descuidar ni un solo frente, Adiel, al menor descuido estamos fuera de esta pelea.
—¿La del tesoro?
—¡Qué dices de tesoro!, no te enteras. —Sin interrumpir un largo bostezo, Pierre se acercó a mí para darme un cariñoso y doloroso pescozón—. Me refiero a la pelea por la supervivencia. Estos no se andan con tonterías, a la que salte nos hacen un traje de madera.
—¿Y por qué crees que no nos han hecho ya ese traje… de madera?
El Francés se dejó caer de nuevo contra la pared, y con los dedos entrelazados y apoyados en su pecho contestó con los ojos cerrados, como si durmiera y hablara en sueños.
—No es muy difícil adivinar por qué no nos han quitado de en medio ya.
—¿Porque piensan que les llevaremos hasta lo que buscan?
—Porque piensan que les llevaremos hasta lo que buscan. Exactamente eso. Más o menos.
Pierre empezó a respirar pesadamente. Cada vez más, sus palabras se volvían torpes e ininteligibles.
—Los creo capaces de cualquier cosa con tal de encontrar ese dichoso tesoro. Por eso es tan importante que seamos nosotros los primeros en hacerlo.
Elevé la voz para intentar espantar la apatía que parecía haberse apoderado del Francés.
—Todo eso ya me lo has repetido mil veces.
Pierre entreabrió un ojo antes de contestar con cierto aire de resignación.
—Por si acaso no te habías enterado.
—¿Crees que el hombre del que nos habló el guarda era mi tutor?
El Francés volvió a hacer el mismo gesto.
—Quién si no.
—¿Y la mujer?, ¿crees que era Dulce?
—No lo sé.
—¿Pero lo crees posible?
—No lo sé. —Pierre abrió los ojos y me miró con lástima—. Si a mediodía nadie nos hace una visita, nos pasaremos por casa de tu Dulce a preguntar a su madre si tiene noticias de ella. ¿Te parece?
Asentí con la cabeza poco convencido. Tuve que reprimir una exclamación cuando tras unos segundos de silencio el Francés dijo con voz cansina y aguda algo que había escuchado en otra ocasión y no recordaba dónde ni cuándo.
—La Divina Providencia está escrita en la naturaleza, solo tenemos que saber interpretarla.
No quise preguntarle qué había querido decir con eso, aunque me quedé esperando una explicación.
Pierre apoyó la cabeza en la pared y empezó a dar pequeños ronquidos. Yo intenté imitarlo y eché hacia atrás todo mi cuerpo. Quedé dormido al instante.
Me desperté sosegado, sin ninguna brusquedad. Podía sentir todavía la felicidad que había vivido mientras dormité, como una resaca de sensaciones agradables. Desde el silencio en el que me encontraba, desde esa efímera tranquilidad, reconocí el recuerdo de Clarisse y su cuerpo unido al mío, al verdadero deseo que atenazaba mis fantasías. Entendí, ayudado por los remordimientos, que la locura de una pasión desmedida puede dañar sin piedad, e incluso matar, al más valiente de los amantes. ¡Qué terrible soledad me asoló entonces!, ¡qué soledad más terrible! Mi amada Dulce se mezclaba en mis sentimientos, entre los besos que nunca había dado y la furia que la carne me había robado hacía tan poco tiempo. Volví a cerrar los ojos y los exprimí hasta que se borró de mi cabeza cualquier rastro de desazón… Mi criatura dulce, mi dulce Dulce. Sentí una necesidad casi vital de saber de ella, intentar encontrar una mirada suya que me dijera lo que tanto anhelaba escuchar de sus labios. Ya era muy tarde para sentirme triste, respiré hondo, me tragué los suspiros y miré al Francés imitando un bostezo.
—Son las cuatro de la tarde —le dije en voz muy baja, casi como un susurro.
Sonrió.
—¿Tienes hambre?
—Un poco —contesté.
Pierre no se había meneado de su sitio. Aún conservaba la misma posición de la mañana, en la que nos incrustamos con las sillas frente a frente en el estrecho pasillo.
—No creo que venga nadie.
El Francés me miró entreabriendo uno de sus ojos.
—Ya no aguardo ninguna visita —me contestó—. Pero esperaremos a que sea de noche para irnos. Descansa y aguanta el hambre, en cuanto oscurezca iremos a la pensión. Allí comeremos algo.
La joyería rezumaba silencio, pero, por algún motivo, yo encontraba esa quietud demasiado estridente. Me levanté y me puse de espaldas a Pierre. Le hablé incómodo, mordiéndome el pulgar de mi mano derecha.
—Me dijiste que si a mediodía nadie nos hacía una visita nos pasaríamos por casa de Dulce a preguntar a su madre si tenía noticias de ella.